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El sheij Rachid no es mucho mayor que Ahmad -quizá diez años, tal vez veinte-. Tiene pocas arrugas en su tez blanca. Es de movimientos cohibidos pero precisos. En los años que le lleva, el mundo lo ha debilitado. Cuando los murmullos de los demonios que lo carcomen tiñen la voz del imán, en Ahmad surge el deseo de alzarse y aplastarlo, del mismo modo que Dios abrasó a aquel pobre gusano en el centro de la espiral. La fe del estudiante supera la del maestro; al sheij Rachid le asusta cabalgar el blanco corcel alado del islam, teme su desbocamiento irresistible. Procura ablandar las palabras del Profeta, amoldarlas a la razón humana, pero éstas no se pronunciaron para mezclarse: hienden nuestra blandura humana como una espada. Alá es sublime, más allá de todo detalle. No hay Dios sino Él, el Vivo, el que se basta a sí mismo; Él es la luz junto a la que el sol parece oscuro. Él no se amolda a nuestra razón sino que la obliga a postrarse, a que toque el polvo con la frente y que ésta, como Caín, lleve el estigma de ese polvo. Mahoma era mortal pero visitó el Paraíso y cohabitó con aquellas realidades. Nuestros actos y nuestros pensamientos se inscribieron en la conciencia del Profeta en letras de oro, como las candentes palabras de electrones que un ordenador recrea con píxeles cuando tecleamos.

Las salas del instituto huelen a perfume y a emanaciones corporales, a chicle y a la comida impura de la cafetería, a ropa: a algodón y lana, a los materiales sintéticos de las zapatillas deportivas recalentadas por carne joven. Entre clase y clase se produce una alborotada agitación, el ruido se tensa sobre una violencia subyacente, apenas contenida. A veces, cuando llega la calma al final del día, cuando cesa el bullicio jovial y burlón de la salida de clase y sólo quedan en el edificio principal los alumnos que realizan actividades extraescolares, Joryleen Grant se acerca a Ahmad, que está ante su taquilla. Él hace atletismo en primavera, ella canta en el coro de chicas. En comparación con otros estudiantes del Central High, son «buenos». La religión mantiene a Ahmad alejado de la droga y los vicios, aunque también distante de sus compañeros y de las asignaturas del curso. Ella es baja y redondita y habla en clase como es debido, lo cual complace al profesor. Hay algo encantador en la confianza con que sus rotundas curvas color cacao llenan sus ropas, que hoy son unos vaqueros con remiendos y lentejuelas, de fondillos bastante desgastados, y un top magenta de cordoncillo que le queda corto, a la vez más abajo y más arriba de lo que debiera. Es imposible que los pasadores de plástico azul le estiren el pelo brillante aún más hacia atrás; el carnoso borde ondulado de su oreja derecha está cubierto de una hilera de pequeños pendientes de plata. Canta en las reuniones de alumnos canciones sobre Jesús o sobre deseos sexuales, temas ambos que Ahmad aborrece. Aun así le complace que repare en él, que se le acerque de vez en cuando como una lengua que tantea un diente sensible.

– Alégrate, Ahmad -lo provoca-. Las cosas no pueden ir tan mal. -Hace rotar uno de sus omóplatos semidesnudos, como si fuera a encogerse de hombros, para dejar claro que está de broma.

– No van mal. Y no estoy triste -dice él. Su cuerpo largo se estremece aún bajo la ropa, camisa blanca, vaqueros negros de pitillo, por la ducha de después del entreno.

– Pues no estás serio ni nada -dice ella-. Tendrías que aprender a sonreír más.

– ¿Por qué? A ver, Joryleen, dime por qué.

– Le caerías mejor a la gente.

– Eso no me importa. No quiero caer bien.

– Sí te importa -dice ella-. A todo el mundo le importa.

– Te importará a ti -afirma él, mirándola con desprecio desde su nueva estatura. Las partes superiores de sus pechos empujan como grandes burbujas el pronunciado escote del indecente top que, bajo el dobladillo inferior, deja al descubierto la curva rellena de su vientre y el contorno de su ombligo hundido. Ahmad imagina su cuerpo suave, más oscuro que el caramelo pero más pálido que el chocolate, abrasándose en la bóveda de llamas, cubriéndose de ampollas que revientan bajo el fuego; lo recorre un escalofrío de compasión: está intentando ser amable con él, al menos según la idea que tiene ella de sí misma-. Miss Simpatía -espeta él con desdén.

La ha herido. Se da la vuelta, apretándose contra los pechos los libros que se lleva a casa y marcando todavía más el canal que deja ver el escote.

– Vete a la mierda, Ahmad -le dice, aún con algo de delicadeza, tímidamente, con el labio inferior caído, un poco a merced de la levedad de su propio peso. La saliva centellea en sus encías al reflejar la luz de los fluorescentes del techo, que mantienen el vestíbulo prudentemente iluminado. Aunque se ha vuelto para dar por zanjada la charla, Joryleen intenta salvar la situación añadiendo-: Si no te importara no te arreglarías tanto cada día, poniéndote una camisa blanca y limpia como si fueras un predicador o algo así. ¿Cómo puede tu madre soportar tanta plancha?

Él no se digna explicar que con ese atuendo quiere transmitir un mensaje de neutralidad, evitando tanto el azul, el color de los Rebels, la banda afroamericana del Central High, como el rojo, el color que siempre llevan, aunque sea en una cinta para la cabeza o en un cinturón, los Diabolos, la banda de hispanos. Tampoco le dice que su madre rara vez plancha, ya que es enfermera auxiliar en el Saint Francis Community Hospital y pintora en sus ratos libres; no suele ver a su hijo más que una hora al día. Las camisas le llegan bien lisas debido al cartón que ponen en la tintorería, cuyas facturas paga de su bolsillo con el dinero que gana despachando en la tienda de la Calle Diez dos tardes por semana, los fines de semana y las festividades cristianas, cuando casi todos los chicos de su edad están en la calle metiéndose en problemas. Pero en su vestimenta también hay vanidad, lo sabe, un acicalamiento que va en contra de la pureza de Aquel que todo lo abarca.

Tiene la sensación de que Joryleen no sólo intenta ser amable: él le resulta interesante. Quiere acercársele para olerlo mejor, a pesar de que ya tiene novio, uno de los más conocidos «malos». Las mujeres son animales fácilmente manejables, el sheij Rachid se lo ha explicado a Ahmad, y él ve por sí mismo que el instituto y el mundo exterior están llenos de animales aborregados, ciegos, que chocan entre sí en el rebaño mientras buscan un olor que los consuele. Pero el Corán dice que únicamente hay consuelo para los que creen en el Paraíso oculto y observan los cinco rezos diarios, que trajo el Profeta a la Tierra después del viaje nocturno a lomos del blanco y deslumbrante Buraq.

Joryleen se empeña en quedarse ahí, demasiado cerca de él. Su perfume le empalaga; le molesta su canalillo. Se cambia los libros de brazo. Ahmad lee en el borde del más grueso JORYLEEN GRANT escrito a bolígrafo. Sus labios, pintados de un rosa metálico y luminoso para que parezcan más finos, titubean con cierta vergüenza, cosa que lo inquieta.

– Lo que quería decirte -farfulla ella al fin, tan entrecortadamente que él debe inclinarse para oír mejor- era que si te gustaría venir a la iglesia este domingo. Canto un solo en el coro.

Ahmad se queda asombrado, asqueado.

– No soy de tu confesión -le recuerda con solemnidad.

Ella responde a la ligera:

– Bueno, yo no me lo tomo muy en serio. Lo que pasa es que me gusta cantar.

– Ahora sí que me has puesto triste, Joryleen -dice Ahmad-. Si no te tomas tu religión en serio, no deberías ir.

Cierra de un portazo la taquilla, enfadado sobre todo consigo mismo por haberla regañado y rechazado cuando, al invitarle, ella se había mostrado vulnerable. Le arde la cara, está confuso, se da la vuelta para ver el daño causado, pero ella ya se va y los fondillos rozados de sus vaqueros con lentejuelas se alejan por el vestíbulo, en ufano frufrú. «El mundo es difícil», piensa, «porque los demonios trabajan día y noche, confundiendo las cosas y torciendo lo recto.»

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