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Alguien más positivo y activo que él, cree Jack, estaría aprovechando estas horas, antes de que su esposa despierte, el Perspective aterrice en el porche y el cielo que se extiende por encima de los tejados, ahora estrellado, se diluya rápidamente hasta tornarse de un gris sucio. Podría ir a la planta baja a buscar uno de los libros cuyas primeras treinta páginas ha leído, o a hacer café, o a mirar cómo los presentadores del noticiario matinal bromean entre farfullos y carraspeos. Pero prefiere quedarse arriba y dejar que se le empape la cabeza vacía, demasiado cansada para soñar, de las vistas terrenales del vecindario.

Un gato rayado -¿o es un mapache pequeño?- cruza saltando la calle vacía y desaparece bajo un coche aparcado. Jack no puede distinguir de qué marca es. Los coches de ahora se parecen todos; no ocurría así con las grandes aletas y las sonrientes rejillas cromadas de cuando era niño, incluso había portillas de ventilación simuladas en el Buick Riviera, y estaban los Studebaker con morro en forma de bala y los magníficos y largos Cadillacs de los cincuenta: ésos sí que eran aerodinámicos. En nombre de la aerodinámica y el ahorro de combustible, los coches de ahora son todos un tanto achaparrados y de colores neutros para disimular la suciedad de la carretera, desde los Mercedes hasta los Honda. Convierten los grandes aparcamientos en una pesadilla, porque uno nunca podría encontrar su coche de no ser por el llavero que enciende los faros a distancia o, como último recurso, hace sonar el claxon.

Un cuervo que lleva en el pico algo pálido y largo levanta perezosamente el vuelo después de haber hecho un agujero en una bolsa de basura verde que alguien sacó la noche anterior para la recogida de hoy. Un hombre trajeado sale corriendo del porche de la casa de al lado y se mete en un coche, un utilitario todoterreno, chaparro, de los que se tragan la gasolina, y se va con estruendo, sin importarle despertar a los vecinos. Un vuelo temprano que despega de Newark, supone Jack. Ahí está, de pie, mirando a través de los cristales fríos y pensando: «la vida». Esto es la vida, habitar una vivienda, tragar lubricante, afeitarse por la mañana, ducharse para no molestar a los demás en la mesa de reuniones con tus feromonas. Jack Levy tardó una eternidad en darse cuenta de que la gente apesta. Cuando era joven, nunca olió nada en sus propias narices, nunca percibió el olor rancio que ahora desprende aunque se limite a pasar el día sosegadamente, sin siquiera sudar.

Bueno, sigue con vida, y eso que ha visto mucho. Considera que es algo bueno, pero cuesta esfuerzo. ¿Quién era el griego ese del libro de Camus que les entusiasmaba a todos en el City College de Nueva York? O quizá fuera en Rutgers, entre los estudiantes del máster. Sísifo. Arriba con la roca. Y abajo que rodaba. Ahí está, ha dejado de mirar, se limita a utilizar la conciencia para resistirse a la certeza de que todo esto lo ha de abandonar algún día. La pantalla de su cabeza se quedará en blanco y aun así todo seguirá su curso sin él, habrá más amaneceres, coches que arrancan y animales salvajes que se alimentan en terrenos envenenados por el Hombre. Carmela ha subido con sigilo la escalera y se restriega contra sus tobillos desnudos, ronronea ruidosamente pensando que pronto le darán de comer. También esto es la vida, vida tocando vida.

Jack siente que los ojos le pesan, como si estuvieran llenos de arena. Piensa que no debería haberse levantado de la cama; a la amplia y cálida vera de su mujer podría haber dormido una hora más. Ahora tiene que arrastrar su fatiga por un largo día repleto de citas, con gente atosigándole a cada minuto. Oye crujir la cama: Beth se mueve y libra al colchón de su peso. La puerta del baño se abre y se cierra, el pestillo hace un ruido seco y, al instante, para su exasperación, se suelta. Tiempo atrás lo habría intentado arreglar, pero desde que Mark vive en Nuevo México y sólo vuelve una vez al año, no hay por qué preocuparse tanto de la intimidad. Las abluciones de Beth hacen que el agua murmure y tiemble por las cañerías de toda la casa.

Una voz de hombre, acelerada y con música de fondo, suena en la mesita de noche; lo primero que hace su esposa al despertar, antes de levantarse, es encender el maldito cacharro. Sigue empeñada en mantenerse al tanto, a través de la electrónica, de un entorno en el que están físicamente cada vez más aislados, porque no son más que una pareja mayor cuyo único hijo ha abandonado el nido, y con ocupaciones cotidianas, además, en las que están asediados por unos jóvenes desatentos. En la biblioteca, Beth se ha visto obligada a aprender nociones básicas de ofimática: cómo buscar información, imprimirla y facilitársela a los chavales demasiado tontos o vagos como para andar con libros, en el caso de que aún los hubiera sobre el tema que les interesa. Jack ha procurado hacer caso omiso de esta revolución, con terquedad sigue garabateando unas notas en sus sesiones de tutoría, como ha hecho durante años, y no «pica» después las conclusiones en la base de datos informatizada sobre los dos mil alumnos del Central High. Por este incumplimiento, o negativa, recibe periódicamente las reprimendas de los otros tutores, un equipo de consejeros que se ha triplicado en treinta años; sobre todo las de Connie Kim, una diminuta coreana americana especializada en chicas de color conflictivas y con historial de absentismo, y de Wesley Ray James, un negro tan formal y solvente como ella cuyas no tan lejanas habilidades atléticas -sigue delgado como un lebrel- le facilitan el acceso a los muchachos. Jack siempre promete dedicar una o dos horas a la actualización de datos, pero las semanas pasan y nunca encuentra el momento. Su sentido de la confidencialidad le hace resistirse a introducir los datos esenciales de una sesión privada en la red electrónica que cubre el instituto entero, accesible a todo el mundo.

Beth está más en contacto con las cosas, tiene mejor disposición para adaptarse y cambiar. Accedió a casarse en el ayuntamiento pese a reconocerle a Jack, ruborizada, que a sus padres se les partiría el corazón si la boda no se celebraba en su iglesia. En ningún momento habló de qué pasaría con su propio corazón, y Jack respondió: «Hagámoslo fácil, sin complicaciones». A él la religión no le decía nada, y en cuanto se fundieron en una entidad familiar también para ella dejó paulatinamente de significar mucho. Ahora él se pregunta si la ha privado de algo, aunque sea un algo grotesco, y si su parloteo sin fin y su tendencia a comer en exceso no serían una compensación. No debía de ser fácil estar casada con un judío obstinado.

Al salir del baño con el cuerpo envuelto en varios metros cuadrados de toalla, lo encuentra de pie, en silencio e inmóvil, frente a la ventana del vestíbulo del piso de arriba y grita, asustada:

– ¡Jack! ¿Ocurre algo?

Cierto sadismo provocado por el exceso de celo para con su mujer se encarga de encubrir su melancolía, sólo deja ver la mitad. Quiere que Beth note que está así por su culpa, aunque la razón le diga que no es ella la causa.

– Nada nuevo -dice-. Me he vuelto a despertar demasiado pronto. Y ya no he podido dormirme.

– Es un síntoma de depresión, el otro día lo decían en la tele. Oprah entrevistó a una mujer que había escrito un libro sobre eso. Quizá deberías ver a un… no sé, la palabra «psiquiatra» asusta a los que no son ricos, decía la mujer…, deberías ver a algún especialista si tan mal te sientes.

– A un especialista en Weltschmerz. -Jack se vuelve y sonríe a su esposa.

Pese a que Beth también ha pasado de los sesenta -sesenta y uno de ella por los sesenta y tres de él-, no tiene arrugas en la cara. Lo que en una mujer enjuta serían profundos surcos, en su rostro redondo no son más que líneas apenas marcadas; la grasa las suaviza dándoles una delicadeza juvenil, manteniendo su piel tersa.

– No, gracias, cariño -añade él-. Me paso el día dando consejos, pero mi organismo los rechazaría, no podría absorberlos. Demasiados anticuerpos.

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