Pero aquella noche, mientras Singh pasaba por Lewisham y Blackheath camino de Erith, sabía que había asimilado mejor que ningún otro zapador los conocimientos de lord Suffolk. Esperaban de él que fuera su clarividente sucesor.
Estaba aún delante del camión cuando oyó el silbato que indicaba que iban a apagar las lámparas de arco. Al cabo de treinta segundos, habían substituido la luz metálica por bengalas de azufre en la parte trasera del camión: otra incursión de bombarderos. Aquellas luces menos intensas podían apagarlas, cuando oyeran los aviones. Se sentó en la lata de gasolina vacía frente a los tres componentes que había sacado de la SC-250 kg, rodeado por los siseos de las bengalas, que, tras el silencio de las lámparas de arco, resultaban ruidosos.
Se sentó a observar y escuchar y en espera de que le revelaran de repente su misterio. Los otros hombres, a cincuenta metros, se mantenían en silencio. Sabía que por el momento era un rey, que manejaba los hilos y podía pedir lo que quisiera, un cubo de arena, un pastel de fruta o lo que necesitara y aquellos hombres, que, no estando de servicio, habrían sido incapaces de cruzar un bar vacío para hablar con él, harían lo que deseara. Le resultaba extraño. Como si le hubieran entregado un traje muy grande en el que pudiese moverse con demasiada holgura y cuyas mangas fuesen arrastrando tras él. Pero sabía que no le gustaba. Estaba acostumbrado a su invisibilidad. En los diversos cuarteles por los que había pasado en Inglaterra no le habían hecho el menor caso y había llegado a preferirlo. La independencia y el celo por la intimidad que Hana vio en él más adelante no se debían sólo a que fuese un zapador en la campaña italiana. Eran también consecuencia de que fuese un anónimo miembro de otra raza, parte del mundo invisible. Se había forjado defensas de carácter contra todo aquello y sólo confiaba en quienes le brindaban su amistad, pero aquella noche en Erith se sentía como si tuviera hilos conectados a él que ponían en acción a todos cuantos a su alrededor carecían de su talento técnico.
Unos meses después había escapado a Italia, había empaquetado la sombra de su profesor en una mochila como en su primer permiso por Navidad había visto hacer al muchacho vestido de verde en el Hippodrome. Lord Suffolk y Miss Morden se habían ofrecido para llevarlo a ver una obra de teatro inglesa. Seleccionó Peter Pan y ellos aceptaron sin rechistar y lo acompañaron a una función en una sala llena de niños que no cesaban de gritar. Ésos eran los recuerdos fantasmales que lo acompañaban cuando estaba tumbado en su tienda con Hana en el pueblecito italiano encaramado en una colina.
Revelar su pasado o rasgos de su carácter habría sido un gesto demasiado estridente. De igual modo que nunca habría podido dirigirse a ella y preguntarle cuál era la razón más profunda de aquella relación. Sentía por ella la misma intensidad de cariño que por aquellos tres ingleses extraños, a cuya mesa comía, que habían contemplado su placer, sus risas y su entusiasmo, al ver al muchacho vestido de verde alzar los brazos y volar en la obscuridad por encima del escenario y regresar a enseñar semejantes prodigios también a la muchacha de la familia condenada a permanecer en la tierra.
En la obscuridad iluminada con bengalas de Erith, había de interrumpir, siempre que, al oírse aviones, hundían, una tras otra, las bengalas de azufre en cubos de arena. Permanecía sentado en la obscuridad colmada de zumbidos y adelantaba la silla para poder inclinarse y colocar el oído junto a los mecanismos de relojería y seguía contando con gran esfuerzo los clics bajo la vibración de los bombarderos alemanes que pasaban por encima.
Entonces sucedió lo que había estado esperando. Al cabo de una hora exactamente, el aparato de relojería se detuvo y la cápsula del percutor explotó. Al quitar el multiplicador principal, se soltaba un percutor invisible que activaba el segundo multiplicador oculto. Estaba programado para que explotara sesenta minutos después: mucho después de que un zapador hubiera supuesto normalmente que la bomba, ya desactivada, no representaba un peligro.
Aquel nuevo artefacto iba a cambiar toda la orientación de la desactivación de bombas de los Aliados. En adelante, toda bomba de acción retardada entrañaría la amenaza de un segundo multiplicador. Los zapadores ya no iban a poder considerar desactivada una bomba tras quitarle la espoleta simplemente. Iban a tener que neutralizar las bombas con la espoleta intacta. Antes, rodeado de lámparas de arco y presa de la rabia, había retirado la segunda espoleta cizallada de la trampa. En la obscuridad sulfurosa bajo la incursión de los bombardeos presenció el destello blanco-verdoso del tamaño aproximado de su mano. Una hora después. Había sobrevivido por pura suerte. Volvió junto al oficial y dijo: «Necesito otra espoleta para asegurarme.» De nuevo encendieron las bengalas a su alrededor. Una vez más se derramó la luz en el círculo de obscuridad en que se encontraba. Siguió probando las nuevas espoletas durante dos horas más. El desfase de sesenta minutos resultó constante.
Pasó en Erith la mayor parte de aquella noche. Por la mañana, al despertarse, se encontró en Londres. No recordaba que lo hubieran traído de vuelta en coche. Se levantó, se acercó a una mesa y se puso a dibujar el esquema de la bomba, los multiplicadores, las espoletas, todo el problema que representaba el ZUS-40, desde la espoleta hasta los anillos de sujeción. Después cubrió el dibujo básico con todas las líneas de ataque posibles para desactivarla: las flechas, dibujadas con precisión, el texto, escrito con claridad, como le habían enseñado. Lo que había descubierto la noche anterior seguía teniendo validez. Había sobrevivido por pura suerte, no había forma de desactivar semejante bomba in situ sin hacerla estallar. Dibujó y escribió todo lo que sabía en la gran hoja de fotocalco. Al pie escribió: Dibujado, por encargo de lord Suffolk, por su alumno el teniente Kirpal Singb, 10 de mayo de 1941.
Después de la muerte de Suffolk, trabajó sin descanso como un loco. Las bombas iban cambiando rápidamente con las nuevas técnicas y artefactos. Estaba destinado en el cuartel de Regent's Park, junto con el teniente Blackler y otros tres especialistas, dedicados a encontrar soluciones y confeccionar diagramas de cada nueva bomba, a medida que llegaban.
Al cabo de doce días de trabajo en la Dirección de Investigación Científica, dieron con la solución: no tener en cuenta la espoleta para nada, olvidar el principio, hasta entonces fundamental, de «desactivar la bomba». Una solución brillante. Rieron, aplaudieron y se abrazaron en el comedor de oficiales. No tenían idea de cuál sería el método substitutorio, pero sabían que en teoría estaban en lo cierto. No se podía resolver el problema abordándolo directamente. Ese era el razonamiento del teniente Blackler.
«Si te encuentras en un cuarto con un problema, no le hables.»
Una ocurrencia repentina. Singh se le acercó y lo expresó de otro modo.
«Entonces lo que debemos hacer es no tocar la espoleta para nada.»
Una vez que llegaron a esa conclusión, alguien dio con la solución al cabo de una semana: un estirilizador de vapor. Se podía abrir un agujero en la envoltura principal de una bomba y después emulsionar el explosivo principal inyectando vapor y hacerlo salir. Con eso quedaba resuelto el problema de momento. Pero entonces Singh se encontraba ya en un barco con destino a Italia.
«Siempre hay garabatos escritos con tiza amarilla en la parte lateral de las bombas. ¿Lo has notado? Como las inscripciones que hacían en nuestros cuerpos con tiza amarilla, cuando estábamos en fila en el patio de Lahore.
»Cuando nos alistamos, formábamos una línea que avanzaba despacio desde la calle hacia el dispensario. Un médico aceptaba o rechazaba nuestros cuerpos con sus instrumentos, nos exploraba el cuello con las manos. Sacaba las tenacillas del Dettol y recogía muestras de nuestra piel.