VII. La revolución
El decimocuarto día del noveno mes lunar del tercer año del reinado del Emperador Süantong -el día en que A Q vendió su alforja a Chao Bai-yan-, a medianoche, después del cuarto toque de la tercera ronda, una gran embarcación con una tienda negra sobre la cubierta llegó al muelle de la familia Chao. El barco flotaba en la oscuridad, mientras los aldeanos dormían profundamente, de modo que no sabían nada de aquello, pero como se fue al amanecer, un buen número de personas pudo verlo. Una impertinente investigación reveló que el barco pertenecía al señor licenciado del examen provincial.
Ello causó gran inquietud en Weichuang y, hacia el mediodía, el corazón de los aldeanos latía aceleradamente. La familia Chao guardó completo silencio en cuanto a la misión del barco, pero se murmuraba en la casa de té y en la taberna que los revolucionarios iban a penetrar en la ciudad y el señor licenciado del examen provincial había venido a buscar refugio en aquella aldea. Únicamente la Séptima Cuñada Zou pensaba de otro modo, diciendo que el señor licenciado del examen provincial sólo quería desembarcar unos cuantos baúles destrozados, pero que el señor Chao se había opuesto. En realidad, el licenciado del examen provincial y el bachiller de la familia Chao no estaban en buenas relaciones, de modo que era lógicamente improbable que demostraran amistad «en la adversidad»; además la Séptima Cuñada Zou era vecina de la familia Chao y sabía mejor lo que ocurría. Por consiguiente, ella debía de tener razón.
Sin embargo, se difundió el rumor de que, si bien el señor licenciado del examen provincial no había venido personalmente, había enviado en cambio una larga carta estableciendo un «parentesco sinuoso» con la familia Chao; que el señor Chao, después de pensarlo, había decidido que en ello no debía haber ningún mal para él, de modo que recibió los baúles que ahora estaban guardados debajo de la cama de su mujer. Por lo que se refiere a los revolucionarios, algunos decían que ya habían entrado en la ciudad esa misma noche, con casco y armadura blancos: el traje de luto por Chongchen, el último emperador de la dinastía Ming.
Hacía mucho que A Q había oído hablar de los revolucionarios y ese año había visto con sus propios ojos decapitar a uno. Pero se le ocurrió, no se sabe cómo, que éstos empuñaban la bandera de la rebelión y que una rebelión haría difíciles las cosas para él, de manera que siempre «los había detestado profundamente». ¿Quién iba a decir que podían aterrorizar a un licenciado de examen provincial, conocido en cincuenta kilómetros a la redonda? En consecuencia A Q no pudo evitar sentirse un poco «fascinado», al mismo tiempo que le llenaba de regocijo el terror de todos los malditos habitantes de Weichuang.
– No es mala cosa una revolución -pensó A Q-. Terminará con todos estos hijos de perra… ¡Todos son odiosos, detestables en sumo grado!… Hasta yo quiero pasarme a los revolucionarios.
A Q estaba últimamente en la cuarta pregunta y es probable que se sintiera insatisfecho; agréguese a ello el hecho de haber bebido dos tazones a mediodía, teniendo el estómago vacío, por lo que se emborrachó con mayor rapidez. Mientras caminaba, se sentía flotar en el aire. De pronto, curiosamente, sintió como si los revolucionarios fueran él mismo, y todos los habitantes de Weichuang fuesen prisioneros suyos. Incapaz de contener su alegría, empezó a gritar a voz en cuello:
– ¡Rebelión! ¡Rebelión!
Los habitantes de Weichuang lo miraban consternados. Nunca había visto A Q expresiones tan lamentables y esa visión le hizo sentir tan bien como si hubiera bebido un vaso de agua helada en pleno verano. De modo que continuó aún más feliz gritando:
– Muy bien… Tomaré lo que quiera. Tendré amistad con quien me plazca.
¡De de, chiang chiang!
Lamento haber matado por equivocación a mi querido amigo Cheng en mi borrachera.
Lamento haber matado… ¡Ya, ya, ya!
¡De de, chiang chiang, chiang-ling-chiang!
Te aplastaré con mi maza de acero…
El señor Chao y su hijo estaban en ese instante parados en su puerta discutiendo la revolución con sus dos parientes verdaderos. Pero A Q no los vio cuando pasaba cantando, cara al cielo:
– ¡De, de!…
– ¡Eh, viejo Q! -dijo el señor Chao, tímidamente, en voz baja.
– ¡Chiang chiang! -cantaba A Q, incapaz de imaginar que su nombre pudiese ser asociado con el tratamiento de «viejo», pensando haber oído mal y que eso no tenía nada que ver con él. De modo que continuó cantando «¡De, chiang, chiang-ling-chiang, chiang!»
– ¡Viejo Q!
– Lamento…
– ¡A Q!-. El bachiller no halló otra cosa mejor que llamarle por su nombre.
Sólo entonces se detuvo A Q.
– ¿Qué? -preguntó con la cabeza ladeada.
– Viejo Q… ahora… -Pero de nuevo el señor
Chao encontró dificultades con las palabras-. Ahora… ¿eres rico?
– ¿Rico? Claro que sí. Tomo lo que quiero…
– A… hermano A Q, tus pobres amigos, como nosotros, no tienen ninguna importancia… -dijo Chao Bai-yan con aprensión como si tratara de tirar de la lengua a los revolucionarios.
– ¿Pobres amigos? Está claro que usted es más rico que yo -dijo A Q y se fue.
Allí se quedaron los otros, desilusionados, sin habla. Entonces el señor Chao y su hijo se metieron en casa y esa tarde discutieron el problema hasta que llegó la hora de encender las lámparas. Cuando Chao Bai-yan regresó a su hogar, sacó la alforja del dinero que llevaba colgada a la cintura y se la entregó a su mujer para que la escondiera en el fondo del cofre.
Durante un rato, A Q creyó caminar en el aire, pero al llegar al Templo de los Dioses Tutelares la borrachera se le había pasado por completo. Esa noche, el viejo encargado del Templo estaba inusitadamente amistoso y le ofreció té; entonces A Q le pidió dos tortillas y, después de comérselas, le pidió una vela de cuatro onzas, usada, y un candelabro. Encendió la candela y se acostó a solas en su pequeño cuarto. Se sentía inefablemente ligero y feliz, mientras la luz de la vela saltaba y pestañeaba como en la Fiesta de la Linterna y su imaginación también parecía retozar.
«¿Revolución? Sería divertido… Vendría un grupo de revolucionarios, todos con cascos y armaduras blancos, con navajas planas, mazas de acero, bombas, fusiles extranjeros, cuchillos de doble filo de tres puntas y lanzas con ganchos. Pasarían por el Templo de los Dioses Tutelares y dirían: -A Q, ven con nosotros, ven con nosotros-. Entonces yo me iría con ellos…
»Y todos los malditos aldeanos de Weichuang me darían risa; y se arrodillarían y mendigarían: -A Q, perdónanos la vida-. ¡Pero quién los oiría! Los primeros en morir serían Pequeño D y el señor Chao y luego el bachiller y Falso Demonio Extranjero… aunque tal vez perdonara a algunos. Al principio, hubiese perdonado a Bigotes Wang, pero ahora ni siquiera a éste quiero perdonar…
»Y los objetos… Entraría y abriría los cofres: lingotes de oro, monedas de plata, blusas de calicó importado… Primero trasladaría la cama de Ningbo de la esposa del bachiller al Templo, y también trasladaría las mesas y las sillas de la familia Chian… o si no, usaría las de la familia Chao. Yo no movería un dedo, ordenaría a Pequeño D que me trasladara las cosas y que lo hiciera rápidamente, si no quería recibir una bofetada en la cara…
»La hermana menor de Chao Si-chen es muy fea. Dentro de pocos años valdrá la pena tomar en cuenta a la hija de la Séptima Cuñada Zou. La mujer de Falso Demonio Extranjero se acuesta con un hombre sin coleta, ¡uf! ¡Ésta no puede ser una mujer buena! La mujer del bachiller tiene cicatrices en los párpados… Hace mucho que no veo a Ama Wu y no sé dónde está… ¡Qué lástima que tenga los pies tan grandes!»