¿Fui una maldición para ellos? ¿Para ella? ¿Para Madox? ¿Para el desierto, violado por la guerra, bombardeado como si fuese mera arena? Los bárbaros contra los bárbaros. Los dos ejércitos cruzaron el desierto sin la menor idea de lo que era. Los desiertos de Libia. Si eliminamos la política, se trata de la frase más encantadora que conozco. Libia. Una palabra evocadora, erótica, un pozo sin fondo para quien sepa descubrirlo. La b y las dos íes. Madox decía que era una de las poca palabras en que oías la lengua dar un viraje. ¿Recuerdas a Dido en los desiertos de Libia? Un hombre debe ser como raudales de agua en un erial…
No creo que entrara en una tierra maldita ni que me viese atrapado en una situación funesta. Todos los lugares y las personas fueron dádivas para mí: el hallazgo de las pinturas en la Gruta de los Nadadores, cantar «estribillos» con Madox durante las expediciones, la aparición de Katharine entre nosotros en el desierto, acercarme a ella por el rojo suelo de cemento encerado, caer de rodillas y pegar mi cabeza a su vientre, como si fuera un niño, las curas que me prodigó la tribu de los fusiles, nosotros cuatro incluso: Hana, tú y el zapador.
Me he visto privado de todo lo que amé y valoré.
Me quedé junto a ella. Descubrí que tenía tres costillas rotas. Seguí esperando a que sus ojos se animaran, a que su muñeca rota se doblase, a que su boca muda hablara.
¿Cómo es que me odiabas?, susurró. Me dejaste casi muerta por dentro.
Katharine… tú no…
Abrázame. Deja de defenderte. A ti nada te cambia.
La ferocidad de su mirada no se disipaba. No podía escaparme de aquella mirada. Yo iba a ser la última imagen que viera, el chacal en la gruta que la guiaría y protegería, que nunca la defraudaría.
Existen cien deidades asociadas con animales, le dije. Unas son las vinculadas a los chacales: Anubis, Duamutef, Wepwawet. Otras son seres que te guían al otro mundo, como mi fantasma me acompañaba antes de que nos conociéramos. Todas aquellas fiestas en Londres y Oxford. Observándote. Estaba sentado frente a ti, mientras hacías los deberes escolares con un gran lápiz. Yo estaba presente cuando conociste a Geoffrey Clifton, a las dos de la madrugada, en la biblioteca de la Unión de Oxford. Todos los abrigos estaban esparcidos por el suelo y tú descalza como una garza abriéndote paso entre ellos. Él estaba observándote, pero yo también, aunque no advertiste mi presencia, no te fijaste en mí. Tenías una edad en la que sólo veías a los hombres apuestos. Aún no te fijabas en quienes no perteneciesen a la esfera de personas de tu agrado. En Oxford no se suele salir con el chacal, mientras que yo soy un hombre que ayuna hasta que ve lo que desea. La pared situada detrás de ti estaba cubierta de libros. Con la mano izquierda sujetabas un largo collar que te colgaba del cuello. Tus descalzos pies se iban abriendo paso. Buscabas algo. En aquella época estabas más llenita, pero tenías la belleza idónea para la vida universitaria.
En la biblioteca de la Unión de Oxford éramos tres pero tú sólo viste a Geoffrey Clifton. Iba a ser un idilio rapidísimo. Él tenía trabajo con unos arqueólogos en el norte de África, nada menos. «Estoy trabajando con un tipo estrambótico.» Tu madre estuvo encantada con tu aventura.
Pero el espíritu del chacal, «el que abría los caminos» cuyo nombre era Wepwawet o Almásy, estaba en aquella sala junto con vosotros dos. Observé, con los brazos cruzados, vuestros intentos de entablar con entusiasmo una charla trivial, cosa que os resultaba difícil, porque los dos estabais borrachos, pero lo maravilloso fue que, a las dos de la mañana y pese a la borrachera, cada uno de vosotros vio en cierto modo un valor y un placer perdurables en el otro. Puede que llegarais con otros, tal vez os acostaseis con otros aquella noche, pero los dos habíais encontrado vuestro destino.
A las tres de la mañana, sentiste la necesidad de marcharte, pero no lograste encontrar un zapato. Llevabas el otro en la mano, una zapatilla rosada. Yo vi una medio enterrada a mi lado y la recogí. Su brillo. Era, evidentemente, uno de tus pares de zapatos favoritos, con la marca de tus dedos. Gracias, dijiste al cogerla, y te marchaste sin siquiera mirarme a la cara.
Estoy convencido de que, cuando conocemos a las personas de las que nos enamoramos, hay un aspecto de nuestro espíritu que hace de historiador, un poquito pedante, que imagina o recuerda una ocasión en que el otro pasó por delante con total inocencia, del mismo modo que Clifton podría haberte abierto la puerta de un coche un año antes y no haber advertido el sino de su vida. Pero todas las partes del cuerpo deben estar preparadas para el otro, todos los átomos deben saltar en una dirección para que se produzca el deseo.
Yo he vivido años en el desierto y he llegado a creer en cosas así. Es un lugar lleno de bolsas. El trampantojo del tiempo y del agua. El chacal con un ojo que mira hacia atrás y otro que mira el camino que estás pensando tomar. En sus mandíbulas hay trozos del pasado que te entrega y, cuando descubres enteramente todo ese tiempo, resulta que ya lo conocías.
Sus ojos me miraban, cansados de todo. Un hastío terrible. Cuando la saqué del avión, su mirada había intentado abarcar todas las cosas que la rodeaban. Ahora los ojos se mostraban cautelosos, como protegiendo algo dentro. Me acerqué más y me senté en los talones. Me incliné hacia adelante y pasé la lengua por el azul ojo derecho: sabor a sal. Polen. Transmití ese sabor a su boca. Y después el otro ojo: mi lengua contra la fina porosidad del globo ocular, borrando el azul; cuando me erguí, un reguero blanco cruzaba su mirada. Esa vez dejé que los dedos entraran más a fondo y le abrí los dientes, tenía la lengua «replegada» y tuve que sacarla hacia adelante. Su vida pendía de un hilo, de un hálito. Ya casi era demasiado tarde. Me incliné hacia adelante y con la lengua le transmití el polen azul a la boca. Nos tocamos así una vez. No hubo nada. Me retiré, cogí aire y me incliné otra vez. Al tocar la lengua, hubo una contracción en ella.
Y entonces soltó un terrible gruñido, violento e íntimo, que me embistió. Un estremecimiento por todo su cuerpo, como una descarga eléctrica. Salió despedida contra la pared pintada. El animal había entrado en ella y saltaba y se tiraba contra mí. Parecía haber cada vez menos luz en la gruta. Su cuello sufría sacudidas a un lado y a otro.
Conozco las estratagemas de un demonio. De niño aprendí lo que era el demonio del amor. Me hablaron de una hermosa tentadora que se presentaba en la alcoba de un joven y, si éste era avisado, le pedía que se diese la vuelta, porque los demonios y las brujas no tienen espalda, sólo lo que quieren mostrarte. ¿Qué había yo hecho? ¿Qué animal le había transmitido? Creo que llevaba más de una hora hablándole. ¿Habría sido yo su demonio del amor? ¿Habría sido yo el demonio de la amistad de Madox? ¿Habría cartografiado aquel país para convertirlo en un escenario de guerra?
Es importante morir en lugares sagrados. Ése era uno de los secretos del desierto. Por eso, Madox entró en una iglesia de Somerset, lugar que había perdido -tuvo la sensación- su carácter sagrado, y cometió un acto que consideraba sagrado.
Cuando le di la vuelta, tenía todo el cuerpo cubierto de una pigmentación brillante. Hierbas, piedras, luz y cenizas de acacia para volverla eterna. El cuerpo impregnado de un color sagrado. Sólo el azul del ojo había desaparecido, reducido al anonimato, mapa desnudo en el que nada aparecía representado: ni la signatura de un lago ni la mancha obscura de una montaña como la que hay al norte del Borkou-Ennedi-Tibesti, ni el abanico, verde de limo, donde el río Nilo entra en la palma abierta de Alejandría, el borde de África.
Y todos los nombres de las tribus, los nómadas de la fe que caminaban en la monotonía del desierto y veían claridad, fe y color, de igual modo que una piedra o una caja de metal hallada o un hueso pueden llegar a ser objetos de amor y volverse eternos en una plegaria. La gloria del país en el que ella estaba entrando y del que pasaba a formar parte. Morimos con un rico bagaje de amantes y tribus, sabores que hemos gustado, cuerpos en los que nos hemos zambullido y que hemos recorrido a nado, como si fueran ríos de sabiduría, personajes a los que hemos trepado como si fuesen árboles, miedos en los que nos hemos ocultado, como en cuevas. Deseo que todo eso esté inscrito en mi cuerpo, cuando muera. Creo en semejante cartografía: las inscripciones de la naturaleza y no las simples etiquetas que nos ponemos en un mapa, como los nombres de los hombres y las mujeres ricos en ciertos edificios. Somos historias comunales, libros comunales. No pertenecemos a nadie ni somos monógamos en nuestros gusto y experiencia. Lo único que yo deseaba era caminar por una tierra sin mapas.