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CAPITULO 7

Todos la estaban observando. Isabella intentó no prestar atención al principio, pero mientras Sarina le daba una vuelta por el palazzo, fue haciéndose más consciente de las miradas encubiertas y los susurros que la seguían de habitación en habitación. La atmósfera en la propiedad DeMarco era diferente a cualquier otra en la que ella hubiera estado, y decidió que era la genta la que marcaba la diferencia. Eran los sirvientes sobre todo, puliendo cada habitación hasta que brillaba, pero haciéndolo como si fueran los propietarios del palazzo. Su lealtad al don era profunda y parecía arraigada en cada hombre, mujer y niño que veía. La estudiaban intensamente. Ansiosamente. Cada uno de ellos hizo un alto para dedicarle una palabra de ánimo, algún cumplido al don. Dejaban claro que estaban ansiosos porque se quedara en el valle y se casara con su don. Isabella notó que se sonreían los unos a los otros, y todos parecían muy unidos. El castello debía haber sido un lugar feliz, pero, con su extrema sensibilidad, ella sentía una corriente subyacente de ansiedad.

Una sombra se erguía sobre toda la propiedad. Una ansiedad que acechaba justo bajo la superficie de aparente felicidad. Ojos que se deslizaban lejos de ella, ocultando secretos y trazos de miedo. Mientras atravesaba los grandes salones, las sospechas empezaron a penetrar por sus poros y empapar su corazón y alma. Era insidiosa, una diminuta alarma el principio, pero creció y se extendió como un monstruo de desconfianza hasta que incluso Sarina dejó de parecer una aliada, sino más bien una enemiga.

Isabella tomó un profundo aliento e hizo un alto, tirando de Sarina.

– Para un momento. Me siento enferma. Necesito sentarme -Le daba vueltas la cabeza, haciéndole imposible pensar con claridad. Parecía estar extrañamente de mal humor, deseando estallar con agitación contra cualquiera que estuviera cerca de ella. Estaban cerca de un hueco de escalera, e Isabella se sentó graciosamente en el escalón de abajo, presionándose las manos sobre las sienes latentes, intentando detener la rastrera enfermedad de desconfianza y sospecha.

Al momento el ama de llaves se detuvo e inclinó sobre ella solícitamente.

– ¿Es su espalda? ¿Necesita descansar? Scusi, piccola, me he apresurado a llevarla por el palazzo. Es demasiado grande, y quería que lo conociera todo para que así se sintiera más cómoda. Debí haber sido más cuidadosa, pero es tan fácil perderse aquí -Acarició el pelo de Isabella hacia atrás con una mano gentil-. Debo hacerselo saber a Don DeMarco al momento. Ha arreglado que las esposas de Rolando Bartolmei y Sergio Drannacia se encontraran con usted hoy. Desea que tenga amigas y se sienta cómoda aquí. Esta es su nueva casa, y todos queremos que se sienta bienvenida.

– No, estoy bien. Estoy ansiosa por conocerlas. -Concentrándose en la cara de Sarina, Isabella notó lo infantil y estúpida que estaba siendo. Vivir en un gran palazzo desconocido lejos de casa, sin nadie que conociera, debía estar afectando a sus nervios. Muy bien podría volverse del tipo de las que se desmayan si no tenía cuidado. Se obligó a sonreir-. De veras, Sarina, no parezcas tan ansiosa. Lo prometo, estaré bien.

– Signorina Vernaducci -Alberita hizo una reverencia ante ella, un gran logro cuando estaba barriendo enérgicamente hacia las paredes con una escoba-. Que bien verla de nuevo -Sonreía hacia Isabella incluso mientras saltaba entusiastamente hacia las telarañas.

Observando a la joven sirvienta saltar arriba y abajo, sin ni siquiera acercarse a los cielorasos, Isabella empezó a relajarse de nuevo. El ritmo normal de un palazzo estaba allí, apesar del enorme tamaño, apesar de las corrientes subyacentes. La pequeña Alberita, con todas sus travesuras, era parte de algo que Isabella reconocía. A una edad muy temprana ella había ayudado a llevar el palazzo de su padre. Más de una vez había tratado con sirvientes cuyo entusiasmo alegraba la finca mucho más que su contribución al trabajo. El extraño humor de Isabella se disipó mientras la felicidad burbujeaba hacia arriba dentro de ella.

Sarina suspiró ruidosamente.

– Esa nunca aprenderá -Aunque intentaba parecer severa, su tono rebosaba de regocijo. Ella e Isabella se miraron la una a la otra con total entendimiento. La risa se derramó entre ellas, y su diversión puso sonrisas en las caras de los sirvientes al alcance del oído.

Un sonoro crujido fue la única advertencia. Después el mango roto de la escoba de Alberita voló por el aire, justo hacia la cabeza de Isabella. Alberita chilló. Sarina empujó a Isabella. Isabella se encontró tirada en el suelo, y el mango de la escoba se hizo pedazos contra la pared justo sobre ella y cayó, rodando hasta golpear su cuerpo.

Alberita agitaba las manos salvajemente, chillando tan ruidosamente que los sirvientes llegaron corriendo de todas partes. Betto recogió los restos de la escoba antes de que pudiera hacer daño a nadie y los colocó cuidadosamente a un lado. Sarina siseó una afilada orden, y Alberita se puso una mano sobre la boca para ahogar sus gritos. Aún así, estalló en un llanto histérico.

El Capitan Bartolmei entró apresuradamente, con una mano en la empuñadura de su espada. Empujó a los sirvientes a un lado y cogió a Isabella, levantándola del suelo y empujándola tras él, escudándola con su cuerpo.

– ¿Qué ha ocurrido? -Su voz era áspera.

– Un accidente, nada más -explicó Sarina apresuradamente.

Algunos de los sirvientes empezaron a murmurar como afligidos o asustados.

– ¡La escoba voló hacia ella! -gritó una mujer.

– Eso es una estupidez, Brigita, y una absoluta falsedad -reprendió Sarina agudamente.

– ¡Alberita la atacó! -acusó otro.

Cuando Alberita aulló una negativa y lloró aún con más fuerza, el Capitán Bartolmei se acercó protectoramente a Isabella.

– Debemos informar de esto inmediatamente al don.

Isabella tomó un profundo aliento, desesperada por recuperar la compostura. Temía echarse a reir ante el completo absurdo de la situación. No se atrevió, por que eso humillaría a la chica llorosa incluso más.

– Creo que la joven Alberita debería ir a la cocina y servirse una tranquilizadora taza de té. ¿Alguien puede escoltarla a la cocina, Sarina? -Isabella sonrió serenamente, saliendo con confianza de detrás del capitán-. Grazie, Capitán, por su rápida acción, pero, por supuesto, no podemos molestar a Don DeMarco con algo que fue solo un pequeño accidente. Fue solo una escoba rota. Alberita es muy entusiasta en su trabajo.

Avanzó decidida hacia la jovencita, ignorando la mano restrictiva del capitán.

– Tu duro trabajo se aprecia mucho. Ve con Brigita ahora, Alberita, y tómate una agradable taza de té para tranquilizarte.

– Debes ser más cuidadosa, chica -espetó el Capitán Bartolmei-. Si le ocurriera algo a la Signorina Vernaducci, todos estaríamos perdidos.

Isabella rio suavemente.

– Vamos, Capitán, hará que todo el mundo crea que me dejé atemorizar por una escoba.

Rolando Bartolmei se encontró incapaz de resistir su sonrisa traviesa.

– Eso no puede ser -estuvo de acuerdo.

– ¿Rolando? -La voz era joven, intentaba ser imperiosa pero vaciló alarmantemente-. ¿Qué está pasando?

Los sirvientes, Isabella y el Capitán Bartolmei giraron las caras hacia los recién llegados. Dos mujeres, obviamente aristocratiche, de pie junto a Sergio Drannacia, esperando una explicación. Pero fue el hombre alto y guapo hombre tras ellos quien captó la atención de Isabella y robó el aliento de sus pulmones.

Don DeMarco estaba absolutamente inmóvil. Su pelo largo flotaba alrededor de él, desmelenado y espeso. Sus ojos llameaban con fuego, los ojos de un depredador, enfocados, fijos en la presa. Por un momento su imagen brilló tenuemente, haciendo que pareciera un león mirando implacable y despiadadamente al hombre que estaba tan cerca de Isabella.

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