II. CASI UNA RUINA
El hombre de las manos vendadas llevaba más de cuatro meses en un hospital de Roma, cuando por casualidad oyó hablar del paciente quemado y la enfermera, oyó el nombre de ésta. Al llegar al portal, dio media vuelta y volvió hasta el grupo de médicos por delante del cual acababa de pasar para averiguar el paradero de aquella muchacha. Llevaba mucho tiempo allí recuperándose y lo tenían por asocial. Pero ahora les habló, les preguntó por la persona de ese nombre, cosa que les sorprendió. Hasta aquel momento no había pronunciado palabra, sino que se comunicaba por señas y muecas y de vez en cuando una sonrisa. No había revelado nada, ni siquiera su nombre, se había limitado a escribir su número de identificación, prueba de que había combatido con los Aliados.
Habían verificado su filiación y los mensajes llegados de Londres la habían confirmado. Tenía un cúmulo de cicatrices en el cuerpo, conque los médicos habían vuelto a reconocerlo y habían asentido con la cabeza ante las vendas. Al fin y al cabo, era una celebridad que quería guardar silencio, un héroe de guerra.
Así se sentía de lo más seguro, sin revelar nada, ya se acercaran a él con ternura, subterfugios o cuchillos. Por más de cuatro meses no había dicho ni una palabra. Cuando lo habían llevado ante ellos y le habían dado dosis periódicas de morfina para calmarle el dolor de las manos, era un gran animal, casi una ruina. Se sentaba en un sillón en la obscuridad y contemplaba el flujo y reflujo de pacientes y enfermeras que entraban y salían de los pabellones y los depósitos.
Pero ahora, al pasar ante el grupo de doctores en el vestíbulo, oyó el nombre de aquella mujer, aminoró el paso, se volvió, se acercó a ellos y les preguntó en qué hospital trabajaba. Le dijeron que en un antiguo convento, ocupado por los alemanes y convertido en hospital después de que los Aliados lo hubieran asediado, en las colinas al norte de Florencia. Sólo una pequeña parte había sobrevivido a los bombardeos. Carecía de seguridad. Había sido un simple hospital de campaña provisional. Pero la enfermera y el paciente se habían negado a marcharse.
¿Por qué no les obligaron a hacerlo?
La enfermera decía que aquel hombre estaba demasiado enfermo para trasladarlo. Desde luego, podríamos haberlo traído aquí sin riesgos, pero en estos tiempos no podemos ponernos a discutir. Ella tampoco estaba para muchos trotes.
¿Está herida?
No. Supongo que algo traumatizada por los bombardeos. Deberían haberla devuelto a su casa. El problema es que aquí ya se ha acabado la guerra. Ya no se puede conseguir que nadie haga nada. Los pacientes se marchan de los hospitales. Los soldados desertan antes de que los envíen de vuelta a casa.
¿Qué villa?, preguntó.
Una que, según dicen, tiene un fantasma en el jardín: San Girolamo. En fin, la muchacha tiene su propio fantasma: un paciente quemado. Tiene cara, pero resulta irreconocible. No le queda ningún nervio activo. Aunque le pasen una cerilla por la cara, no se le dibuja expresión alguna. Tiene el rostro insensibilizado.
¿Quién es?, preguntó.
No sabemos cómo se llama.
¿Se niega a hablar?
El grupo de médicos se echó a reír. No, sí que habla, no para de hablar, pero es que no sabe quién es.
¿De dónde procede?
Los beduinos lo llevaron al oasis de Siwa. Después estuvo un tiempo en Pisa y luego… Es probable que uno de esos árabes lleve puesto el marbete con su nombre. Tal vez lo venda y algún día lo recuperaremos o puede que nunca lo venda. Para ellos son valiosos amuletos. Ningún piloto que cae en el desierto regresa con su chapa de identificación. Ahora está alojado en una villa toscana y la muchacha se niega a abandonarlo. Se niega pura y simplemente. Los Aliados alojaron a cien pacientes en ella. Antes la habían ocupado los alemanes con un pequeño ejército, su último baluarte. Algunas habitaciones están pintadas, cada una con una estación diferente. Cerca de la villa hay una quebrada. Queda a unos treinta kilómetros de Florencia, en las colinas. Necesitará usted un permiso, desde luego. Probablemente podemos conseguir que alguien lo lleve en un vehículo hasta allí. Aún está espantoso todo aquello: ganado muerto, caballos sacrificados a tiros y medio devorados, gente colgada por los pies en los puentes. Los últimos horrores de la guerra. No hay la menor seguridad. Aún no han ido los zapadores a limpiar la zona. Los alemanes fueron enterrando e instalando minas a medida que se retiraban. Un lugar espantoso para un hospital. Lo peor es la fetidez de los muertos. Necesitamos una buena nevada para limpiar este país. Necesitamos la labor de los cuervos.
Gracias.
Salió del hospital al sol, al aire libre, por primera vez desde hacía meses, dejando tras sí las vitreoverdosas habitaciones que tenía como alojadas en la cabeza. Se quedó ahí aspirándolo todo, el ajetreo de todo el mundo. Primero, pensó, necesito zapatos con suela de goma y también un gelato.
En el tren, bamboleándose de acá para allá, le resultó difícil conciliar el sueño. Los demás viajeros del compartimento no cesaban de fumar. Se golpeaba con la sien en el marco de la ventana. Todo el mundo iba vestido de negro y el vagón parecía arder con todos los cigarrillos encendidos. Observó que, siempre que el tren pasaba ante un cementerio, todos los viajeros de su compartimento se santiguaban. Ella, tampoco está, para muchos trotes.
Gelato para las amígdalas, recordó. En cierta ocasión había acompañado a una niña a la que iban a extirpar las amígdalas, y a su padre. Tras echar un vistazo a la sala llena de niños, se negó de plano. Aquella niña, la más dócil y afable que cabía imaginar, se volvió de repente como una roca de firmeza en su negativa, inflexible. Nadie le iba a arrancar nada de la garganta, aunque la ciencia así lo aconsejara. Viviría con ello, fuera cual fuese su aspecto. Él seguía sin saber lo que eran las amígdalas.
Qué extraño, pensó, en ningún momento me tocaron la cabeza. Los peores momentos fueron cuando se puso a imaginar qué le harían, qué le cortarían. En aquellos momentos siempre pensaba en la cabeza.
Una carrerita en el techo, como de ratón.
Apareció con su equipaje en el extremo del pasillo. Dejó la bolsa en el suelo y agitó los brazos por entre la obscuridad y las zonas iluminadas por la luz de las velas. Cuando se acercó a ella, no se oyeron ruidosas pisadas ni sonido alguno en el suelo y eso le sorprendió, le resultó en cierto modo familiar y reconfortante que se acercara así, en silencio, a la intimidad en que se encontraba con el paciente inglés.
Las lámparas del largo pasillo, cuando pasaba ante ellas, proyectaban su sombra por delante de él. La muchacha subió la mecha del quinqué, con lo que aumentó el diámetro de luz a su alrededor. Estaba sentada, inmóvil y con el libro en el regazo, cuando él se acercó y se acuclilló a su lado, como si fuera un tío suyo.
«Dime qué son las amígdalas.»
Ella lo miraba fijamente.
«Todavía recuerdo cómo saliste disparada del hospital y seguida por dos adultos.»
Ella asintió con la cabeza.
«¿Está tu paciente ahí? ¿Puedo entrar?»
Negó con la cabeza y no se detuvo hasta que él volvió a hablar.
«Entonces, mañana lo veré. Dime tan sólo dónde puedo instalarme. No necesito sábanas. ¿Hay una cocina aquí? He hecho un viaje muy extraño para encontrarte.»
Cuando él se hubo marchado por el pasillo, la muchacha volvió temblando hasta la mesa y se sentó. Necesitaba aquella mesa, aquel libro a medio acabar para serenarse. Un hombre, un conocido suyo, había hecho todo el viaje en tren y había caminado pendiente arriba los seis kilómetros desde el pueblo y por el pasillo hasta aquella mesa tan sólo para verla. Unos minutos después, fue a la habitación del inglés y se quedó ahí, mirándolo. Por entre el follaje de las paredes se veía la luz de la luna. Era la única luz que hacía parecer convincente el trampantojo. Podía, enteramente, arrancar aquella flor y ponérsela en el vestido.