Литмир - Электронная Библиотека
A
A

¿O acaso las jóvenes, incluida Beth, habían estado alguna vez tan delgadas como las de los anuncios de cerveza y Coca-cola? Sí, sin duda, Beth había sido esbelta, pero él apenas podía recordarlo, era como intentar ver la pantalla del televisor mientras ella iba de un lado a otro, torpe como un pato, al preparar la cena. Se conocieron durante el año y medio que él pasó en Rutgers. Era una chica de Pennsylvania, del barrio de Mount Airy, al noroeste de Filadelfia. Estudiaba biblioteconomía. Le atrajo su ligereza, su risa cantarina, la pícara rapidez con que de todo, incluso de su noviazgo, hacía una broma. «¿Cómo crees que nos saldrían los niños? ¿Nacerán medio circuncidados?» Era alemana-americana, Elizabeth Fogel, y tenía una hermana mayor más hosca, menos adorable, Hermione. Él era un judío. Pero no un judío orgulloso, de los que llevan la vieja alianza por manto. Su abuelo se había despojado de la religión al llegar al Nuevo Mundo y depositó su fe en una sociedad revolucionaria, un mundo donde los poderosos ya no pudieran gobernar gracias a la superstición, donde la comida en la mesa y una vivienda decente sustituyeran las promesas poco fiables de un Dios invisible.

Tampoco es que el Dios judío se hubiera prodigado en promesas: un vaso roto en la boda, un entierro rápido, envuelto en una mortaja, sin santos, sin más allá; tan sólo una vida de lealtad casi esclava al tirano que ordenó a Abraham que sacrificase en ofrenda a su único hijo. Al pobre Isaac, el confiado imbécil que casi muere a manos de su padre, también lo engañaron siendo un anciano ciego arrancándole la bendición su hijo Jacob y su propia esposa, Rebeca, que le habían traído de Pa-dan-aram cubierta con un velo. Más recientemente, en el país de origen, si uno cumplía todos los preceptos -y los ortodoxos tenían una larga lista- recibía a cambio una estrella amarilla y un billete de ida a la cámara de gas. No, gracias: Jack Levy sintió el placer de la obstinación, ese placer reservado a los que son obstinadamente insumisos al judaísmo. Se había enfrentado a todo para convertir a Jacob en Jack, y se había negado a la circuncisión de su hijo, aunque un hábil médico blanco, anglosajón y protestante del hospital convenció a Beth de que era conveniente, por motivos «puramente higiénicos», argumentando que los estudios demostraban que el riesgo de contraer enfermedades venéreas sería menor para Mark, a la par que reduciría la posibilidad del cáncer de cuello de útero en sus parejas. Un bebé de una semana, cuya verguita no era más que un botón regordete que apenas sobresalía de la almohadilla de sus pelotas, y ya estaban mejorando su vida sexual y acudiendo al rescate de niñas que tal vez ni siquiera habían nacido todavía.

Beth era luterana, una confesión piadosa y vehemente más inclinada a la fe que a las obras, a la cerveza que al vino, y él se imaginó que le ayudaría a mitigar su porfiada virtud judía, la más vieja causa perdida vigente en el mundo occidental. Incluso la fe socialista de su propio abuelo se había agriado y enmohecido al ver el comunismo en la práctica. Para Jack, la boda con Beth -que se celebró en la segunda planta del ridículo ayuntamiento de New Prospect y a la que sólo asistieron la hermana de ella y los padres de él- fue un valiente mal emparejamiento, un simpático «que nos quiten lo bailado» dirigido a la Historia, como muchas de las cosas que pasaban en 1968. Pero, tras treinta y seis años juntos en el norte de New Jersey, sus dispares confesiones y orígenes étnicos han ido aguándose hasta constituir una uniformidad deslucida. Se han convertido en una pareja que los fines de semana va a comprar al ShopRite y al Best Buy, y cuya idea de pasar un buen rato es una partida de bridge duplicado con otras tres parejas del instituto o de la biblioteca pública de Clifton, donde Beth trabaja cuatro días a la semana. Algunas noches de viernes o sábado intentan alegrarse saliendo a cenar; alternan los restaurantes chinos e italianos donde son comensales habituales y el maître los lleva con sonrisa resignada hasta una mesa en un rincón en la que Beth pueda embutirse, nunca a uno de los estrechos reservados. Y si no, van en coche a algún multicine de mala muerte con suelos pegajosos, donde una ración mediana de palomitas cuesta siete dólares, si es que encuentran una película que no sea demasiado violenta ni subida de tono ni descaradamente dirigida a un público de adolescentes varones. Su noviazgo y temprana boda coincidieron con la crisis del sistema de estudios y la aparición de miradas deslumbrantes y subversivas -Cowboy de medianoche, Easy Rider, Bob, CaroL, Tedy Alice, Grupo salvaje, La naranja mecánica, Harry el sucio, Conocimiento carnal, El último tango en París, el primer Padrino, La última película, American Graffiti-, por no hablar del Bergman tardío y de películas francesas e italianas rebosantes aún de angustia, mordacidad y de una reconocible personalidad nacional. Habían sido buenos filmes, que mantenían despiertas las mentes de una pareja moderna. Todavía se respiraban los aires del 68, se tenía la sensación de que los jóvenes aún podían reimaginar el mundo. En recuerdo sentimental de aquellas revelaciones que compartían por primera vez como pareja, la mano de Jack todavía hoy se desliza al asiento contiguo en los cines, toma del regazo la de su esposa y la sostiene, delicada, fofa y caliente, en el suyo, mientras sus caras se bañan en las explosiones de algún reciente thriller para descerebrados, cuyo guión adolescente recargado de sustos efectistas fríamente calculados se burla de su edad.

Con insomnio, desesperado, Jack piensa en buscar la mano de Beth bajo las sábanas, pero sabe que al palpar entre los montículos de su carne adormilada podría perturbarla y despertar su voz caprichosa, incansable, aniñada. Con sigilo casi delictivo desliza los pies por la sábana bajera hasta ponerlos verticales, se quita las mantas de encima y escapa del lecho conyugal. Al pisar fuera de la alfombrilla de cama siente en los pies desnudos el frío de abril. El termostato sigue en modo nocturno. Se queda ante una ventana con las cortinas echadas, amarilleadas por el sol, y contempla el vecindario a la luz gris de las farolas de vapor de mercurio. El naranja del cartel de la Gulf en la gasolinera que abre toda la noche, dos manzanas más arriba, es el único toque enérgico de color en el panorama antes del alba. Aquí y allá, la luz tenue de una lamparilla de poco voltaje da algo de calor a la ventana de la habitación de un niño o a un rellano. En la penumbra, bajo una cúpula lisa y oscura, mitigada por la corrupción que en forma de luz difusa emana la ciudad, se alejan hasta el infinito los ángulos en escorzo de los tejados, los laterales y los revestimientos de las casas.

«La vivienda», piensa Jack Levy. Las casas se han comprimido en viviendas, cada vez más apretujadas por la subida de precio del suelo y la continuada parcelación. Donde en su memoria había patios traseros y laterales con árboles en flor y huertos, tendederos y columpios, ahora unos arbustos raquíticos luchan en busca de dióxido de carbono y suelo húmedo entre caminos de cemento y aparcamientos de asfalto arrebatados a lo que fueron espléndidos parterres de césped. Las necesidades del automóvil han tenido la última palabra. Las robinias plantadas en la acera, los ailantos silvestres que rápidamente arraigaron a lo largo de las cercas y las paredes de las casas, los pocos castaños de Indias que han sobrevivido a la era en que el hielo y el carbón se repartían en carro; todos estos árboles, cuyos nuevos brotes y capullos relucen como una piel plateada a la luz de las farolas, corren peligro de ser arrancados en la próxima embestida de la ampliación de calles. Las líneas sencillas de las casas adosadas de los años treinta y de las de estilo colonial de los cincuenta ya están sepultadas por buhardillas de nueva construcción, soláriums superpuestos, destartaladas escaleras exteriores que dan acceso legal a estudios desgajados de lo que antes se consideraban cuartos de invitados. La vivienda asequible disminuye en tamaño como un papel doblado sucesivamente. Divorciados a los que han echado de casa; técnicos que no se han puesto al día en industrias que subcontratan a otras sus servicios; laboriosos trabajadores de color que tratan de aferrarse al siguiente peldaño en la escala social escapando de los degradados barrios céntricos; todos se instalan en el vecindario y ya no pueden permitirse una mudanza más. Los matrimonios jóvenes se espabilan y remozan casas adosadas en estado ruinoso, dejando su impronta al pintar de colores extravagantes los porches, los adornos de los tejados y los marcos de las ventanas -púrpura de Pascua, verde ácido-; los vecinos más viejos se toman las nuevas manchas de color en la manzana como un insulto, una llamarada de desprecio, una broma de mal gusto. Las pequeñas tiendas del barrio han ido desapareciendo una tras otra, dejando vía libre a franquicias cuyos logos y decoraciones estandarizados son alegremente chillones, como las pantagruélicas imágenes a todo color de la comida rápida con que ceban a sus clientes. Para Jack Levy, Estados Unidos está pavimentado de alquitrán y grasas, una masa viscosa que se extiende de costa a costa a la que estamos todos pegados. Ni siquiera la libertad con que nos llenamos la boca da para enorgullecerse demasiado, ahora que los comunistas han quedado fuera de combate; precisamente les da más libertad de movimiento a los terroristas, que pueden alquilar aviones y camionetas y crear páginas web. Fanáticos religiosos y obsesos de la informática: una combinación rara a ojos de Levy, quien aún piensa en términos de separación radical entre la razón y la fe. Aquellos bestias que estrellaron los aviones contra el World Trade Center tenían buena formación técnica. El cabecilla había estudiado urbanismo en Alemania; debería haber rediseñado New Prospect.

6
{"b":"101263","o":1}