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– Bueno, a ver, oídme -empezó-. Aquí, estamos ABAJO, y la pequeña colina que veis a mi espalda es ARRIBA. Los que ya han trabajado en esta obra conocen el problema. Los otros verán enseguida que es muy sencillo. Fijaros, no hay ningún cacharro que pueda subir eso. Me diréis que los tipos que van a vivir aquí son una pandilla de chalados porque tendrán que dejar su coche aquí abajo, y estaré totalmente de acuerdo, claro, pero eso no significa que nuestro trabajo no sea el de coger los materiales ABAJO para llevarlos ARRIBA. Hoy haremos equipos de cuatro y vais a empezar por subirme eso.

Señalaba la pared gris que nos daba sombra. Yo la había mirado mal, no era una pared, eran vigas de hormigón pretensadas, colocadas unas encima de las otras. Quizás había doscientas o trescientas vigas de seis metros con hierros del ocho.

El tipo saltó a su máquina, la hizo poner frente al montón y con la grúa agarró la primera viga y la dejó a 90 centímetros del suelo. Cuatro tipos se separaron del grupo y cruzaron sus brazos alrededor del cacharro de hormigón.

– ¿¿VALE?? -bramó el mamón.

A continuación bajó el cable de su aparato y los cuatro tipos se encontraron con todo el peso de la viga en los brazos. Tuve la impresión de que se habían hundido diez centímetros en la tierra batida, pero no era así, simplemente aquellos tipos habían empequeñecido diez centímetros, y los huesos de su columna vertebral se habían soldado los unos a los otros. La puta que lo parió pensé, y me eché a reír mientras los fulanos se ponían en marcha zigzagueando, y atacaban la cuesta a pleno sol, la puta que lo parió, pero yo sabía cómo escapar de aquello.

Formaron cuatro equipos. Yo formaba parte del último y me toaron sólo viejos. Me coloqué al final. El tipo que iba delante de mí enía el pelo blanco y los brazos delgados como palillos.

– ¡Eh! -le dije-, ¿vas a poder?

– Ya no tengo fuerza, pero tengo técnica. Seguro que voy a darte una sorpresa, CHICO.

– Ojalá.

– ¿¿VALE?? -bramó el mamón.

Agarré el cacharro. Debía de pesar unos trescientos kilos y tenía aristas afiladas y cortantes. Creí que iba a morirme cuando tuve todo aquel peso en los brazos, miré a lo alto de la colina y entrecerré los ojos. Había algunas casas colgadas a medio camino, con árboles y jardines sombreados, y el sendero serpenteaba sobre la hierba quemada por el sol. Empezamos a caminar y el tipo que iba delante escupió en el suelo antes de subir la cuesta.

– Que nadie haga tonterías -dijo-, si uno afloja, podemos rompernos una pierna.

Entedí por qué los tipos llevaban aquellos zapatones. El asunto podía dar para una buena publicidad. El Escritor De Los Pies Destrozados.

Creo que no había hecho nada tan duro en toda mi vida, realmente estaba en el límite de mis fuerzas. Cuando llegamos a la altura de las casas, el camino giró y nadie podía vernos desde abajo.

– ¡Venga, cono, vamos a soltarla! -dijo el tipo que iba delante.

Dejamos aquella mierda al borde del camino y yo me estiré gesticulando, el sudor me caía entre los ojos y me era imposible desplegar los dedos. Si el tiempo de trabajo hubiera sido proporcional al esfuerzo, creo que mi jornada habría terminado allí, en medio de aquella cuesta, habría bajado tranquilamente y me habría embolsado mi paga sin el menor rubor, «nadie podrá decir que es dinero robado», le habría dicho al mamón; y habría vuelto a mi casa.

En cambio, la jornada acababa de empezar y yo ya estaba muerto, tenía los antebrazos rasguñados y quemados por el sudor, y la angustia de romperme una pierna con toda esta historia me ponía un nudo en el estómago. Por encima de la pared de un jardín podía verse a un tipo sentado al borde de una piscina y con una copa en la mano, y a una rubia que tomaba el sol sobre una toalla amarilla. Aquella visión no me devolvió las fuerzas, pero volvimos a coger la viga y recorrimos los últimos doscientos metros resoplando como los parias de la tierra, sudando y tropezando y con lo músculos convertidos en espirales. Nos cruzamos con los otro equipos que bajaban riendo, y aquellos imbéciles casi corrían Siempre me ha costado mucho entender a los demás y me pregunto cómo se puede marchar hacia el infierno cantando.

Cuando llegamos arriba, dejamos el cacharro y el tipo que iba en cabeza me guiño el ojo mientras decía «¡y va la primera!» Si no hubiera yo estado al borde del síncope, habría seguido, claro que sí, pobre idiota, «¡y va la primera!», cien viajes más y la cosa habrá terminado, estás a dos pasos de la jubilación y vas a encontrarte en un magnífico estado si vas por ahí vendiendo tus últimas fuerzas al primer majara que se te presenta. Yo me hubiera sentado, pero ocurría que mis queridos compañeros ya iban lanzados cuesta abajo. Busqué con la mirada al individuo que debía de estar controlándonos con un látigo, al mamón que iba a prohibirnos un momento de descanso, pero no había nadie en los alrededores y los otros parecía que tuvieran un petardo en el culo. Lo que me desazona es que son seres humanos como yo: de verdad que no entendía nada.

Caminé al lado del viejo que tenía los brazos delgados y me pareció que tenía aspecto de haberlo encajado muy bien.

– Oye -le dije-, tengo treinta y cuatro años, tengo edad para estar en forma, pero acepto los consejos.

Se detuvo y removió la cabeza sonriendo:

– Lo que hace falta -dijo- es que sostengas el menor peso posible con los riñones y el mayor con los brazos. Trata de no destrozarte los riñones, chico, utiliza los brazos tanto como puedas.

Durante el segundo viaje hice lo que me había dicho, utilicé los brazos, y también durante el tercero. Mis venas se hinchaban y mis músculos estaban tensos como estacas de madera. Cada vez nos parábamos a medio camino y yo iba a echarle un vistazo a la rubia sin ninguna razón precisa, miraba el agua de la piscina, los pequeños reflejos plateados y la sombra de los árboles y me decía ¿qué te pasa?, ¿qué te hace creer que es más duro para ti que para los demás?

Sin embargo, mi impresión era ésa, yo era el único que no tenía ganas de bromear. Y la cara del otro mamón en cada viaje, con su termo bajo el culo, y berreando porque la cosa no iba suficientemente de prisa. Quizás aquello era lo que me parecía más duro, lo que me ponía como una moto. Tengo especialidad en enconarme con trabajos delirantes.

A mediodía, el mamón nos repartió bocadillos y cervezas tibias, tomé tres botellas. Todo el mundo parecía feliz. Encontré un rincón con sombra y me derrumbé sobre la hierba. Antes de dormirme, le eché una ojeada al montón de vigas; prácticamente no había disminuido y el camino de la colina era como una serpiente apuñalada por un calor histérico. Que duermas bien, pequeñín.

Volvimos al curro a primera hora de la tarde. Los tipos bromeaban menos pero conservaban un buen ritmo, y poco a poco me fui acostumbrando al dolor. Tenía la mente embotada, subía con la espalda doblada en dos, y ya empezaba a saber dónde estaban todas las mierdas un poco peligrosas, los agujeros y las piedras que sobresalían, los cardos y las zarzas. Mis pies estaban negros de polvo pero seguían vivos. Yo seguía vivo. Era el escritor que más cerca estaba de la muerte, pero estaba vivo.

Avanzaba con los ojos clavados en el suelo. En un momento de vacío, quebrado por el sol, me dediqué a mirar al viejo, delante de mí, y traté de estudiar su técnica. Me costó al menos un minuto descubrir cómo se lo montaba aquel condenado.

– ¡¡ME CAGO EN LA PUTA, VAS BIEN, ¿EH?!! ¡¿¿NO TE ESTÁS PASANDO DEMASIADO??!

– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

– ¡¡QUE VOY A SOLTARLO TODO COMO SIGAS HACIÉNDOTE EL LISTILLO!!

No contestó nada pero sentí que mis brazos sostenían menos peso y me pareció que la cosa iba mucho mejor así. Recuperé la confianza en mi juventud, lo que me llenó los ojos de lágrimas, pero cuando me duele todo tengo las lágrimas fáciles; no me preocupa, ya he visto suficientes lágrimas en mi vida.

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