En El Cairo, en los intervalos entre expediciones, nadie veía apenas a Almásy. Parecía distante o inquieto. Trabajaba en el museo durante el día y frecuentaba los bares del mercado, por la zona meridional de El Cairo. Estaba perdido en otro Egipto. Sólo por Madox habían acudido aquella noche todos. Pero ahora Almásy estaba bailando con Katharine Clifton. La hilera de plantas rozaba el esbelto cuerpo de ella. Giró con ella, la levantó y después cayó. Clifton permaneció sentado y contemplando la escena por el rabillo del ojo. Almásy había caído encima de ella y después intentó levantarse despacio, al tiempo que se alisaba su rubio pelo, y se arrodilló por encima de ella en el rincón más alejado de la sala. En tiempos había sido un hombre delicado.
Era la medianoche pasada. Los presentes -excepto los clientes habituales, acostumbrados a aquellas ceremonias de los europeos del desierto, que les resultaban graciosas- no estaban divirtiéndose. Había mujeres con largos y serpenteantes pendientes de plata colgados de las orejas, mujeres cubiertas de lentejuelas, gotitas de metal cálidas por el calor del bar a las que Almásy siempre había sido muy aficionado, mujeres que al bailar hacían oscilar sus dentados pendientes de plata contra su cara. Otras noches bailaba con ellas y, cuando estaba bastante bebido, las hacía girar sobre sus costillas. Sí, les hacía gracia, se reían de la tripa que dejaba al descubierto la camisa suelta de Almásy; menos gracia les hacía, en cambio, que descargase todo su peso sobre sus hombros, cuando hacía una pausa durante el baile, y más adelante acabara desplomándose en la pista en pleno schottische.
Durante semejantes veladas era importante meterse en el ambiente de la velada, mientras la constelación humana se arremolinaba y resbalaba alrededor, sin reflexiones ni ideas preconcebidas. Las observaciones sobre la velada venían más adelante, en el desierto, en los accidentes geográficos entre Dajla y Kufra. Entonces recordaba el gañido canino que le había hecho buscar un perro por la pista y comprendía, mientras observaba el disco de la brújula flotando en aceite, que debía de haberse tratado de una mujer a la que había pisado. Cuando avistaba un oasis, se enorgullecía de su forma de bailar, agitando los brazos y el reloj de pulsera hacia el cielo.
Noches frías en el desierto. Arrancó un hilo del enjambre de noches y se lo llevó a la boca, como si fuera comida. Sucedía durante los dos primeros días de una expedición, cuando estaba en la zona del limbo entre la ciudad y la meseta. Pasados seis días, nunca se acordaba de El Cairo ni de la música, las calles, las mujeres; se movía ya en el tiempo antiguo. Se había adaptado al lento ritmo de las aguas profundas. Su única conexión con el mundo de las ciudades era Herodoto, su prontuario, antiguo y moderno, de supuestas mentiras. Cuando descubría la verdad de lo que había parecido una mentira, cogía el bote de cola y pegaba un mapa o un artículo o utilizaba un espacio en blanco del libro para esbozar hombres con faldas junto a animales desaparecidos. Pese a lo que afirmaba Herodoto, los antiguos habitantes de los oasis no solían dibujar ganado. Adoraban a una diosa encinta y sus figuras rupestres eran sobre todo de mujeres encinta.
Transcurridas dos semanas, ni siquiera concebía la idea de una ciudad. Era como si hubiese caminado bajo el milímetro de neblina justo por encima de las fibras cubiertas de tinta de un mapa, esa zona pura entre la tierra y el gráfico, entre las distancias y la leyenda, entre la naturaleza y el narrador. Sandford la llamaba geomorfología: el lugar que habían elegido para visitar, para dar lo mejor de sí, para olvidar a sus antepasados. Allí, apañe de la brújula solar, el kilometraje del odómetro y el libro, estaba solo, era su propia invención. En esos momentos sabía cómo funcionaba el espejismo, el fatamorgana, pues se encontraba dentro de él.
Se despertó y descubrió que Hana estaba lavándolo. Había una cómoda que le llegaba a la cintura. Ella se inclinó y con las manos cogió agua de la palangana de porcelana y se la pasó por el pecho. Cuando acabó, se pasó varias veces los húmedos dedos por el cabello, que se humedeció y obscureció. Alzó la vista, le vio los ojos abiertos y sonrió.
Cuando volvió a abrir los ojos, estaba ahí Madox, con aspecto andrajoso y cansado, con la inyección de morfina y obligado a usar las dos manos, porque carecían de pulgares. ¿Cómo se la pondrá a sí mismo?, pensó. Reconoció sus ojos, el hábito de pasarse la lengua por los labios, la lucidez de su cabeza, que captaba todo lo que decía. Dos viejos chiflados.
Caravaggio observaba el color rosado de la boca del hombre que hablaba. Las encías tenían tal vez el pálido color de yodo de las pinturas rupestres descubiertas en Uweinat. Había más cosas que descubrir, que adivinar en aquel cuerpo en la cama, inexistente, salvo una boca, una vena en el brazo y unos ojos grises como de lobo. Seguía asombrado ante la claridad y la disciplina de aquel hombre, que unas veces hablaba en primera y otras en tercera persona y seguía sin reconocer que era Almásy.
«¿Quién hablaba, entonces?»
«La muerte significa estar en tercera persona.»
Habían pasado todo el día compartiendo las ampollas de morfina. Para hacerlo devanar la historia, Caravaggio se atenía al código de señales. Cuando el hombre quemado aminoraba o cuando Caravaggio tenía la sensación de no enterarse de todo -la historia de amor, la muerte de Madox-, cogía la jeringa de la caja esmaltada con forma de riñón y, tras romper la punta de una ampolla con la presión de un nudillo, la cargaba. Ahora, después de haber desgarrado completamente la manga de su brazo izquierdo, ya no se molestaba en disimular ante Hana. Almásy tenía puesta sólo una camiseta gris, por lo que tenía desnudo el brazo extendido bajo la sábana.
Cada absorción de morfina por el cuerpo abría otra puerta o lo hacía remontarse a la historia de las pinturas de la gruta o a la del avión enterrado o entretenerse una vez más con la mujer a su lado bajo un ventilador y la mejilla de ella sobre su estómago.
Caravaggio cogió el volumen de Herodoto. Pasó una página, trepó por una duna y descubrió el Gilf Kebir, Üweinat, Gebel Kissu. Cuando Almásy hablaba se quedaba a su lado reordenando los sucesos. Sólo a deseo se debía que la historia errara, vacilase como una aguja de una brújula. Y, en cualquier caso, se trataba del mundo de los nómadas, una historia apócrifa: una mente viajando por el Este y por el Oeste disfrazada de tormenta de arena.
En el suelo de la Gruta de los Nadadores, después de que su marido estrellara su avión, él había cortado y extendido el paracaídas que ella había traído. Ella se agachó y se arrebujó con él, al tiempo que hacía muecas de dolor por las heridas. El le pasó suavemente los dedos por el cabello en busca de otras heridas y después le tocó los hombros y los pies.
Ahora, en la gruta, lo que no quería perder era su belleza, su gracia, aquellas formas. Ya tenía -eso lo sabía- su ser en sus manos.
Era una mujer que, cuando se maquillaba, transformaba su rostro. Al entrar en una fiesta, al meterse en la cama, se había pintado los labios de color sangre y los ojos de bermellón.
Él alzó la vista hacia la única pintura rupestre que había en la gruta y le robó los colores. En la cara le puso ocre y en torno a los ojos azul. Cruzó la gruta con las manos impregnadas de rojo y le pasó los dedos por los cabellos y después por toda la piel, por lo que la rodilla que había asomado del avión el primer día pasó a tener color de azafrán. El pubis. Aros de color alrededor de las piernas para que la protegieran de los seres humanos. En Herodoto había descubierto tradiciones en las que los viejos guerreros celebraban a sus seres queridos situándolos y manteniéndolos en un mundo en el que cobraban eternidad: un líquido de color, una canción, una pintura rupestre.