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»Los aceptados iban agrupándose en el patio, con los resultados cifrados escritos en la piel con tiza amarilla. Luego, en la formación, después de una breve entrevista, un oficial indio escribía más inscripciones amarillas en la pizarrita que llevábamos atada al cuello: nuestro peso, edad, distrito, nivel de estudios, estado de la dentadura y la unidad para la que éramos más idóneos.

»No me sentí ofendido. Estoy seguro de que mi hermano sí que se habría ofendido, se habría acercado furioso al pozo, habría subido el cubo y se habría lavado las marcas de tiza. Yo no era como él, aunque lo quería, lo admiraba. Yo tenía la facultad de ver una razón de ser en todas las cosas. Era el que adoptaba una actitud seria y formal en la escuela, que él remedaba y de la que se burlaba. Claro, que yo era mucho menos serio que él; sólo, que detestaba la confrontación. Lo que no me impedía hacer lo que me apetecía o salirme con la mía. Muy pronto había descubierto un espacio del que disfrutábamos sólo los que llevábamos una vida reservada. No discutía con el policía que me impedía circular en bicicleta por determinado puente o entrar por determinada puerta del fuerte, me limitaba a quedarme ahí, inmóvil hasta que me volvía invisible y entonces entraba: como un grillo, como una taza de agua escondida. ¿Entiendes? Eso fue lo que me enseñaron las batallas públicas de mi hermano.

»Pero, para mí, mi hermano fue siempre el héroe de mi familia. Yo iba a remolque de él, de su fama de agitador. Presenciaba el agotamiento que le sobrevenía después de cada protesta, cuando todo su cuerpo se tensaba para responder a tal o cual insulto o ley. Rompió la tradición de nuestra familia y, pese a ser el hermano mayor, se negó a entrar en el ejército. Se negaba a aceptar situación alguna en la que los ingleses tuvieran poder, conque lo metieron en sus prisiones: primero en la cárcel central de Lahore; después, en la de Jatnagar. De noche yacía en el catre con el brazo enyesado en alto, el que le habían roto sus amigos para protegerlo, para impedir que intentara escapar. En la cárcel se volvió más sereno y astuto, más parecido a mí. No se sintió ofendido cuando se enteró de que yo me había alistado para substituirlo y no iba a estudiar Medicina, se echó a reír simplemente y me envió por mediación de mi padre el mensaje de que tuviera cuidado. Nunca combatiría contra mí ni contra lo que yo hiciese. Estaba seguro de que yo tenía un don para la supervivencia, de que era sigiloso y sabía ocultarme.»

Estaba sentado en el mostrador de la cocina hablando con Hana. Caravaggio la cruzó camino del exterior, cargado con cuerdas pesadas que, como decía cuando alguien le preguntaba por ellas, eran asunto suyo. Las llevaba arrastrando y, al cruzar la puerta, dijo: «El paciente inglés quiere verte, chaval.»

«Vale, chaval.»

El zapador se levantó de un brinco del mostrador.

«Mi padre tenía un pájaro -un pequeño vencejo, creo- que conservaba a su lado, tan esencial para su bienestar como un par de gafas o un vaso de agua durante la comida. Lo llevaba consigo por toda la casa, hasta cuando entraba a su alcoba. Cuando se iba al trabajo, llevaba colgada la jaulita en el manillar de la bicicleta.»

«¿Vive aún tu padre?»

«Oh, sí. Creo que sí. Hace tiempo que no recibo carta. Y es probable que mi hermano siga en la cárcel.»

Seguía recordando una cosa. Se encontraba en el caballo blanco. Sentía calor en la colina de creta y el blanco polvo se arremolinaba en torno a él. Estaba trabajando con el artefacto, que era bastante sencillo, pero por primera vez lo hacía solo. Miss Morden se encontraba a veinte metros de distancia de él, en un punto más alto de la pendiente y tomaba notas sobre lo que él hacía. Sabía que abajo, al otro lado del valle, lord Suffolk lo observaba con los prismáticos.

Trabajaba despacio. El polvo de creta que se levantaba se posaba en todas partes, en sus manos, en el artefacto, por lo que tenía que soplar continuamente las cápsulas de la espoleta y los cables para poder ver los detalles. La guerrera le daba calor. Ño cesaba de llevarse las sudorosas muñecas a la espalda para secárselas. Tenía llenos los diferentes bolsillos del pecho con las piezas sueltas y las que había desmontado. Estaba cansado y comprobaba cada cosa una y otra vez. Oyó la voz de Miss Morden.

«¿Kip?» «Sí.» «Interrumpa por un rato lo que está haciendo, que bajo.» «Más valdría que no lo hiciera, Miss Morden.» «Ya lo creo que sí.»

Se abrochó los botones de los diferentes bolsillos del chaleco y cubrió la bomba con una tela; ella bajó torpemente hasta el caballo blanco y después se sentó junto a él y abrió su mochila. Humedeció un pañuelo de encaje con el contenido de un frasquito de agua de colonia y se lo pasó. «Enjugúese la cara con esto. Lord Suffolk lo usa para refrescarse.» Tras una vacilación, él lo cogió y se frotó la frente, el cuello y las muñecas, como le había indicado. Ella desenroscó la tapa del termo y sirvió té para los dos. Abrió el paquete de papel encerado y sacó unos bizcochos.

Miss Morden no parecía tener prisa por volver a lo alto de la pendiente y recuperar la seguridad y habría resultado grosero recordarle que debía hacerlo. Se puso a comentar, como si tal cosa, el espantoso calor y menos mal que habían reservado habitaciones con baño en la ciudad, lo que era un consuelo por anticipado para todos. Se puso a contar con todo lujo de divagaciones una historia sobre cómo había conocido a lord Suffolk. Ni una palabra sobre la bomba que tenían junto a ellos. El ritmo de trabajo de Kip había aminorado, como cuando medio dormidos releemos una y otra vez el mismo párrafo para intentar encontrar la conexión entre las oraciones. Miss Morden lo había sacado del vórtice del problema. Guardó cuidadosamente todas las cosas en su mochila y, tras poner una mano en el hombro derecho de Kip, volvió a su posición sobre la manta más arriba del caballo de Westbury. Le prestó unas gafas de sol, pero no veía con suficiente claridad con ellas, por lo que las dejó a un lado. Después reanudó el trabajo. El aroma de agua de colonia. Recordó que lo había olido una vez de niño. Tenía fiebre y alguien le había frotado el cuerpo con colonia.

VIII. EL BOSQUE SAGRADO

Kip salió del campo en el que había estado cavando con la mano izquierda levantada delante de él, como si se la hubiera torcido.

Pasó por delante del espantapájaros del huerto de Hana, el crucifijo con sus latas de sardinas colgadas, y subió hacia la villa. Juntó la otra mano a la que mantenía delante de sí, como para proteger la llama de una vela. Hana se reunió con él en la terraza y él le cogió la mano y la mantuvo dentro de la suya. La mariquita que giraba en torno a la uña de su meñique pasó corriendo a la muñeca de ella.

Hana volvió a la casa. Ahora era ella la que llevaba la mano levantada delante de sí. Pasó por la cocina y subió la escalera.

El paciente se volvió hacia ella, cuando entró. Tocó el pie dé él con la mano en la que llevaba la mariquita y la dejó moviéndose por la piel negra. La mariquita eludió el mar de la blanca sábana e inició la larga caminata por el resto de su cuerpo: una manchita de un rojo vivo sobre una carne que parecía volcánica.

En la biblioteca, la caja de la espoleta salió despedida por el aire, cuando Caravaggio, al oír el grito de alegría de Hana en el pasillo, se volvió y le dio un codazo. Antes de que llegara al suelo, el cuerpo de Kip se deslizó por debajo y la atrapó en la mano.

Caravaggio bajó la vista y vio al joven soltar rápidamente todo el aire que había contenido en la boca.

De repente pensó que le debía la vida.

Kip perdió la timidez ante aquel hombre mayor que él y se echó a reír, mientras sostenía en alto la caja de cables.

Caravaggio no iba a olvidarlo nunca. Podía marcharse, no volver a verlo y nunca lo olvidaría. Años después, en una calle de Toronto, Caravaggio se apearía de un taxi y sujetaría la puerta abierta a un indio que estaba a punto de montar y entonces recordaría a Kip.

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