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Ahora el zapador reía levantando la vista hacia el rostro de Caravaggio y, más arriba, hacia el techo.

«Soy un experto en sarongs», dijo Caravaggio a Kip y Hana, al tiempo que les hacía un expresivo gesto con la mano. «En Toronto conocí a unos indios. Estaba robando en una casa y resultó que pertenecía a una familia india. Se levantaron de la cama y llevaban puesta esa ropa, los sarongs, para dormir, cosa que me intrigó. Pasamos un largo rato hablando y al final me convencieron para que lo probara. Me quité la ropa y me puse uno y al instante se lanzaron sobre mí y me echaron medio desnudo a la calle.

«¿Es una historia real?», preguntó Hana sonriendo.

«¡Una de tantas!»

Lo conocía lo suficiente como para casi creérsela. El elemento humano distraía constantemente a Caravaggio durante sus robos. Al allanar una casa durante la Navidad, le molestaba ver que no habían abierto las casillas del calendario de Adviento hasta los corrientes.

Con frecuencia celebraba conversaciones con los diversos animales domésticos que estaban solos en las casas, en las que comentaba retóricamente las comidas con ellos y les daba grandes raciones, animales que, si regresaba a la escena del delito, lo recibían con mucha alegría.

Se acercó a las estanterías de la biblioteca, con los ojos cerrados, y cogió un libro al azar. Encontró una página en blanco entre dos secciones de un libro de poesía y se puso a escribir en ella.

Dice que Lahore es una ciudad antigua. Comparada con Lahore, Londres es una ciudad reciente. Le digo: «Pues yo soy de una ciudad aún más reciente.» Dice que siempre han conocido la pólvora. Ya en el siglo XVII los fuegos artificiales aparecían representados en las pinturas de la corte.

Es bajo, apenas más alto que yo. Tiene una sonrisa íntima que, vista de cerca, puede seducir a cualquiera, una tenacidad que no se aprecia a simple vista. El inglés dice que es uno de los santos guerreros. Pero tiene un sentido del humor peculiar, más bullicioso de lo que sugieren sus modales. Recuerda: «Mañana por la mañana volveré a conectarlo.» Ooh la la!

Dice que en Lahore hay trece puertas, que llevan nombres de santos y emperadores o del lugar al que conducen.

La palabra bungalow procede del bengalí.

A las cuatro de la tarde bajaron a Kip al foso en un arnés hasta que se encontró con el lodo hasta la cintura y su cuerpo rodeando la bomba Esau. Medía tres metros desde la aleta hasta la punta y tenía la nariz hundida en el barro, junto a sus pies. Bajo el agua carmelita, los muslos de Kip aferraban la envoltura de metal, de forma muy parecida a como -según había visto- aferraban los soldados a las mujeres en un rincón de la pista de baile de la naafi, Cuando se le cansaban los brazos, los colgaba de los puntales de madera destinados a impedir que el barro se desmoronara a su alrededor y que quedaban a la altura de sus hombros. Los zapadores habían cavado el foso en torno a la Esau y habían instalado las paredes y los puntales de madera antes de que él llegara al lugar. En 1941, habían empezado a llegar bombas Esau con una nueva espoleta y, aquélla era la segunda que desactivaba.

En las sesiones preparatorias, se llegó a la conclusión de que la única forma de neutralizar la nueva espoleta era inmunizarla. Era una bomba enorme en postura de avestruz. Kip había bajado descalzo y ya se estaba hundiendo despacio, quedando atrapado en la arcilla, sin un punto de apoyo firme ahí abajo, en la fría agua. No llevaba botas: habrían quedado aprisionadas en la arcilla y después, cuando lo izaran, la sacudida, al desprenderse, habría podido romperle los tobillos.

Pegó la mejilla izquierda a la envoltura de metal, al tiempo que intentaba imaginarse que a su alrededor hacía calor, se concentraba en la pizquita de sol que llegaba hasta el fondo del foso de siete metros y le acariciaba la nuca. Lo que tenía abrazado podía explotar en cualquier momento, en cuanto el temblador vibrara o se incendiase el multiplicador. No existía magia ni rayos X para indicar que una pequeña cápsula se había roto, que un cable había dejado de oscilar. Aquellos pequeños semáforos mecánicos eran como un soplo en el corazón o un ataque dentro del hombre que cruza, inocente, la calle delante de nosotros.

¿En qué ciudad estaba? Ni siquiera lo recordaba. Oyó una voz y levantó la vista. Hardy le pasó el equipo en una mochila atada a una cuerda, que quedó ahí colgada, mientras Kip empezaba a meterse las diversas abrazaderas y herramientas en los numerosos bolsillos de su guerrera. Tarareaba la canción que Hardy iba cantando en el jeep cuando se dirigían a ese lugar:

Están relevando a la guardia en Buckingham Palace, pero Christopher Robin se ha marchado con Alice.

Secó la zona de la cabeza de la espoleta y empezó a moldear como una taza de arcilla a su alrededor. Después abrió la bombona y vertió el oxígeno líquido en ella. Fijó la taza al metal con cinta adhesiva. Ahora tenía que esperar otra vez.

Había tan poco espacio entre la bomba y él, que ya sentía el cambio de temperatura. Si hubiera estado sobre tierra seca, habría podido marcharse y volver al cabo de diez minutos. Ahora tenía que quedarse allí, junto a la bomba. Eran dos seres recelosos en un espacio cerrado. El capitán Carlyle había estado trabajando en un pozo con oxígeno líquido y de pronto se había prendido fuego todo el foso. Lo izaron a toda prisa, ya inconsciente en su arnés.

¿Dónde estaba? ¿Lisson Grove? ¿Oíd Kent Road?

Kip mojó un trozo de algodón en el lodo y tocó con él la envoltura a unos treinta centímetros de la espoleta. Se cayó, lo que significaba que debía seguir esperando. Cuando el algodón se quedaba pegado, significaba que una parte suficiente de la zona en torno a la espoleta estaba helada y podía continuar. Vertió más oxígeno en la taza.

El círculo de hielo en aumento tenía ya unos treinta centímetros de radio: unos minutos más. Miró el recorte que alguien había pegado con cinta adhesiva a la bomba. Se habían reído mucho al leerlo aquella mañana, cuando lo habían recibido con el equipo actualizado que se enviaba a todas las unidades de artificieros.

¿Cuándo es aconsejable la explosión?

Suponiendo que X represente una vida humana, Y el riesgo que corre y V el riesgo que, según se calcula, puede causar la explosión, un lógico sostendría que, si V es menor que X partido por Y, debe explosionarse la bomba, pero, si V partido por Y es mayor que X, debe intentarse evitar la explosión in situ.

¿Quién habría escrito semejante cosa?

Llevaba ya más de una hora en el foso con la bomba. Siguió vertiendo oxígeno líquido. A la altura del hombro, justo a su derecha, había una manguera que bombeaba aire normal para que no lo mareara el oxígeno. (Había visto a soldados curarse la resaca con oxígeno.) Volvió a probar con el algodón y esa vez se congeló. Disponía de unos veinte minutos. Después, la temperatura de la batería dentro de la bomba empezaría a elevarse otra vez. Pero de momento la espoleta estaba congelada y podía empezar a desmontarla.

Recorrió la bomba con las palmas de las manos para ver si había alguna fisura en el metal. La parte sumergida estaba a salvo, pero, si el oxígeno entraba en contacto con el explosivo expuesto al aire, podía incendiarse: el error cometido por Carlyle, X partido por Y. Si había fisuras, tendrían que utilizar nitrógeno líquido.

«Es una bomba de una tonelada, mi teniente: una Esau», dijo Hardy desde lo alto del foso de lodo.

«De la clase Cincuenta, en un círculo, B. De dos espoletas, con toda probabilidad. Pero no nos parece probable que la segunda esté armada. ¿De acuerdo?»

Ya habían hablado de todo eso, pero así confirmaban y recordaban todo por última vez.

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