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Pero antes de que su mano tocara a Bigotes Wang, éste se la había cogido, tirando de ella con tanta violencia que le hizo caer tambaleando contra él. Bigotes Wang le cogió de la trenza y comenzó a arrastrarlo hacia la muralla, para golpearle la cabeza a la manera tradicional.

– «¡Un caballero emplea su lengua, pero no las manos!» -protestó A Q, ladeando la cabeza.

Al parecer Bigotes Wang no era un caballero, porque sin prestar la menor atención a lo que A Q decía, le golpeó la cabeza contra la muralla cinco veces seguidas y luego le propinó un empujón que lo envió trastabillando a dos metros de distancia. Solamente entonces Bigotes Wang se sintió satisfecho y se marchó.

Hasta donde era capaz de recordar, aquélla era la primera humillación de su vida, porque él siempre había despreciado a Bigotes Wang a causa de sus mejillas peludas, pero nunca había sido despreciado por éste ni mucho menos golpeado. Y ahora, en contra de todo lo que cabría esperar, Bigotes Wang le había pegado. Tal vez lo que decían en el mercado fuese verdad: «El emperador ha abolido los exámenes oficiales, de modo que los letrados que los han rendido ya no son necesarios». De resultas de ello, la familia Chao debe de haber perdido prestigio. ¿Sería por eso que la gente la trataba con desprecio?

Allí estaba A Q, irresoluto.

A lo lejos, se veía venir a un hombre, que resultó ser otro de los enemigos de A Q. Era una de las personas de las que éste más abominaba: el hijo mayor del señor Chian. Había ido a la ciudad a estudiar en un colegio extranjero y después se había arreglado de alguna forma para viajar al Japón. Cuando regresó a casa, medio año después, tenía las piernas rectas y su coleta había desaparecido. Su madre lloró amargamente una docena de veces, su mujer trató de arrojarse al pozo tres veces. Más tarde la madre dijo a todo el mundo: «Un bribón le cortó la trenza cuando estaba borracho. Pudo ser funcionario, pero ahora tiene que esperar hasta que le vuelva a crecer».

Sin embargo, A Q no creía en aquella historia e insistía en llamarlo «Falso Demonio Extranjero» y «traidor a sueldo extranjero». Tan pronto como lo vio, comenzó a insultarlo por lo bajo.

Lo que más despreciaba y detestaba en él era su coleta falsa. Cuando un hombre llegaba a tener una trenza artificial casi no se le podía considerar un ser humano; y el hecho de que su mujer no se hubiera lanzado a la noria por cuarta vez demostraba que tampoco ella era una mujer buena.

El «Falso Demonio Extranjero» venía aproximándose -¡Calvo! Burro…-. Antes A Q había insultado sólo como para sí, sin palabras audibles; pero en esta ocasión, debido a su mal humor y debido también a que deseaba expresar su necesidad de venganza, las palabras se deslizaron de su boca, queda e involuntariamente.

Por desgracia el «calvo» llevaba en las manos un pulido garrote de color amarillo que A Q llamaba «el bastón del duelo» y se le acercó a grandes pasos. A Q supo de inmediato que había una paliza en perspectiva y se preparó, contrayendo los músculos y encogiendo los hombros; y, en efecto, se oyó un sonoro golpe que pareció aterrizar sobre su cabeza.

– ¡Lo decía por él! -explicó A Q señalando a un niño que andaba por ahí.

¡Paf'! ¡paf! ¡paf!

Por lo que A Q podía recordar, probablemente ésta fuese la segunda humillación de su vida. Felizmente, cuando el ruido de la paliza cesó, le pareció que el asunto estaba liquidado y en cierto modo se sintió aliviado. Además, su preciosa «capacidad de olvido», legada por sus antepasados, produjo efecto. Se fue caminando lentamente y, antes de llegar a la puerta de la taberna, se sintió algo más feliz.

Pero en dirección contraria venia una pequeña monja del Convento del Sereno Recogimiento. En tiempos normales, A Q se habría puesto a maldecir; ¿qué esperar entonces después de sus humillaciones? Inmediatamente se acordó de lo que le había sucedido y se enfureció de nuevo.

– No sabía a qué debía mi mala suerte de hoy, pero, pensándolo bien, debe de ser porque tenía que verte a ti -se dijo.

Se acercó a ella, escupió ruidosamente y dijo:

– ¡Ufl ¡Pu!

La monjita no le prestó la menor atención y siguió caminando con la cabeza baja. A Q continuó junto a ella, estiró de repente la mano, le sobó la cabeza recién afeitada y, riendo estúpidamente, le dijo:

– ¡Pelada! Vuelve pronto, que tu bonzo te está esperando…

– ¿Por qué me pones la mano encima…? -dijo la monja, enrojeciendo, tratando de alejarse rápidamente.

Los hombres que había en la taberna se rieron a carcajadas. A Q, al ver que su hazaña era apreciada, empezó a sentirse estimulado.

– Si el bonzo te puede tocar, ¿por qué no voy a tocarte yo? -dijo, pellizcándole la mejilla.

Los de la taberna volvieron a reír a carcajadas. A Q se sintió aún más complacido y, con el objeto de dar satisfacción a los espectadores, volvió a pellizcarla con fuerza antes de permitirle marchar.

Tras ese encuentro, A Q olvidó a Bigotes Wang y al Falso Demonio Extranjero, como si se hubiera desquitado de toda la mala suerte de aquel día, y, cosa extraña, sentíase mucho mejor que después de la paliza, ágil y ligero como si fuera a flotar en el aire.

– ¡Ojalá el maldito A Q muera sin descendencia! -se oyó sollozar a la distancia a la pequeña monja.

– ¡Ja, ja, ja! -rió A Q completamente satisfecho.

– ¡Ja, ja, ja! -rió la gente en la taberna, también sumamente complacida, aunque no tanto como A Q.

IV. Tragedia de amor

Hay quien dice que hay vencedores que no encuentran ningún placer en la victoria si el contrario no es tan fuerte como un tigre o un águila; y si sus rivales son tímidos como ovejas o gallinas, sienten que el triunfo es vacío. Por otra parte, hay vencedores que, después de conquistarlo todo, muerto o rendido el enemigo, dicen la frase clásica: «Vuestro súbdito, temeroso y temblando, se presenta ante vos para que le perdonéis el crimen que merece la pena de muerte». Se dan cuenta de que ya no tienen enemigo, ni rival, ni amigo, desolados 37 y aislados. Y entonces sienten que la victoria es algo trágico. Pero nuestro héroe no era de esa clase: él siempre se sentía optimista. Tal vez ésta sea la prueba de la supremacía moral de China sobre el resto del mundo.

¡Ved a A Q ágil y ligero como si fuera a flotar!

Pero aquella victoria no estuvo exenta de raras consecuencias. Durante largo rato pareció flotar y se fue como volando al Templo de los Dioses Tutelares, donde normalmente se habría puesto a roncar apenas se hubiera acostado. Sin embargo le fue muy difícil cerrar los ojos esa noche, porque sentía que algo extraño le sucedía en el pulgar y el índice, que parecían más suaves y resbaladizos que de costumbre. Es imposible decir si había una sustancia suave y oleosa en la mejilla de la monja, que se hubiese adherido a sus dedos, o si éstos se habían puesto resbaladizos al frotar la piel de ella…

– ¡Ojalá el maldito A Q muera sin descendencia!

Las palabras resonaron en los oídos de A Q que pensó: «Tiene razón: yo debería tener una mujer; porque si un hombre muere sin hijos, no tiene a nadie que haga un sacrificio con un plato de arroz para su alma… Debería tener una mujer». Se dice: «Hay tres formas de conducta poco filial, la peor de las cuales es no tener descendientes» y es también una gran pesadumbre, pues «las almas sin descendientes viven hambrientas». De modo que su pensamiento estaba en perfecto acuerdo con las enseñanzas de los santos y los sabios; pero era una lástima que después tuviera que vagar sin rumbo, incapaz de detenerse. «¡Mujer, mujer!…», pensó.

«El bonzo puede tocar… ¡Mujer, mujer… mujer!», volvió a pensar.

Nunca sabremos cuándo comenzó a roncar A Q aquella noche. Es probable, sin embargo, que a partir de entonces sintiera siempre suaves y resbaladizos los dedos y ligero el corazón.

«¡Mujer…!», seguía pensando.

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