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Había tenido doce veranos cuando Don Rivellio había visitado su palazzo por primera vez, la mirada fija de él había seguido cada uno de sus movimientos. Se relamía los labios con frecuencia, y dos veces, bajo la mesa, le había visto frotarse obscenamente la entrepierna mientras le sonreía. La había enfermado con su buena apariencia fría y su malvada sonrisa. Después de su visita, dos de las doncellas habían sido encontradas sollozando… violadas, magulladas, maltratadas, y casi demasiado asustadas por sus pervertidas torturas para contar a su don lo que había acontecido. Ambas afirmaron que casi las había matado, extrangulándolas deliberadamente para silenciarlas. Las magulladoras alrededor de sus gargantas habían convencido a Isabella de que decían la verdad.

Un sollozo se le escapó, y se apretó un puño contra los labios para contenerlo. Sabía que vivía en un mundo donde una mujer era poco más que una forma de adquirir propiedades o herederos. Pero Lucca la había valorado, había conversado con ella como si fuera un hombre. Pacientemente le había enseñado a leer y escribir y hablar más de un idioma. Le había enseñado a montar a caballo, y, por encima de todo, a creer en su propia fuerza. ¿Qué pensaría Lucca de ella cuando le confesara que se había desmayado?

Y Don DeMarco. Estaba tan solo. Era tan maravilloso. Un hombre como ningún otro. Aun así le había fallado, como a Lucca y su padre. Nicolai la necesitaba desesperadamente, pero cuando más importaba, ella le había decepcionado, había tomado la salida del cobarde. Se había desmayado. Debería haber continuado llamándole, trayéndole de vuelta a ella. Había tenido la fuerza para contener al otro león, pero se había desmayado como una niña cuando el don la necesitaba.

– ¿Isabella? -La voz de Sarina estaba llena de compasión.

Isabella negó con la cabeza inflexiblemente.

– No. No quiero llorar, así que no seas agradable conmigo. Espero que Nicolai esté furioso, así podré enfadarme yo también.

Estaban al principio de las escaleras que conducían al ala privada del don. Sarina dudaba, mirando hacia arriba temerosamente, con la mano sobre la cabeza esculpida de un león.

– ¿Estás segura de que quieres hacer esto?

Isabella subió las escaleras rápidamente, pasó a los guardias del salón y desafiantemente llamó a la puerta.

Saltó cuando Nicolai abrió la puerta de un tirón. Había un gruñido en su cara, una máscara de cólera amenazante.

– ¡Te dije que no deseaba ser molestado por ninguna razón! -excupió antes de enfocar completamente a Isabella.

Sarina se santiguó y miró con empeño al suelo. Los guardias se giraron alejándose de la bestial visión.

Isabella miró directamente, beligerantemente, a los resplandecientes ojos de Nicolai.

– Scusi, Don DeMarco, pero debo insistir en que sus heridas sean tratadas apropiadamente. Gruña todo lo que quiera, eso no le hará bien. -alzó la barbilla desafiantemente hacia él.

Nicolai se tragó las furiosas y amargas palabras que fluían de su interior. Si hubiera sido cualquier tipo de hombre, habría tenido el valor de enviarla lejos. Se había jurado a sí mismo que sortearía a los leones que guardaban el valle, incluso si eso significaba destruirlos. Ahora, mirándola, sabía que no lo haría, no podría enviarla lejos.

Sin ella estaba perdido. Ella alejaba la cruda soledad de su existencia y la reemplazaba con calidez y risa, reemplazaba su pesadilla recurrente por ardientes y eróticos pensamientos y la promesa del cielo, un refugio en los placeres de su cuerpo. Su mente le intrigaba… le forma en que pensaba, lo franca que era, sin la más mínima coquetería sino directa y genuina en sus opiniones. Donde todo el mundo le tenía miedo y le obedecía, ella se le enfrentaba con humor y bravatas.

La necesitaba si iba a continuar con su propia existencia, si iba a continuar protegiendo y guiando a su gente. Querría llorar por ella. Por sí mismo. Había suplicado fuerzas para enviarla lejos, pero esta no estaba allí, y descubrió que odiaba qué y quién era.

Parecía hermosa en su desafío, pero bajo eso, veía su miedo al rechazo. Una súplica mezclada con la tormenta de su mirada. Una necesidad de ayudarle. Una necesidad de que él la quisiera. Algo duro y pétreo alrededor de su corazón se derritió. Extendió el brazo, allí mismo delante de Sarina, delante de los guardias, y cogió a Isabella por la nuca, transportándola al abrigo de su cuerpo. Tomó su boca, la besó dura y profundamente, con la intensidad de sus volcánicas emociones. Vertió sus sentimientos en el beso, fuego y hielo, amor y arrepentimiento, alegría y amargura. Todo lo que tenía para darle.

Isabella instantánemanete quedó suave y flexible contra él, aceptando completamente su salvaje naturaleza, devolviendo beso por beso, exigencia por exigencia. El fuego saltó entre ellos, instantáneao y ardiente, crujiendo en el aire y arqueándose de uno a otro, invisible pero ciertamente sentido por los observadores. Se abrazaron, dos almas que se ahogaban, perdidos uno en los brazos del otro, su propio santuario, su único refugio seguro.

Un guardia tosió delicadamente, y Sarina hizo un sonido en algún sitio entre el ultraje y la aprobación.

– Suficiente, joven signorina. Ya habrá bastante tiempo después de su boda. -El ama de llaves fijó su mirada en su don mientras estaba entre los brazos de Isabella. Aunque sonreía, hizo todo lo que pudo por fruncir el ceño a la pareja.

Lentamente, reluctantemente, Nicolai alzó la cabeza.

– Bien puedes entrar, ya que estás aquí -sonrió a Sarina por encima de la coronilla de Isabella-. Tiende un poco a meterse en problemas, ¿verdad?

– Yo la tenía encerrada a salvo -le reprendió Sarina.

Nicolai retrocedió para permitirlas entrar.

– Y ya sabemos que una vez la encerramos bajo llaves, ella permanece a salvo dentro siempre -lanzó a Isabella una sombra de su rompedora sonrisa juvenil, pero fue suficiente para ganarle una pequeña sonrisa en respuesta.

Pero Sarina se tomaba su roll como protectora de Isabella muy seriamente, y su diversión se desvaneció. Se ceño se profundizó, y cerró la puerta de la habitación de Nicolai, gritando hacia la expresión interesada del guardia.

– Habría estado perfectamente a salvo si alguien no se hubiera arrastrado al interior de su cámara y la hubiera llevado sin acompañante a la noche -dijo ella en reprimenda-. Deben casarse inmediatamente, antes de que los acontecimientos de esta noche salgan a la luz.

Nicolai asintió.

– Pediremos al sacerdote que lleve a cabo la ceremonia tan pronto como pueda arreglarse, también yo creo que es lo mejor.

– El mio fratello -le recordó Isabella-. Se molestará si no está presente para verme casar.

Sarina cloqueó desaprovadoramente.

– Tome la mano del don -indicó-. Debo ver sus heridas para saber como tratarlas.

– Tengo noticias de tu hermano -dijo Nicolai, sus dedos se apretaron alrededor de los de Isabella-. Envié a uno de mis pájaros a Don Rivello. El pájaro acaba de volver con un mensaje. El don ha entregado a tu hermano a mi cuidado. Está enfermo pero en camino. Soy responsable de su comportamiento futuro. -una sonrisa sombría tocó su boca, después decayó, como si la idea de que Don Rivellio le hiciera responsable de alto le hiciera rechinar los dientes y sacara a relucir su instinto depredador.

Hizo una mueca cuando Sarina puso una mezcla de hierbas en una de sus heridas más profundas. Isabella apretó sus dedos alrededor de los de él.

– Tu hermano entenderá que lo mejor es que nos casemos cuanto antes. Su viaje será lento, ya que su escolta debe viajar a una velocidad segura para él. -Nicolai se llevó la mano de ella al corazón y la presionó sobre su pecho.

– Una vez casados, Nicolai, no intentarás enviarme lejos, ¿verdad? -se atrevió a preguntar Isabella, con expresión ensombrecida.

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