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– Con eso queda todo dicho, supongo -concede el objeto de la admiración de Hermione, empequeñeciendo todavía más la boca con ensayada ironía.

El ascensor los devuelve suavemente, junto a dos guardias de seguridad armados -un hombre y una mujer- y un trío de funcionarios en traje gris, al sótano de la Casa Blanca. Fuera, unas campanas de iglesia redoblan bajo el sol, se mezclan los rayos de Virginia y de Maryland. El secretario reflexiona en voz alta:

– Esa gente… ¿Por qué quieren hacer cosas tan horribles? ¿Por qué nos odian? ¿Qué pueden odiar?

– Odian la luz -dice lealmente Hermione-. Como las cucarachas. Como los murciélagos. «La luz resplandeció en las tinieblas» -cita, a sabiendas de que con la devoción típica de Pennsylvania se puede acceder al corazón del secretario-, «y las tinieblas no prevalecieron.»

2

La tiznada iglesia de mayólica que se alza junto al mar de escombros está llena de vestidos de algodón de colores pastel y trajes de poliéster con hombreras. Los ojos de Ahmad han quedado deslumbrados y no hallan bálsamo en las vidrieras que representan a hombres ataviados con parodias de vestimentas de Oriente Próximo, estampas del curso de la breve e ignominiosa vida de su supuesto Señor. Adorar a un Dios que se sabe que ha muerto… la simple idea repugna a Ahmad como un hedor inaprensible, una obstrucción en las cañerías, un roedor muerto entre dos tabiques. Con todo, los feligreses, algunos de los cuales son incluso más pálidos que él pese a su camisa blanca y almidonada, disfrutan de la límpida felicidad pulida con estropajo en su reunión del domingo por la mañana. Las filas de hombres y mujeres sentados juntos; la zona teatral del frente con sus muebles de tiradores engastados y el triple ventanal, alto y mugriento, que presenta a una paloma a punto de posarse sobre la cabeza de un hombre de barba blanca; el atolondrado murmullo de los saludos y el crujir de los bancos de madera bajo las pesadas ancas: todo ello se le antoja a Ahmad como un cine momentos antes de que empiece la proyección. No es así en la sagrada mezquita, con sus mullidas alfombras y la hornacina que señala hacia La Meca, el mihrab, vacía, revestida de azulejos, y los cantos líquidos, lā ilāha ill, Allah, emitidos por hombres que huelen a sus humildes tareas caseras de viernes, que reverencian a su Dios con ritmo unísono, apiñados y tan juntos como los anillos de un gusano. La mezquita era dominio de hombres; aquí predomina el brillo primaveral de las mujeres, la extensión de sus tiernas carnes.

Había esperado que, llegando justo al sonar las campanas de las diez, podría deslizarse hacia el fondo sin ser visto, pero lo recibe y saluda con firmeza un rollizo descendiente de esclavos en traje color melocotón de solapas anchas y con un tallito de lirio de los valles prendido en una de ellas. El negro entrega a Ahmad una hoja doblada de papel tintado y lo conduce, por el pasillo central, hacia las primeras filas. La iglesia está casi llena y salvo los bancos de delante, aparentemente los menos deseables, el resto están ocupados. Acostumbrado a que los fieles permanezcan en el suelo, en cuclillas o arrodillados, recalcando la altura que Dios ostenta sobre ellos, Ahmad se siente, incluso sentado, tan alto que le parece una blasfemia, lo que le produce cierto mareo. La actitud cristiana de acomodarse perezosamente con la espalda recta, como en un espectáculo, da a entender que Dios es un artista que, cuando deja de entretener, puede ser relevado en el escenario por el siguiente número.

Ahmad cree que no va a compartir el banco, como compensación a lo extraño de su presencia y a su visible agitación, pero otro acomodador ya conduce solícitamente por el pasillo alfombrado a una familia numerosa de negros, cuyas pequeñas hembras mueven excitadas las cabezas peinadas con lazos y trencitas. Ahmad queda relegado a un extremo del banco. Al percatarse del desalojo, el patriarca de la prole le tiende, por encima de los regazos de varias de sus hijitas, una mano grande y marrón y una sonrisa de bienvenida en la que brilla un diente de oro. La madre de esta camada, demasiado alejada para llegar al desconocido, sigue el ejemplo del marido y lo saluda con la mano y la cabeza desde la distancia. Las niñas levantan la mirada, medias lunas en el blanco de los ojos. Demasiada amabilidad kafir, Ahmad no sabe cómo librarse de ella ni qué otras servidumbres le deparará el oficio que viene a continuación. Ya odia a Joryleen por haberlo atraído a tan fatídica trampa. Aguanta la respiración, como si quisiera evitar el contagio, y mira al frente, donde las curiosas tallas del púlpito, el equivalente cristiano del minbar, se alinean en forma de ángeles alados. Identifica como Gabriel al que hace sonar un largo cuerno y, por lo tanto, la multitudinaria escena es el mismísimo Juicio Final, un concepto que inspiró a Mahoma algunos de sus más extasiados arrebatos poéticos. Qué error, piensa Ahmad, incurrir en la representación por medio de imágenes cuya esencia las rebaja a simple madera, reproducir el trabajo inimitable de Dios el Creador, al-Khāliq. La imaginería de las palabras, que, el Profeta lo sabía, poseen sustancia espiritual, sí que captura al alma. «En verdad os digo que, si los hombres y los yinn se unieran para producir un Corán como éste, no podrían conseguirlo, aunque se ayudaran mutuamente.»

Finalmente empieza el oficio. Reina un silencio expectante y luego retumba un trueno súbito e imponente; Ahmad, que lo ha oído en las funciones del instituto, reconoce el timbre, como de juguete, del órgano eléctrico, el hermano pobre del órgano de tubos que acumula polvo detrás del minbar cristiano. Todos se ponen en pie para cantar. Ahmad se levanta como si estuviera encadenado a los demás. Un grupo con túnicas azules, el coro, inunda el pasillo central y va ocupando sus puestos tras una barandilla baja más allá de la cual, por lo visto, el resto de la congregación no se atreve a pasar. Las letras de los cantos, distorsionadas por el ritmo y el acento lánguido de estos negros, de estos zanj, tratan, por lo que puede colegir, de una colina lejana y una vieja y áspera cruz. Desde su deliberado silencio, Ahmad localiza a Joryleen en el coro, compuesto casi en exclusiva de mujeres, mujeres inmensas entre las que Joryleen parece casi una niña y hasta relativamente delgada. Ella a su vez divisa a Ahmad, en uno de los bancos delanteros. Su sonrisa lo decepciona, es vacilante, apresurada, nerviosa. También ella sabe que él no debería estar ahí.

Arriba, abajo, todos los de su banco excepto él y la niña más pequeña se ponen de rodillas y después se sientan. Siguen rezos colectivos, respuestas que no sabe, pese a que el padre con el diente de oro le indica la página del cantoral. Creemos esto y aquello, damos gracias al Señor por esto y por lo otro. Luego el imán cristiano, un hombre de rostro severo, color café, gafas de montura invisible y destellos en su alta calva, entona una larga oración. Su voz rugosa está amplificada electrónicamente, de modo que retumba tanto desde el fondo como desde la parte delantera de la iglesia; y mientras el sacerdote, con los ojos cerrados tras las gafas, va hollando cada vez más profundo en la oscuridad que mentalmente ve, los allí reunidos manifiestan a gritos su acuerdo: «¡Claro que sí!», «¡Dígalo, reverendo!», «¡Alabado sea el Señor!». Como sudor en la piel, surgen murmullos de asentimiento cuando, tras cantar el segundo salmo, que trata del gozo que supone caminar junto a Jesús, el predicador asciende al alto minbar decorado con tallas de ángeles. En tono cada vez más convulso, acercando y alejando la cabeza del radio de acción del sistema amplificador de sonido para que su voz crezca y decrezca como los gritos de un hombre apostado en el palo mayor de un barco zarandeado por la tempestad, refiere la historia de Moisés, que libró de la esclavitud al pueblo elegido pero a quien le fue negado el acceso a la Tierra Prometida.

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