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Cuando volvimos a bajar, el viejo iba blanco como la muerte y la chorba terminaba de tomar el sol, se echó la toalla al hombro y entró en la casa.

El sol calentaba menos, era una hora agradable para escribir, o para dar un pequeño paseo sorbiendo un helado, o para leer poesía bajo la sombra, o para jugar con una chica, ¿no?

Al término de la jornada, el mamón nos llevó de vuelta con si camioneta y esta vez nadie decía nada y todos íbamos sentados. N éramos más que una pandilla de tipos reventados con la mirada apagada. Me dolían los dedos y me pasé un buen rato dándome na saje antes de poder abrirlos correctamente.

El mamón nos reunió en un pequeño local medio desierto, se sentó detrás de una mesa de camping, en la única silla que había allí, y nos quedamos de pie a su alrededor, esperando a que decidiera sacar el dinero. En cambio, colocó las manos encima de la mesa y las contempló silenciosamente durante al menos un minuto. No nos movimos. Eramos una docena de gilipollas febriles pendientes de sus gestos.

– A ver, chicos, oídme un momento… -soltó-. ¿Creéis que soy un tipo al que puede tomarse por un ceporro? ¿Creéis que la cosa puede continuar así mañana, y pasado mañana, y los días siguientes, cuando yo veo que el trabajo no avanza? Mierda, yo me parto el pecho para encontraros trabajo cuando la mayoría tendríais que estar jubilados, pero no importa, me digo, no importa, ten confianza en ellos, todavía son capaces de hacer un buen trabajo, van a demostrarte que no te has equivocado. Y la verdad es que lo que habéis hecho hoy lo hacen mejor tres o cuatro chavales de dieciséis años. Me gustaría saber si me explico, si entendéis lo que estoy diciendo…

Algunos tipos refunfuñaron detrás y el mamón nos miró asintiendo con la cabeza:

– Mañana tendréis que subir el doble si queréis pasar por caja.

No sé, pero realmente nos habíamos reventado con las vigas, era un trabajo apenas humano y al tipo le parecía que no habíamos hecho lo suficiente, que no nos habíamos matado suficientemente por él. Siempre estoy nervioso cuando me encuentro en la parte inferior de la escala, tengo la impresión de que subestiman el precio de mi sudor. Le di mi opinión sobre el tema:

– Es muy fácil -dije-, para hacer el doble de trabajo hay que poner sólo dos en cada equipo, y no estamos obligados a parar para comer, y si ni siquiera así basta: podemos empezar un poco antes Por la mañana. Me parece que así lo lograremos…

Me lanzó una mirada venenosa, pero la detuve con otra mirada aún más venenosa. Me dolía todo. Sacó la pasta, pero antes de empezar el reparto quiso poner las cosas en su punto.

– Bueno, os lo montáis como os dé la gana, no me importa, pero lo tenéis que hacer. Hay que cumplir con los jodidos plazos y conmigo el trabajo siempre se ha terminado a tiempo, con eso no juego, muchachos.

– Claro, pero no somos suficientes -dijo uno.

– Oye, tú ¿te crees que es la primera vez que me encargo de un trabajo así, te crees que no sé exactamente cuánta gente necesito? Aunque si alguno no está de acuerdo, pues nada, hombre, adiós, fácilmente os puedo sustituir por tipos más sólidos que no tendrán miedo de ganarse su pasta. No obligo a nadie, quiero que esto quede bien claro.

No contestamos. Estábamos hundidos. Todos estábamos hartos de esperar el dinero. Afuera la noche ya estaba cayendo mientras él nos hacía su numerito. Viendo que no encontrábamos nada para contradecirlo, el mamón sonrió. Pasamos en fila india frente a él, yo encendí un cigarrillo mientras esperaba mi turno y repartí a derecha y a izquierda. El local empezaba a apestar a sudor enfriado. Cuando llegué, puso unos cuantos billetes encima de la mesa y unas pocas monedas. Estuve a punto de ahogarme.

– ¡Eh, un momento, tiene que haber un error!

Levantó lentamente los ojos hacia mí. No sé por qué, pero siento un odio particular por los mamones cuando tienen mi edad, tal vez porque hemos visto cambiar el mundo a la vez y pese a todo nos encontramos en lados diferentes de la barrera. En fin, que sentí que me ponía absolutamente pálido y que él esperaba una cosa así. Acababa de darle una satisfacción.

– Mierda… -dijo-, ¿y dónde ves tú el error?

– No tengo lo mismo que los demás, ¿no?

– Pues en lo que yo me he fijado es en el número de cervezas que te has tomado…

– Tres -dije-. No me he bebido más que tres cervezas en todo el día, y me parece razonable cuando se hace un trabajo así, a pleno sol y tragando a cada paso una nube de polvo… ¡Tres malditas cervezas…!

– Pero el problema no es ése -cortó-. Mientras hagas tu trabajo, puedes tomarte todas las cervezas que quieras. Pero, claro, ¿no se te habrá ocurrido que iba a pagarlas yo? No me digas eso, ¿eh?

Fui incapaz de decirle una palabra, me quedé de pie, frente a él, con mi cigarrillo y con las mandíbulas bloqueadas. Era como una pesadilla. Me sentí triste y cansado. Recogí los billetes y las monedas de la mesa mientras el otro cruzaba las manos sobre el estómago y se balanceaba en su silla con aire satisfecho.

Iba a salir pero volví sobre mis pasos. Cogí algunas monedas de mi bolsillo y las tiré encima de la mesita.

– Acabo de preguntarme si estaba incluido el servicio -le expliqué.

Con un golpe seco barrió mis monedas, las mandó por el aire y al caer rodaron por el suelo durante un segundo. Bueno, venga, tírale la mesa a la cara, me dije, hazlo AHORA. Los otros se apartaron de mi alrededor, vieron lo que iba a pasar porque avancé un paso hacia aquel mierda.

Sin embargo, algo me retuvo en el último momento, era como si me hubieran dado una puñalada en los riñones. Un tipo que tiene verdadera necesidad de dinero siempre tiene un puñal en los riñones y yo ya no era un escritor, ya no podía hacerme el listo, era simplemente un tipo como los demás, cansado, sin dinero, sin mujer y chinchado por un jefecillo de cincuenta kilos.

Salí sin decir ni una palabra. Encontré un bar no demasiado lejos y pedí dos limones helados, sin azúcar. Me relajé un poco con los juegos electrónicos, pero seguía teniendo una bola en el estómago. Siempre es espantoso no poder llegar hasta el final y retener tus impulsos, pero en cuestión de dinero estaba al borde del precipicio y siempre se pasa un pequeño momento de pánico, se empieza a tener cuidado con un montón de cosas.

Tenía apetito pero no tenía ganas de comer solo y lo mejor era hacer que me invitaran. Compré algunas cosas antes de coger el coche y me dirigí a casa de Yan. No encontré a nadie, pero no tenía nada especial que hacer y lo esperé en el coche picando la comida y fumando cigarrillos, totalmente reventado, con los músculos doloridos y los antebrazos ardiendo. Permanecí así durante un momento, luego me sorprendió el sueño y me quedé estirado en el asiento.

Me desperté de madrugada con la espalda hecha polvo. Hacía viento. Paré a un tipo que pasaba por allí para preguntarle la hora. Yendo de prisa, tenía el tiempo justo para llegar al trabajo. Hay mañanas en las que la vida no tiene sabor. A veces hay que agarrarse herte y hacer un esfuerzo terrible para creer en algo. Hay manaes en las que la vida es una hierba loca torturada por el viento.

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