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Antes que A Q llegara a una conclusión satisfactoria, se oyeron ronquidos. La vela de cuatro onzas sólo había ardido media pulgada y su vacilante luz roja iluminaba la boca abierta de A Q.

– ¡Jo, jo! -gritó A Q de repente, levantando la cabeza y mirando, despavorido, a su alrededor; pero cuando vio la vela de cuatro onzas, volvió a acostarse y a dormirse.

A la mañana siguiente se levantó muy tarde y, cuando salió a la calle, todo seguía igual. Sentía hambre todavía, pero aunque se estrujó los sesos no pudo encontrar recursos; de pronto se le ocurrió una idea y se fue andando lentamente, hasta que, con o sin intención, llegó al Convento del Sereno Recogimiento.

El convento seguía tan pacífico como en la última primavera, con sus murallas blancas y su refulgente puerta negra. Reflexionó un momento y luego fue a golpear a la puerta; comenzó a ladrar un perro dentro. Se apresuró a recoger varios trozos de ladrillos y volvió a llamar, con mayor énfasis, hasta que los golpes dejaron picada en varias partes la pintura negra. Por fin se oyó a alguien que venía a abrir la puerta.

A Q se dispuso inmediatamente a emplear los ladrillos y se quedó con las piernas abiertas, listo para entrar en batalla con el perro negro. Pero la puerta del convento sólo se abrió un palmo y el perro negro no se lanzó desde ella; todo lo que pudo ver fue a la anciana monja.

– ¿Qué estás haciendo aquí otra vez? -preguntó, sobresaltada.

– Hay una revolución… ¿Sabía usted? -dijo A Q con vaguedad.

– Revolución, revolución… Ya ha habido una. ¿Qué va a ser de nosotras con todas esas revoluciones? -dijo la anciana monja, mientras sus ojos se ponían rojos.

– ¿Qué? -preguntó A Q, asombrado.

– ¿No lo sabías? Los revolucionarios ya estuvieron aquí.

– ¿Quién? -preguntó A Q aún más asombrado.

– El bachiller y Demonio Extranjero.

La sorpresa de A Q fue tan grande que se quedó estupefacto. La anciana monja, viendo que había perdido su agresividad, cerró la puerta rápidamente, de modo que cuando A Q quiso empujarla, no la movió ni un milímetro, y, cuando volvió a golpear no obtuvo respuesta.

Había sucedido durante la mañana. El bachiller de la familia Chao conoció las noticias temprano y, apenas se enteró de que los revolucionarios habían entrado por la noche a la ciudad, se enroscó la coleta sobre el cráneo y se fue, muy temprano, a visitar a Demonio Extranjero de la familia Chian, con quien nunca había estado en buenas relaciones. Se trataba ahora de «unirse todos para hacer reformas», de modo que tuvieron una agradable conversación y al instante se convirtieron en íntimos camaradas y acordaron allí mismo hacerse revolucionarios.

Tras devorarse los sesos durante largo rato, recordaron que en el Convento del Sereno Recogimiento había una tableta imperial que rezaba «Viva el emperador…», que había que hacer desaparecer inmediatamente. Sin perder tiempo, se fueron al convento para poner en práctica sus proyectos revolucionarios. Como la anciana monja tratara de detenerlos y de expresar alguna opinión, la consideraron como al gobierno manchú y le dieron varios garrotazos en la cabeza y unos cuantos golpes con los nudillos. Cuando se hubieron marchado, la monja se repuso e hizo una inspección. Por supuesto que la tableta imperial estaba hecha polvo en el suelo, pero también había desaparecido un valioso incensario Süande que estaba ante el altar de la Señora Guanyin.

A Q se enteró de esto sólo más tarde. Lamentó muchísimo haberse quedado dormido y les reprochó violentamente que no hubieran ido a buscarlo. Pero después consideró el asunto con mayor amplitud y se dijo:

– ¡Acaso no sepan que yo me he pasado a los revolucionarios!

VIII. Excluido de la revolución

La gente de Weichuang se fue tranquilizando a medida que pasaron los días. Había noticias de que, si bien los revolucionarios habían entrado a la ciudad, su llegada no había producido grandes cambios. El magistrado seguía en su antigua función, sólo que ahora su título era otro; y el señor licenciado del examen provincial también tenía un puesto (los aldeanos de Weichuang no sabían decir los títulos), una especie de cargo oficial; en tanto que el jefe de los militares era el mismo antiguo capitán. La única causa de alarma era los malos revolucionarios que alteraban el orden, pues habían comenzado a cortar las coletas del pueblo al día siguiente de su llegada. Se decía que Batelero-Siete-Libras, de la aldea vecina, había caído en sus manos y que ya no se veía presentable. Pero este terror no era grande, porque los aldeanos de Weichuang rara vez iban a la ciudad y si alguien había tenido la intención de hacerlo, cambió de idea para evitar los riesgos. A Q había estado pensando en ir a la ciudad a visitar a sus antiguas amistades, pero cuando oyó las noticias abandonó resignadamente su plan.

Sería erróneo, sin embargo, decir que no hubo reformas en Weichuang. En los días siguientes fue en aumento el número de personas que se enrollaban la coleta sobre la cabeza y -como ya se dijo- el primero en hacerlo fue, naturalmente, el bachiller; los siguientes fueron Chao Si-chen y Chao Bai-yan, y después A Q. Si hubiese sido verano, no habría parecido raro que todo el mundo se enrollara la coleta sobre la cabeza o se hiciera un nudo en la trenza; pero se estaba a finales del otoño, de modo que esa práctica otoñal de una costumbre de verano puede considerarse como una decisión heroica. Por tanto, en lo que se refiere a Weichuang, es imposible decir que haya ignorado las reformas.

Cuando Chao Si-chen apareció con la nuca desnuda, la gente dijo:

– ¡Ah! Aquí viene un revolucionario.

Cuando A Q oyó aquello sintió envidia. Aunque hacía bastante tiempo que había oído decir que el bachiller se enrollaba la trenza sobre la cabeza, nunca se le había ocurrido que él pudiera hacer lo mismo; pero al ver que Chao Si-chen seguía el ejemplo, decidió copiarlos. Empleó un palillo de bambú para enrollar su trenza y, tras algunas vacilaciones, logró reunir valor suficiente para salir.

Al caminar por la calle, la gente lo miraba, pero nadie decía nada. Al comienzo, A Q estuvo disgustado y, al final, muy resentido. En los últimos días se irritaba con mucha facilidad. Aunque en realidad su vida no era más difícil que antes de la revolución y la gente lo trataba con cortesía y los comerciantes ya no le exigían el pago al contado, A Q aún se sentía frustrado. Puesto que había estallado la revolución, debería significar más que esto. Y entonces vio a Pequeño D y su visión hizo hervir la caldera de su cólera.

Pequeño D también se había enrollado la coleta sobre la cabeza y, lo que es más, también había empleado un palillo de bambú para sujetársela. A Q jamás hubiera imaginado que Pequeño D tuviera tal coraje. ¡Por cierto que no lo toleraría! ¿Quién era Pequeño D? Se sintió tentado de agarrarlo, quebrarle el palillo de bambú, soltarle la trenza y darle varias bofetadas para castigarlo por haber olvidado su lugar y tener la osadía de presumir de revolucionario. Pero, al fin, lo absolvió; sólo lo miró furiosa y fijamente, escupió y dijo:

– ¡Puah!

El único que había ido a la ciudad recientemente era Falso Demonio Extranjero. El bachiller de la familia Chao había pensado emplear los baúles en depósito como pretexto para ir a visitar al señor licenciado del examen provincial, pero debido al temor a que le cortaran la trenza, había desistido. Había escrito una carta sumamente formal y pedido a Falso Demonio Extranjero que la llevara a la ciudad; también le había pedido que lo presentara en el Partido de la Libertad. Cuando Falso Demonio Extranjero regresó, le pidió cuatro monedas de plata al bachiller, tras lo cual éste empezó a llevar una insignia con un melocotón de plata en el pecho. Los habitantes de Weichuang se quedaron boquiabiertos y dijeron que ése era el símbolo del Partido del Aceite de Caqui*, equivalente al rango hanlin**. Como resultado de todo ello, el prestigio del señor Chao aumentó súbitamente, mucho más que cuando su hijo rindió los exámenes oficiales de bachillerato; en consecuencia, comenzó a mirar en menos a todo el mundo y, cuando vio a A Q, quiso ignorarlo.

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