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Es como si la superficie descansara sobre conductos de vapor con miles de orificios que despidieran diminutos chorros de vapor. La arena salta con brinquitos y remolinos mínimos. La pertubación aumenta pulgada a pulgada a medida que arrecia el viento. Parece como si toda la superficie del desierto se alzase obedeciendo a cierta fuerza subterránea que la impulsara hacia arriba. Los guijarros te golpean en las espinillas, las rodillas, los muslos. Los granos de arena te suben por el cuerpo hasta azotarte la cara y seguir por encima de la cabeza. El cielo está cubierto, todos los objetos, menos los más cercanos, desaparecen de la vista, el universo está colmado.

Teníamos que continuar en movimiento. Si te paras, la arena se va acumulando, como en torno a todo lo que esté inmóvil, y te encierra. Te pierdes para siempre. Una tormenta de arena puede durar cinco horas. Hasta cuando, en años posteriores, viajábamos en camiones, teníamos que seguir avanzando sin ver nada. Los peores terrores sobrevenían de noche. En cierta ocasión, al norte de Kufra, nos asaltó una tormenta en la obscuridad, a las tres de la mañana. La tormenta arrancó las tiendas de sus amarras y rodamos con ellas, al tiempo que nos llenábamos de arena -como un barco, al hundirse, se llena de agua-, abrumados, sofocándonos, hasta que un camellero cortó las ataduras y nos liberó.

Pasamos por tres tormentas durante nueve días. No dimos con las aldeas del desierto en las que esperábamos obtener más provisiones. El caballo desapareció. Tres de los camellos murieron. Durante los dos últimos días carecimos de comida, sólo teníamos té. El último vínculo con cualquier otro mundo era el tintineo de la tetera ennegrecida por el fuego, la larga cuchara y el vaso que llegaban hasta nosotros en la obscuridad de las mañanas. Después de la tercera noche, dejamos de hablar. Lo único que importaba era el fuego y el mínimo líquido carmelita.

Por pura suerte nos topamos con El Taj, un pueblo del desierto. Me paseé por el zoco, por la avenida en la que resonaban los carillones de los relojes, hasta la calle de los barómetros, pasé por delante de los puestos de venta de cartuchos para fusil, los de salsa de tomate italiana y otros alimentos enlatados procedentes de Benghazi, percal de Egipto, adornos hechos con cola de avestruz, los dentistas callejeros, los vendedores de libros. Seguimos mudos y cada cual por su camino. Tardamos en reaccionar ante aquel nuevo mundo, como si hubiéramos estado a punto de ahogarnos. En la plaza central de El Taj nos sentamos a comer cordero, arroz y pasteles de badawi y bebimos leche con pulpa de almendra machacada. Todo ello después de la larga espera de los tres vasos de té ceremoniales, aromatizados con ámbar y menta.

En 1931, me uní a una caravana de beduinos y me dijeron que había otro de nuestro grupo en ella. Resultó ser Fenelon-Barnes. Fui a su tienda. Había salido a pasar el día fuera, una pequeña expedición para catalogar árboles fosilizados. Eché un vistazo a su tienda: el fajo de mapas, las fotos de su familia que siempre llevaba consigo, etcétera. Cuando me marchaba, vi un espejo colgado en lo alto de la pared de piel y en él reflejada la cama. Parecía haber un bultito, un perro tal vez, bajo las sábanas. Levanté la chilaba y debajo había una niñita árabe atada y dormida.

Hacia 1932, Bagnold había acabado y Madox y los demás andábamos por doquier: buscando el ejército perdido de Cambises, buscando Zerzura. 1932, 1933 y 1934. Sin vernos durante meses. Sólo los beduinos y nosotros cruzando y volviendo a cruzar la Ruta de los Cuarenta Días. Las tribus del desierto, los seres humanos más hermosos que he conocido en mi vida, formaban como ríos. Nosotros éramos alemanes, ingleses, húngaros, africanos, insignificantes todos para ellos. Gradualmente nos fuimos despegando de las naciones. Llegué a odiar las naciones. Los Estados-nación nos deforman. Madox murió por culpa de las naciones.

El desierto no podía reclamarse ni poseerse: era un trozo de tela arrastrado por los vientos, nunca sujeto por piedras y que mucho antes de que existiera Canterbury, mucho antes de que las batallas y los tratados redujesen Europa y el Este a un centón, había recibido cien nombres efímeros. Sus caravanas, extraños vagabundeos compuestos de fiestas y culturas, nada dejaban detrás, ni una pavesa. Todos nosotros, incluso los que teníamos hogares e hijos lejos, en Europa, deseábamos quitarnos la ropa de nuestros países. Era un lugar en el que reinaba la fe. Desaparecíamos en el paisaje. Fuego y arena. Abandonábamos los puertos de los oasis, los lugares a los que llegaba y tocaba el agua… Ain, Bir, Wadi, Foggara, Jottara, Shaduf. No quería que mi nombre sonase junto a nombres tan hermosos. ¡Borrar el apellido! ¡Borrar las naciones! Ésas fueron las enseñanzas que me aportó el desierto.

Aun así, algunos querían dejar su huella en él: en aquel lecho de río, en este montículo pedregoso; pequeñas vanidades en aquella parcela de terreno al noroeste del Sudán, al sur de la Cirenaica. Fenelon-Barnes quería que los árboles fosilizados que descubría llevaran su nombre. Quería incluso que una tribu llevase su nombre y pasó un año celebrando negociaciones para ello. Después Bauchan lo superó, al hacer que se bautizara con su nombre un tipo de arena. Pero yo quería borrar mi nombre y el lugar del que procedía. Cuando llegó la guerra, después de diez años en el desierto, me resultaba fácil cruzar las fronteras clandestinamente, no pertenecer a nadie, a ninguna nación.

1933 o 1934. He olvidado el año. Madox, Casparius, Bermann y yo, más dos conductores sudaneses y un cocinero. Entonces viajábamos ya en coches cubiertos Ford modelo A y en aquella ocasión utilizamos por primera vez grandes neumáticos hinchables llamados ruedas de aire. Eran mejores para la arena, pero estaba por ver si resistirían los campos pedregosos y las rocas astilladas.

Partimos de Jarga el 22 de marzo. Bermann y yo habíamos lanzado la hipótesis de que Zerzura estaba compuesta por tres wadis sobre los que había escrito Williamson en 1838.

Al sudoeste del Gilf Kebir había tres macizos graníticos aislados que se alzaban en la llanura: Gebel Arkanu, Gebel Uweinat y Gebel Kissu. Distaban veinte kilómetros unos de otros. En varias de las gargantas había agua potable, aunque la de los pozos de Gebel Archanu era amarga y se reservaba sólo para casos de emergencia. Williamson dijo que Zerzura estaba formada por tres wadis, pero nunca los localizó y su teoría acabó considerada una leyenda. Sin embargo, un sólo oasis de lluvia en aquellas colinas con forma de cráteres habría resuelto el enigma de cómo es que Cambises y su ejército pudieron emprender la travesía de semejante desierto y el de las incursiones de los senussi durante la Gran Guerra, cuando aquellos gigantescos jinetes negros cruzaban un desierto que, según se decía, carecía de agua y pasto. Era un mundo civilizado desde hacía siglos, con miles de sendas y caminos.

En Abu Bailas encontramos tinajas con la forma clásica de las ánforas griegas. Herodoto habla de esas jarras.

Bermann y yo hablamos con un misterioso anciano que se parecía a una serpiente en la fortaleza de El Jof: en el vestíbulo de piedra que en tiempos había sido la biblioteca del gran jeque senussi. Un viejo tebu, guía de caravanas de profesión, que hablaba árabe con acento. Más adelante Bermann dijo, citando a Herodoto: «Como los chillidos de los murciélagos.» Hablamos con él todo el día y toda la noche y no soltó prenda. El credo senussi, su doctrina primordial, seguía siendo el de no revelar los secretos del desierto a los extranjeros.

En Wadi el Melik vimos aves de una especie desconocida.

El 5 de mayo, escalé un risco de piedra y me acerqué a la meseta de Uweinat desde una nueva dirección. Llegué a un gran wadi lleno de acacias.

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