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Unos meses después, un día en que habíamos salido en grupo, estaba bailando conmigo un vals en El Cairo. Aunque ligeramente bebida, la expresión de su cara era impenetrable. Incluso ahora creo que nunca se mostró su rostro más revelador que en aquella ocasión, en que los dos estábamos medio bebidos y no éramos amantes.

Durante todos estos años he estado intentando descubrir qué quería transmitirme con aquella mirada. Parecía desprecio. Ésa fue mi impresión. Ahora creo que estaba estudiándome. Era una persona inocente y algo en mí le extrañaba. Yo estaba comportándome como suelo hacerlo en los bares, pero aquella vez no con la compañía idónea. Soy de los que no mezclan los códigos de comportamiento. Me había olvidado de que ella era más joven que yo.

Estaba estudiándome, pura y simplemente. Y yo la observaba para descubrir un falso movimiento en su mirada como de estatua, algo que la traicionara.

Dame un mapa y te construiré una ciudad. Dame un lápiz y te dibujaré una habitación en El Cairo meridional, con mapas del desierto en la pared. El desierto estaba siempre entre nosotros. Al despertar, podía alzar los ojos y ver el mapa de los antiguos asentamientos a lo largo de la costa mediterránea -Gazala, Tobruk, Mersa Matruth- y al sur los wadis pintados a mano, rodeados por los matices de amarillo que invadíamos, en los que intentábamos perdernos. «Mi tarea consiste en describir brevemente las diversas expediciones que han abordado el GilfKebir. Después el doctor Bermann nos trasladará al desierto, tal como era hace miles de años.»

Así hablaba Madox a otros geógrafos en Kensigton Gore. Pero en las actas de la Sociedad Geográfica no se menciona el adulterio. Nuestro cuarto nunca apareció en los detallados informes en que se describía cada montículo y cada incidente de la historia.

En la calle de El Cairo en que se vendían los loros importados, aves exóticas y casi dotadas de la palabra amonestaban a los transeúntes. Gritaban y silbaban en filas, como una avenida emplumada. Yo sabía qué tribu había recorrido determinada ruta de la seda o de los camellos y las había traído en sus pequeños palanquines por los desiertos. Viajes de cuarenta jornadas, después de que las hubieran capturado los esclavos o las hubiesen recogido, como si fueran flores, en jardines ecuatoriales y después las hubiesen metido en jaulas de bambú para que entraran en el río del comercio. Parecían novias en un cortejo medieval.

Nos paseábamos entre ellos. Estaba enseñándole una ciudad que ella no conocía.

Me tocó la muñeca con la mano.

«Si te ofreciera mi vida, la rechazarías, ¿verdad?»

No dije nada.

V. KATHARINE

La primera vez que soñó con él, despertó chillando junto a su marido.

Se quedó ahí, en su alcoba, boquiabierta y mirando fijamente la sábana. Su marido le puso la mano en la espalda.

«Una pesadilla. No te preocupes.»

«Sí.»

«¿Te traigo un vaso de agua?»

«Sí.»

No quería moverse. No quería volver a tumbarse en esa parte de la cama que habían ocupado.

El sueño había ocurrido en aquella habitación: la mano de él en su cuello (ahora ella la tocaba), la ira que había sentido en él las primeras veces que se habían visto. No, ira no, falta de interés, irritación porque hubiera entre ellos una mujer casada. Estaban doblados como animales y él le había tirado del cuello hacia atrás y no le dejaba respirar en plena excitación.

Su marido le trajo el vaso sobre un platillo, pero ella no pudo levantar las brazos: los tenía débiles y temblorosos. Él le llevó torpemente el vaso hasta la boca para que pudiera tragar el agua clorada, parte de la cual le corrió por la barbilla y le cayó en el estómago. Cuando volvió a tumbarse, apenas tuvo tiempo de pensar en lo que había presenciado, se quedó al instante profundamente dormida.

Esa había sido la primera señal. El día siguiente, lo recordó en algún momento, pero, como estaba ajetreada, se negó a demorarse largo rato preguntándose por su significado y lo desechó; era una colisión accidental en una noche muy concurrida, nada más.

Un año después, aparecieron los otros sueños, más peligrosos, plácidos y, durante el primero de ellos recordó incluso las manos en su cuello y esperó a que la calma entre ellas se mudara en violencia.

¿Quién arrojaba aquellas migas tentadoras? Respecto de un hombre que nunca le había interesado. Un sueño y más adelante otra serie de sueños.

Posteriormente, él explicó que se trataba de la proximidad: la proximidad en el desierto. Es lo que ocurre aquí, dijo. Le gustaba esa palabra: la proximidad del agua, la proximidad de dos o tres cuerpos en un coche recorriendo el Mar de Arena durante seis horas. La rodilla sudada de ella junto a la caja de cambios del camión, su rodilla apartándose, alzándose con los baches. En el desierto tienes tiempo para mirar a todas partes, para teorizar sobre la coreografía de todas las cosas que te rodean.

Cuando hablaba así, ella lo odiaba: su mirada seguía siendo cortés, pero sentía deseos de abofetearlo. Siempre deseaba abofetearlo y comprendió que hasta eso tenía carácter sexual. Para él, todas las relaciones respondían a categorías. La proximidad o la distancia te marcaba. De igual modo que las historias de Herodoto ilustraban, para él, todas las sociedades. Se imaginaba que era experto en los usos del mundo que esencialmente había abandonado años atrás para esforzarse desde entonces por explorar un mundo, a medias inventado, del desierto.

En el aeródromo de El Cairo cargaron el equipo en los vehículos, mientras su marido se quedaba a comprobar el circuito del carburante del Moth antes de que los tres hombres partieran, la mañana siguiente. Madox fue a una de las embajadas a enviar un cable. Y él iba a ir a la ciudad a emborracharse, la habitual velada de despedida en El Cairo: iría al Casino Opera de Madame Badin y después desaparecería en las calles situadas detrás del hotel Pasha. Antes de iniciar la velada haría el equipaje, lo que le permitiría subir al camión la mañana siguiente, aun con la resaca.

Conque la llevó en coche a la ciudad. El aire estaba húmedo y el tráfico, a esa hora, denso y lento.

«Hace tanto calor que necesito una cerveza. ¿Quieres una también?»

«No, he de hacer muchos recados en las dos próximas horas. Tendrás que disculparme.»

«No te preocupes», dijo ella. «No quiero entretenerte.»

«Cuando vuelva, me tomaré una cerveza contigo.»

«Dentro de tres semanas, ¿verdad?»

«Más o menos.»

«Me gustaría acompañaros.»

Él no respondió nada a eso. Cruzaron el puente Bulaq y el tráfico empeoró: demasiados carros, demasiados peatones, dueños de las calles. Tomó un atajo bordeando el Nilo hacia la zona meridional, donde se encontraba, justo después del cuartel, el hotel Semíramis, en el que se alojaba ella.

«Esta vez vas a encontrar Zerzura, ¿verdad?»

«Esta vez la voy a encontrar.»

Se estaba comportando como en las primeras ocasiones en que se habían visto. Apenas la miraba mientras conducía, ni siquiera cuando el tráfico los obligaba a permanecer parados más de cinco minutos.

En el hotel estuvo excesivamente educado. Cuando se comportaba así, a ella le gustaba aún menos; todos tenían que aparentar que se trataba de cortesía, elegancia. Le recordaba a un perro vestido. Que se fuera a paseo. Si su marido no hubiese tenido que trabajar con él, habría preferido no volver a verlo.

Sacó la maleta de ella del maletero y ya se disponía a llevarla hasta el vestíbulo.

«Dame, ya puedo llevarla yo.» Cuando bajó del asiento del pasajero, ella tenía la camisa empapada.

El portero se ofreció a llevar la maleta, pero él dijo: «No, quiere llevarla ella.» Ella volvió a sentirse irritada por su presunción. El portero se separó de ellos. Ella se volvió hacia él, quien le pasó la bolsa, y se quedó mirándolo, al tiempo que con las dos manos alzaba torpemente su pesada maleta.

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