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Hubo un tiempo en que los cartógrafos bautizaban los lugares por los que viajaban con los nombres de sus amantes y no con los suyos: una mujer de una caravana del desierto a la que había visto bañarse, mientras ocultaba su desnudez con muselina sujeta ante sí por una de sus manos, la mujer de un anciano poeta árabe, cuyos hombros de blanca paloma lo incitaron a bautizar un oasis con su nombre. El odre vertió el agua sobre la mujer, que se envolvió en la tela, y el anciano escriba apartó la vista de ella para ponerse a describir Zerzura.

Así, en el desierto un hombre puede deslizarse en un nombre como en un pozo que haya descubierto y en el frescor de su sombra sentir la tentación de no abandonar nunca semejante recinto. Yo sentí el profundo deseo de permanecer allí, entre aquellas acacias. No estaba paseando por un lugar por el que nadie se hubiera paseado antes, sino por un lugar en el que había habido poblaciones repentinas y breves a lo largo de los siglos: un ejército del siglo XIV, una caravana tebu, los jinetes senussi de 1915. Y entre esos períodos… nada había. Cuando no llovía, las acacias se marchitaban, los wadis se secaban… hasta que, cincuenta o cien años después, reaparecía el agua de repente. Apariciones y desapariciones esporádicas, como las leyendas y los rumores a lo largo de la Historia.

En el desierto las aguas más amadas, como el nombre de una amante, cobran color azul en las manos que las recogen, entran en la garganta. Tragas ausencia. Una mujer en El Cairo alza la sinuosa blancura de su cuerpo y se asoma a la ventana para que su desnudez reciba la lluvia de una tormenta.

Hana se inclinó hacia adelante, al sentir su desvarío, y lo contempló sin decir palabra. ¿Quién era esa mujer?

Los confines de la Tierra nunca son los puntos en un mapa que los colonizadores hacen retroceder para ampliar su esfera de influencia. Por una parte, sirvientes y esclavos, el flujo y el reflujo del poder y la correspondencia con la Sociedad Geográfica. Por otra, el primer paso de un blanco en la otra orilla de un gran río, la primera visión -por los ojos de un blanco- de una montaña que ha estado ahí desde siempre.

Cuando somos jóvenes, no nos miramos en los espejos. Lo hacemos cuando somos viejos y nos preocupa nuestro nombre, nuestra leyenda, lo que nuestras vidas significarán en el futuro. Nos envanecemos con nuestro nombre, con nuestro derecho a afirmar que nuestros ojos fueron los primeros en ver determinado panorama, que nuestro ejército fue el más fuerte, nuestro astuto comerciar el más provechoso. Al envejecer es cuando Narciso desea una imagen esculpida de sí mismo.

Pero nos interesaba saber en qué sentido podían significar nuestras vidas algo para el pasado. Éramos jóvenes. Sabíamos que el poder y las grandes finanzas eran cosas pasajeras. Herodoto era el libro de cabecera de todos nosotros. «Pues las ciudades que fueron grandes en épocas pasadas han de haber perdido su importancia ahora y las que eran grandes en mi época eran pequeñas en la anterior. (…) La buena fortuna del hombre nunca permanece en el mismo lugar.»

En 1936 un joven llamado Geoffrey Clifton se encontró en Oxford con un amigo que le habló de lo que estábamos haciendo. Se puso en contacto conmigo, se casó el día siguiente y dos semanas después se trasladó en avión a El Cairo con su esposa.

Aquella pareja entró en nuestro mundo, el formado por nosotros cuatro: Príncipe Kemal el Din, Bell, Almásy y Madox. El nombre que aún no nos quitábamos de la boca era Gilf Kebir. En algún punto del Gilf se encontraba Zerzura, cuyo nombre aparece en escritos árabes en época tan temprana como el siglo XIII. Cuando se viaja hasta tan lejos en el tiempo, se necesita un avión y el joven Clifton, que era rico, tenía un avión y sabía pilotarlo.

Clifton se reunió con nosotros en El Jof, al norte de Uweinat. Estaba sentado en su avión de dos plazas y nos dirigimos hacia él desde el campamento. Se puso en pie en la carlinga y se sirvió un trago de su frasco. Su esposa estaba sentada a su lado.

«Bautizo este lugar con el nombre de Club de Campo Messaha», anunció.

Vi una afable incertidumbre en la cara de su esposa, que, cuando se quitó el casco de cuero, reveló una melena de leona.

Eran jóvenes, podrían haber sido nuestros hijos. Saltaron del avión y nos dimos la mano.

Era 1936, el comienzo de nuestra historia…

Saltaron desde el ala del Moth. Clifton se dirigió hacia nosotros con el frasco de licor en la mano y todos probamos el alcohol caliente. Le encantaban las ceremonias. Había bautizado su avión con el nombre de Rupert Bear. No creo que le gustara el desierto, pero sentía hacia él un afecto inspirado por la admiración hacia nuestro austero orden, en el que quería encajar: como un alegre universitario que respeta el silencio de una biblioteca. No esperábamos que trajera a su esposa, pero nos mostramos -supongo- corteses al respecto. Ahí la teníamos recogiendo arena en su melena.

¿Qué éramos para aquella joven pareja? Algunos de nosotros habíamos escrito libros sobre la formación de las dunas, la desaparición y reaparición de los oasis, la cultura perdida de los desiertos. Parecía que sólo nos interesaban cosas que no podían comprarse ni venderse, carentes de interés para el mundo exterior. Debatíamos sobre latitudes o sobre un acontecimiento sucedido setecientos años atrás. Los teoremas de la exploración: como el de que Abd el Malik Ibrahim el Zaya, quien vivía en el oasis de Zuck dedicado al pastoreo de camellos, había sido el primer hombre de aquellas tribus que había entendido el concepto de fotografía.

La luna de miel de los Clifton tocaba a su fin. Yo me separé de ellos y de los demás, fui a ver a un hombre de Kufra y pasé días con él poniendo a prueba teorías que no había expuesto a los demás miembros de la expedición. Regresé al campamento de El Jof tres noches después.

El fuego del desierto estaba entre nosotros: los Clifton, Madox, Bell y yo. Si uno de nosotros se echaba hacia atrás unos centímetros, desaparecía en las tinieblas. Katharine Clifton se puso a recitar y mi cabeza abandonó la aureola que rodeaba el fuego de ramitas en el campamento.

Su rostro tenía reminiscencias clásicas. Sus padres eran famosos, al parecer, en el mundo de la historia del derecho. Yo soy una persona que no disfrutó con la poesía hasta que oyó a una mujer recitárnosla. Y en aquel desierto ella revivió su época universitaria ante nosotros para describir las estrellas, del mismo modo que Adán se las enseñó con ternura a una mujer valiéndose de metáforas elegantes.

Esos astros, aun invisibles en lo profundo de la noche,
No brillan, pues, en vano; no pienses que, aunque hombres
No hubiera, carecería de espectadores el Cielo y de
Alabanzas; millones de criaturas espirituales recorren la
Tierra invisibles, cuando en vela estamos y cuando
Dormimos; todas ellas sin cesar de alabarlo día y noche
Sus obras contemplan: cuántas veces desde la falda de
Una colina o un bosquecillo en que el eco resuena voces
Hemos oído celestiales en el aire de la medianoche,
Solas o respondiéndose, que cantaban a su Creador…

Aquella noche me enamoré de una voz. Sólo una voz. No quería oír nada más. Me levanté y me marché.

Aquella mujer era un sauce. ¿Qué aspecto tendría en invierno, a mi edad? La veo aún, siempre, con los ojos de Adán: sus torpes miembros al saltar de un avión, al agacharse entre nosotros para avivar el fuego, su codo alzado y apuntado hacia mí al beber de una cantimplora.

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