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Ella se sentó delante de mí con los ojos brillantes. Le sentaba bien, un poco de intensidad no le hace daño a nadie. Era agradable mirar a esa chica, y dejarse invadir por la extraña hermosura de su cara. Me hubiera gustado arrancarle la cabeza para llevármela a m casa. Es sobre todo la cara lo que me atrae de una chica, sé que voy a pasarme más tiempo con la cara que con lo demás. Yo tenía metida esa música, This must be the place, la oía claramente. Es increíble lo mucho que esa cosa podía afectarme, hasta sentir la caricia del destino. Estaba relajado pero dispuesto a saltar como un gato, tenía varias vidas de reserva.

– ¿Has leído algo de Marc? -me preguntó.

– No, pero conozco su método.

– Esta vez parece que se ha puesto en serio.

– No basta con ponerse. Lo que necesita es no poder dejar de hacerlo. Escribir es lo que queda cuando uno tiene la sensación de haberlo intentado todo.

– Bueno, sí, pero hay algo que tú nunca has intentado, nunca has intentado mirarte realmente. Fuera de ti, no hay nada que te interese. Los demás no te importan nada.

– No creo que sea así -dije yo-, aún no he llegado a ese punto. De lo contrario, explícame qué hago en tu casa.

– Vaya, creía que pasabas por aquí, ¿no? Quizá tenías ganas de perder un rato…

– La verdad es que tenía ganas de verte. Así de fácil.

Sonrió abiertamente.

– Oye, no me lo puedo creer -comentó-. ¿Te has molestado A PROPÓSITO para venir a verme?

– No lo puedes entender.

– Claro, sólo soy una chica un poco tonta, pero igualmente trata de explicármelo un poco.

En aquel preciso momento, Marc hizo otro viaje a la cocina. Esta vez salió con un bocadillo de jamón. Me hizo un gesto.

– Oye, ¿verdad que me perdonas, no? -se excusó.

Asentí con la cabeza y se largó.

– Parece que le ha dado fuerte -dije-. Tiene lo mejor que puede desearse: dinero, una mujer, inspiración…

Ella se levantó sin decir ni una palabara y me sirvió otra copa, una gran copa bien llena. Se quedó plantada frente a mí sin moverse. Me tomé la mitad de mi copa, la dejé y a continuación me incliné hacia delante, crucé los brazos detrás de sus nalgas y apoyé la mejilla en su vientre. Su mano se posó sobre mi cabeza. Me sentí cansado, me pregunté si el paraíso no sería la inmovilidad total y por qué la vida estaba cortada en rodajas, por qué todo parecía tan fácil, por qué no era siempre así; me pregunté si realmente había algo que valiera la pena a fondo.

Me desplacé un poco para poder atrapar su sexo con mis dientes, pero le di un golpe a la copa con el codo y se cayó encima de la moqueta, dejando una mancha de al menos cincuenta centímetros de diámetro. Cecilia lanzó una especie de gemido animal y me rechazó.

– ¡Oh, no! ¡No es posible! -exclamó.

– ¿Qué no es posible? -pregunté.

Salió disparada hacia la cocina y volvió con un rollo de papel. Arrancó hojas y hojas para secar la mancha.

– Oye -le dije-, ya lo arreglaremos después.

– ¡¡Qué TORPE eres!!

– ¡Coño, olvida eso y ven aquí!

– ¿Lo has visto? ¿Te has fijado? ¡¿Has visto qué PRINGUE?! ¿Cómo voy a poder limpiarlo?

– ¡Santo Dios! ¡Deja en paz la jodida moqueta! ¡Tú Y YO SOMOS SERES HUMANOS!

– Mierda, oh mierda -lloriqueó-. ¿Por qué has tenido que dejar esa copa en cualquier lado?

Estaba a punto de levantarme para zarandearla un poco pero precisamente en aquel momento se presentó Marc. Frunció e ceño al ver la mancha.

– Tío, lo siento -dije.

Sin decir ni una palabra se acercó a la mancha y se agachó para tocarla con el dedo. Tuve la impresión de que a Marc acababan de pegarle con una porra en la nuca.

– ¿Has visto? -le dije.

Volvió hacia mí su cara de zombi. Estaba muy pálido.

– NO… no es nada -dijo.

– Me alegro… Y tu novela, parece que la tienes ya encarrilada,

¿no?

– Cecilia, mierda. ¡Trae agua!

– Sé lo que sientes. Sé lo que se siente cuando te pones a escribirá y la cosa funciona. En esos momentos, nada existe, uno se encuentra realmente aislado del mundo…

Cecilia trajo agua, parecían auténticamente preocupados los dos y me pregunté si habrían recibido alguna mala noticia.

– Tengo que decirte una cosa -comenté-. No tienes por qué ocuparte de mí cuando estás trabajando, no me sentiré insultado, sé perfectamente que nada más cuenta en momentos así…

– ¡¡Cecilia, maldita sea!! ¡¡¿¿No puedes traer un cepillo??!!

Ella corrió, él frotó, ella se mordisqueaba los labios mientras él se afanaba. Fui a servirme una copa y volví a sentarme.

– Y te diré más -añadí-, es agradable ver a un tipo funcionando, a un tipo encadenado a su novela.

– ¡No se va! ¡¡¡VE A BUSCAR PRODUCTOS DE ÉSOS, MIERDA DE MIERDA!!!

Ella trajo un montón de botes de la cocina. No la reconocía, creo que si la mitad de la casa hubiera ardido cuando vivía en mi apartamento, simplemente hubiera bostezado y no le habría parecido demasiado grave. Tuve ganas de decirle que se lo estaba montando mal, que no era más que una mancha idiota en un rincón de la moqueta, que tenía dieciocho años, sí, y que es imposible que a los dieciocho años una cosa así pueda tener la menor importancia. Sé que era imposible, no se puede tener la mente tan atrofiada a los dieciocho años, ni siquiera después. Quién iba a hacerme creer que un trozo de moqueta podía volver medio majara a alguien, o un trozo de cualquier cosa.

Se pusieron a trabajar los dos con una arruga en medio de la frente. Se lanzaron con la energía de una pareja joven y tuve tiempo de mirarlos tranquilamente, en silencio, de tomarme otra copa mientras ellos enjabonaban y frotaban. Bah, qué cosas, el mundo estaba lleno de violencia, este tipo de espectáculo era el pan de cada día y se podía dar gracias al cielo si uno salía mínimamente con vida de todo aquello.

Me levanté sin decir adiós y ellos ni levantaron la cabeza, pero conocía la salida. Atravesé el jardín ligeramente borracho, con los nervios a flor de piel. En realidad tenía dos soluciones: o me iba a casa a llenar algunas páginas lúgubres sobre la naturaleza humana o buscaba otra cosa.

Me senté en el coche, y durante cinco minutos fui incapaz de hacer nada, excepto mirar la noche a mi alrededor y las luces. Tenía la impresión de ser una especie de menhir plantado en la arena, una piedra viva y solitaria que trata de no perder la esperanza a pesar de todo. Me fumé un cigarrillo tranquilamente, con la cabeza recostada en el respaldo, y si una estrella no me cortaba el cuello estaba seguro de que iba a aguantar el golpe, como cualquiera que tenga un cierto aprecio por su piel.

Fui hasta el bar de Yan. Tenía ganas de ver gente a mi alrededor, y con un poco de suerte iba a poder relajarme un poco cambiando algunas palabras sin importancia con alguna persona; es verdad que hay momentos en que son los demás los que te impiden resbalar hasta el fondo. Aparqué justo debajo del letrero. Estaba Prohibido, pero no tenía ganas de recorrer kilómetros a pie, habría sido incapaz de hacerlo, el alcohol me había bajado directamente a las piernas.

– Oh… -exclamó Yan-. ¡Quién está aquí!

Había gente y mucho humo, y Yan charlaba con dos tipos mientras enjuagaba vasos. Conocía a aquellos tipos de vista, pero iban con el pelo verde. Dejé dos taburetes de distancia entre ellos y yo.

Le hice una mueca a Yan, y mientras me servía le eché un vistazo a la sala. No me llevé ninguna sorpresa. A finales de verano ese bar se convertía en refugio de intelectuales y artistas, y había que sostener duras batallas para mantenerse en la onda. Menos mal que Yan había conseguido una licencia para vender alcohol, lo que permitía mantener el infierno a distancia. A veces, uno de esos tipos podía aniquilarte de plano a base de palabras, y lo habría matado de no ser porque tenía fija en ti su mirada paralizadora. Sin una atracción mórbida por el vacío, ¿cómo podía uno encontrarse en un lugar semejante? La mayoría de los presentes parecían recién salidos de un cementerio húmedo, y la música era horrible.

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