Ya hacía frío en la gruta. La envolvió en el paracaídas para que entrara en calor. Encendió un pequeño fuego, quemó las ramitas de acacia y dispersó el humo hacia los cuatro rincones de la gruta. Se dio cuenta de que no podía hablarle directamente, por lo que habló con comedimiento y procurando superponer su voz a la resonancia de las paredes de la gruta. Ahora me voy a buscar ayuda, Katharine. ¿Entiendes? Cerca de aquí hay otro avión, pero no tiene combustible. Tal vez me encuentre una caravana o un jeep y en ese caso regresaré antes. No sé. Sacó el volumen de Herodoto y lo dejó junto a ella. Era septiembre de 1939. Salió de la gruta, del resplandor del fuego, y penetró en la obscuridad y en el desierto inundado por la luna.
Bajó la pendiente de cantos rodados hasta la base de la meseta y esperó.
Sin camión ni aeroplano ni brújula. Sólo la luna y su propia sombra. Encontró el antiguo hito de piedra que indicaba la dirección de El Taj: nornoroeste. Se grabó en la mente el ángulo de su sombra y empezó a caminar. A cien kilómetros de allí se encontraba el zoco con su calle de los relojes. Colgado del hombro llevaba -chapoteando como en una placenta- un odre que había llenado de agua en el ain.
Había dos momentos del día en los que no podía moverse: al mediodía, cuando la sombra quedaba a su espalda, y en el crepúsculo, entre el ocaso y la salida de las estrellas. Entonces todo en el disco del desierto era lo mismo. Si se movía, podía desviarse hasta noventa grados de su rumbo. Esperaba a que apareciera el mapa vivo de las estrellas y después avanzaba leyéndolas a cada hora. En el pasado, cuando habían tenido guías del desierto, colgaban una linterna de un palo largo y los demás seguían la luz que oscilaba por encima del lector de las estrellas.
Un hombre camina tan rápido como un camello: cuatro kilómetros por hora. Si tenía suerte, podía encontrar huevos de avestruz. Si no, una tormenta de arena lo borraría todo. Caminó tres días sin comer nada. Se negaba a pensar en ella. Si llegaba a El Taj, comería abra, que las tribus del desierto preparaban con coloquíntida: hirviendo las pepitas para eliminar el amargor y después machacándolas junto con dátiles y langostas. Caminaría por la calle de los relojes y el alabastro. Que Dios te conceda la seguridad por compañía, le había dicho Madox. Adiós. Un gesto con la mano. Sólo en el desierto hay Dios, ahora estaba dispuesto a reconocerlo. Fuera de él, sólo había comercio y poder, dinero y guerra. Los déspotas financieros y militares gobernaban el mundo.
Se encontraba en una zona de terreno quebrado, había pasado de la arena a la roca. Se negaba a pensar en ella. Después surgieron colinas como castillos medievales. Caminó hasta entrar con su sombra en la sombra de una montaña. Arbustos de mimosa, coloquíntidas. Gritó el nombre de ella a las rocas. Pues el eco es el alma de la voz que se excita en las oquedades.
Y después El Taj. Durante la mayor parte del viaje había imaginado la calle de los espejos. Cuando llegó a los alrededores de la colonia, lo rodearon jeeps militares ingleses y se lo llevaron, sin acceder a escuchar su historia de la mujer herida en Uweinat, a sólo cien kilómetros, ni a escuchar, de hecho, nada de lo que decía.
«¿Me estás diciendo que los ingleses no te creyeron? ¿Nadie te escuchó?»
«Nadie me escuchó.»
«¿Porqué?»
«No les di un nombre satisfactorio.»
«¿El tuyo?»
«Les di el mío.»
«Entonces, ¿qué…?»
«El de ella. Su nombre. El de su marido.»
«¿Qué dijiste?»
Guardó silencio.
«¡Despierta! ¿Qué dijiste?»
«Dije que era mi esposa. Dije Katharine. Su marido había muerto. Dije que estaba gravemente herida, en una gruta en el Gilf Kebir, en Uweinat, al norte del pozo de Ain Dua, que necesitaba agua y comida y que yo volvería con ellos para guiarlos. Dije que lo único que necesitaba era un jeep, uno de sus dichosos jeeps… Tal vez pareciera, después del viaje, uno de aquellos locos profetas del desierto, pero no creo. Ya estaba empezando la guerra. Estaban deteniendo a espías en el desierto. Toda persona con nombre extranjero que vagara por aquellos pueblecitos de los oasis resultaba sospechosa. Ella estaba a sólo cien kilómetros y se negaron a escucharme. Una unidad inglesa aislada en El Taj. Entonces debí de perder los estribos. Utilizaban unas cárceles de mimbre, del tamaño de una ducha. Me metieron en una de ellas y me trasladaron en un camión. Empecé a dar tumbos en él hasta que caí a la calle, todavía dentro. Gritaba el nombre de Katharine y el Gilf Kebir, cuando, en realidad, el único nombre que debería haber gritado, que debería haber soltado como una tarjeta de visita en sus manos, era el de Clifton.
«Volvieron a subirme al camión. Era simplemente un posible espía de segunda categoría, otro cabrón internacional simplemente.»
Caravaggio quería levantarse y marcharse de aquella villa, del país, los detritos de una guerra. Lo que Caravaggio quería era rodear con sus brazos al zapador y a Hana o, mejor, a personas de su edad, en un bar en el que conociera a todo el mundo, en el que pudiese bailar y hablar con una mujer, descansar la cabeza en su hombro, reclinar la cabeza en su frente, lo que fuera, pero sabía que primero había de salir de aquel desierto, su arquitectura de morfina. Tenía que alejarse de la carretera invisible que llevaba a El Taj. Aquel hombre -Almásy, según suponía- se había valido de él y de la morfina para regresar a su mundo, para tristeza suya. Ya no importaba en qué bando estuviera durante la guerra.
Pero Caravaggio se inclinó hacia adelante.
«Necesito saber una cosa.»
«¿Qué?»
«Si asesinaste tú a Katharine Clifton. Es decir, si asesinaste a Clifton y, al hacerlo, la mataste a ella.»
«No, ni siquiera se me ocurrió semejante cosa.»
«Te lo pregunto porque Geoffrey Clifton trabajaba para el Servicio de Inteligencia británico. No era un simple inglés inocente, la verdad, vuestro simpático muchacho. Vigilaba a vuestro extraño grupo en el desierto egipcio-libio para informar a los ingleses. Sabían que el desierto sería un día escenario de la guerra. Era un fotógrafo aéreo. Su muerte les preocupó y sigue preocupándoles. Todavía abrigan dudas al respecto. Y el Servicio de Inteligencia estaba enterado de tu historia amorosa con su mujer, desde el principio. Aunque Clifton no lo supiera. Pensaban que su muerte pudo haberse planeado como una protección, para alzar el puente levadizo. Te estaban esperando en El Cairo, pero, claro, tú volviste al desierto. Más adelante, cuando me enviaron a Italia, me perdí la última parte de tu historia. No sabía qué había sido de ti.»
«Conque por fin me has encontrado.»
«Vine por la muchacha. Conocía a su padre. La última persona a la que pensaba encontrar aquí, en este convento bombardeado, era el conde Ladislaus de Almásy. Para ser sincero, he de decir que te he tomado más cariño que a la mayoría de la gente con la que trabajé.»
El rectángulo de luz que había ido subiendo poco a poco por la silla de Caravaggio enmarcaba ahora su pecho y su cara, por lo que al paciente inglés el rostro le parecía un retrato. Con luz mortecina su cabello parecía obscuro, pero ahora su desgreñada cabellera resplandecía, brillante, y las ojeras quedaban eclipsadas por la rosada luz del atardecer.
Había vuelto la silla para poder reclinarse hacia adelante sobre el respaldo, enfrente de Almásy. A Caravaggio no le salían las palabras fácilmente. Se frotaba la mandíbula, arrugaba la cara, cerraba los ojos, para pensar en la obscuridad y sólo entonces soltaba algo, se forzaba a sí mismo a desprenderse de sus pensamientos. Esa obscuridad era la que se percibía en él, sentado ahí, en el romboidal marco de la luz, encorvado sobre una silla junto a la cama de Almásy. Uno de los dos hombres de mayor edad de esta historia.