«Contigo, Caravaggio, puedo hablar, porque tengo la sensación de que los dos somos mortales. La chica, el muchacho, pese a lo que han pasado, no son aún mortales. Cuando conocí a Hana, estaba muy afligida.»
«A su padre lo mataron en Francia.»
«Comprendo. No quería hablar de ello. Se mostraba distante con todo el mundo. La única forma como conseguí comunicar con ella fue pidiéndole que me leyera… ¿Te das cuenta de que ninguno de nosotros tiene hijos?»
Hizo una pausa, como examinando una posibilidad.
«¿Tienes esposa?», preguntó Almásy.
Caravaggio estaba sentado a la rosada luz, con la manos en la cara para borrarlo todo y poder pensar con precisión, como si se tratara de otro de los dones de la juventud del que ya no disfrutaba tan fácilmente.
«Tienes que hablarme, Caravaggio. ¿O es que soy sólo un libro, algo que leer, un ser al que tentar para que salga de un lago y atracarlo a base de morfina, a base de pasillos, mentiras, vegetación, montículos de piedras?»
«A los ladrones nos han utilizado mucho durante esta guerra. Nos legitimaron. Robábamos. Después algunos de nosotros empezamos a asesorar. Sabíamos por naturaleza desentrañar el disimulo y el engaño mejor que los servicios oficiales de inteligencia. Engañábame por partida doble. De la dirección de campañas entera se encargaba una combinación de estafadores e intelectuales. Estuve por todo el Oriente Medio, allí fue donde oí hablar de ti por primera vez. Tú eras un misterio, un vacío en sus mapas. Habías puesto tus conocimientos sobre el desierto en manos de los alemanes.»
«En 1939, cuando me rodearon creyendo que era un espía, sucedieron muchas cosas en El Taj.»
«O sea, que fue entonces cuando te pasaste a los alemanes.»
Silencio.
«¿Y seguiste sin poder volver a la Gruta de los Nadadores y a Uweinat?»
«No pude hasta que me ofrecí voluntario para guiar a Eppler por el desierto.»
«Tengo que decirte una cosa, relacionada con tu expedición en 1942 para guiar a aquel espía hasta El Cairo…»
«Operación Salaam.»
«Sí. Cuando trabajabas para Rommel.»
«Un hombre brillante… ¿Qué ibas a decirme?»
«Iba a decir que cruzar el desierto, como lo hiciste, con Eppler evitando a las tropas de los Aliados… fue una auténtica heroicidad. Del oasis de Gialo hasta El Cairo. Sólo tú podías haber introducido al hombre de Rommel en El Cairo con su ejemplar de Rebecca.»
«¿Cómo te enteraste de eso?»
«Lo que quiero decir es que no descubrieron sólo a Eppler en El Cairo. Estaban enterados de todo lo relativo al viaje. Hacía mucho que se había descifrado un código de claves alemanas, pero no podíamos permitir que Rommel se enterara, porque en ese caso habrían descubierto a nuestros informadores, conque hubimos de esperar hasta que Eppler llegara a El Cairo para capturarlo.
»Te vigilamos durante todo el trayecto, por todo el desierto, y, como los del Servicio de Inteligencia tenían tu nombre y sabían que tú participabas, estaban aún más interesados. Querían atraparte también a ti. Había orden de matarte… Por si no me crees, te diré que saliste de Gialo y tardaste veinte días. Seguiste la ruta de los pozos enterrados. No podías acercarte a Uweinat por la presencia de las tropas de los Aliados y eludiste Abu Bailas. Hubo momentos en que Eppler contrajo la fiebre del desierto y tuviste que cuidarlo, atenderlo, aunque, según dices, no lo apreciabas…
»Los aviones te "perdieron", supuestamente, pero se te seguía el rastro muy concienzudamente. No erais vosotros los espías, sino nosotros. Los del Servicio de Inteligencia pensaban que tú habías matado a Geoffrey Clifton por la mujer. Habían encontrado su tumba en 1939, pero no había rastro de su esposa. Tú habías pasado a ser el enemigo, no cuando te pusiste de parte de Alemania, sino cuando comenzó tu historia de amor con Katharine Clifton.»
«Comprendo.»
«Después de que abandonaras El Cairo en 1942, te perdimos. Tenían que atraparte y matarte en el desierto, pero te perdieron: al tercer día. Debiste de enloquecer, no debías de actuar racionalmente; de lo contrario, te habríamos encontrado. Habíamos minado el jeep escondido. Más adelante lo encontramos destrozado por la explosión, pero ni rastro de ti. Te habías esfumado. Aquél debió de ser tu gran viaje, cuando debiste de enloquecer, no el otro, con destino a El Cairo.»
«¿Estabas tú en El Cairo siguiéndome la pista con ellos?»
«No, pero vi los archivos. Salía para Italia y pensaron que podías estar allí.»
«Aquí.»
«Sí.»
El romboide de luz se desplazó pared arriba y dejó Caravaggio en la sombra, con el cabello obscuro otra vez. Se echó hacia atrás y apoyó el hombro en el follaje.
«Supongo que no importa», murmuró Almásy.
«¿Quieres morfina?»
«No. Estoy intentando entender. Siempre he sido muy celoso de mi intimidad. Me resulta difícil creer que se hablara tanto de mí.»
«Estabas viviendo una historia de amor con una persona conectada con el Servicio de Inteligencia. Había personas de ese Servicio que te conocían personalmente.»
«Probablemente Bagnold.»
«Sí.»
«Un inglés muy inglés.»
«Sí.»
Caravaggio hizo una pausa.
«Tengo que hablar contigo de una última cosa.»
«Ya lo sé.»
«¿Qué fue de Katharine Clifton? ¿Qué ocurrió justo antes de la guerra para que todos volvierais al Gilf Kebir, después de que Madox se marchara a Inglaterra?»
Yo tenía que hacer un viaje más al Gilf Kebir, para recoger lo que quedaba del campamento en Uweinat. Nuestra vida allí se había acabado. Pensaba que nada más sucedería entre nosotros. Hacía más de un año que no me había reunido con ella como amante. En alguna parte se estaba gestando una guerra, como una mano que entra por la ventana de un ático. Y ella y yo nos habíamos retirado ya tras los muros de nuestros hábitos anteriores, a la aparente inocencia de la falta de relación. Ya no nos veíamos con demasiada frecuencia.
Durante el verano de 1939 había de acompañar por tierra a Gough hasta el Gilf Kebir y recoger el campamento y Gough regresaría en camión. Clifton iba a ir a recogerme en el avión. Después nos dispersaríamos, desharíamos el triángulo que se había formado entre nosotros.
Cuando oí y vi el avión, ya estaba yo bajando por las rocas de la meseta. Clifton siempre llegaba puntual.
Un pequeño avión de carga tiene una forma muy peculiar de aterrizar deslizándose desde la línea del horizonte. Ladea las alas en la luz del desierto y después cesa el sonido y flota hasta tocar tierra. Nunca he entendido del todo cómo funcionan los aviones. Los he visto acercárseme en el desierto y siempre he salido de mi tienda con miedo. Cruzan la luz inclinados hacia abajo y después entran en ese silencio.
El Moth pasó casi rozando la meseta. Yo agitaba la lona azul. Clifton perdió altura y pasó rugiendo por encima de mí, tan bajo, que a los arbustos de acacia se les cayeron las hojas. El avión viró hacia la izquierda, describió un círculo y, tras volver a localizarme, enderezó el rumbo y se dirigió recto hacia mí. A cincuenta metros de mí, se inclinó de repente y se estrelló y yo eché a correr hacia él.
Pensaba que iba solo. Había de ir solo. Pero, cuando llegué hasta allí para sacarlo, estaba ella a su lado. Estaba muerto. Ella estaba intentando mover la parte inferior de su cuerpo, al tiempo que miraba hacia adelante. Por la ventana de la carlinga había entrado arena que le cubría el regazo. No parecía tener ni un rasguño. Había adelantado la mano izquierda para amortiguar el desplome del avión. La saqué del avión que Clifton había bautizado Rupert y la llevé hasta las grutas en la roca, hasta la Gruta de los Nadadores, la de las pinturas. En la latitud 23° 30' y la longitud 25° 15' del mapa. Aquella noche enterré a Geoffrey Clifton.