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El agua no era suficientemente profunda para ahogarse -las aneas y algunos montecillos con hierbas delataban su poca hondura-, pero si la capa de hielo cedía bajo sus pies, sus queridos zapatos escolares de cuero quedarían empapados y embarrados e incluso se echarían a perder, y en una familia con las estrecheces económicas de la suya, eso habría sido una catástrofe. El contorno plateado de la nube cede bajo el peso del sol, que centellea sobre el pañuelo de seda que Terry lleva en la cabeza, y él aguarda, turbado, a oír el crujido del hielo.

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Suena el teléfono. Beth Levy forcejea para levantarse de su butaca preferida, una mecedora reclinable modelo La-Z-Boy, tapizada de vinilo marrón mate imitando las arrugas del cuero vacuno y equipada con un reposapiés acolchado y su resorte de palancas; estaba sentada en ella comiendo galletas de avena y pasas -bajas en calorías en comparación con las que tienen trocitos de chocolate o las dobles con relleno de nata- mientras veía All My Children en la WABC antes de cambiar de canal a las dos para ver otro serial, As the World Turns. A menudo ha sopesado la posibilidad de poner un alargador en el teléfono para así tenerlo junto a su butaca, en el suelo, durante esta parte de la jornada, en los días en que no va a trabajar a la biblioteca de Clifton, pero nunca se acuerda de pedirle a Jack que compre el cable en la tienda de telefonía, que queda bastante alejada, en el centro comercial de la Ruta 23. Cuando era joven, sólo había que llamar a la AT amp;T y enviaban a un hombre con un uniforme gris (¿o iba de verde?) y zapatos negros que lo arreglaba todo por unos pocos dólares. Era un monopolio, y es consciente de que no se trataba de un buen sistema -por las llamadas de larga distancia había que pagar todos y cada uno de los minutos, y actualmente puede hablar con Markie o Herm durante horas por casi nada-, pero en cambio ahora no hay quien arregle los teléfonos. Hay que tirarlos, igual que los ordenadores viejos y el periódico del día anterior.

Y, en cierta medida, tampoco quiere tener la vida más fácil en lo físico, más aún de lo que ya la tiene; necesita hacer ejercicio en cualquiera de sus formas, por penoso e ínfimo que sea. De más joven, ya casada, se pasaba la mañana entera de un lado a otro haciendo las camas, pasando el aspirador y recogiendo los platos, y alcanzó tanta pericia que casi lo puede hacer con los ojos cerrados; en un estado prácticamente sonámbulo recorre las habitaciones haciendo las camas y ordenando, aunque la verdad es que ya no pasa el aspirador como antes: las nuevas máquinas son más ligeras y deberían ser, lo sabe, más eficientes, pero nunca encuentra el cepillo correspondiente para el extremo del tubo flexible, y le cuesta abrir el pequeño compartimento de almacenaje que va incorporado en la parte del motor; encajar todas las piezas es casi como resolver un rompecabezas, nada que ver con los de antes, los verticales, que solamente había que enchufar para empezar a dejar un ancho rastro de aspirado en la moqueta, igual que un cortacésped, con su pilotito encendido en la parte delantera, como las máquinas quitanieves por la noche. Apenas notaba el esfuerzo cuando hacía las tareas de la casa. Pero por entonces también tenía menos peso que cargar: es su cruz, su mortificación, como solían decir los devotos.

Muchos de sus colegas en la biblioteca de Clifton y todos los jóvenes que entran y salen llevan teléfonos móviles en los bolsos o colgados del cinturón, pero Jack dice que es una estafa, las tarifas se disparan, como ocurrió con la televisión por cable, de la que se encaprichó ella, no él. La supuesta revolución electrónica, en palabras de Jack, no es más que una sucesión de ardides para sacarnos dinero cada mes, sin que nos demos cuenta, por la cara, por servicios que no necesitamos. Pero con el cable la imagen es realmente más nítida -ni sombras ni temblores ni saltos- y la oferta es tan variada que no hay color. El propio Jack se pone algunas noches el History Channel. Pese a que afirma que los libros son mejores y profundizan más, casi nunca termina ninguno. Sobre los teléfonos móviles textualmente le dijo, sin tapujos, que no quería estar disponible a todas horas, sobre todo si estaba en alguna sesión de tutoría; si había alguna urgencia, que llamara al 911, no a él. No estuvo muy fino. En cierto sentido, ella lo sabe, a Jack no le importaría verla muerta. Serían ciento diez kilos menos sobre sus hombros. Pero también sabe que nunca la dejará: por su sentido judío de la responsabilidad y una lealtad sentimental que también debe de ser judía. Si te han perseguido e injuriado durante dos mil años, ser fiel a tus seres queridos es simplemente una buena táctica de supervivencia.

Realmente son especiales, la Biblia no andaba equivocada en eso. En el trabajo, en la biblioteca, son los que hacen todas las bromas y vienen con las ideas. Hasta que conoció a Jack en Rutgers, era como si nunca la hubiera tocado la electricidad humana. Las otras mujeres con quien él había tratado, incluida su madre, debían de haber sido muy listas. Muy intelectuales, al estilo judío. A él, ella le pareció divertida, muy relajada, desenfadada y, aunque nunca llegó a confesarlo, ingenua. Le dijo que ella había crecido en el seno del Dios papá oso luterano. Supo quitarle el envoltorio a sus nervios y pegarse a ella: se le metió bien adentro, la ocupó por completo; por entonces él era más delgado, y también más pagado de sí mismo, un profesor nato, al parecer, con mucha labia, siempre con una réplica a punto, creía que llegaría a escribir los chistes a Jack Benny, ¿o en esa época era a Milton Berle?

Quién sabe por dónde andará ahora, en este día de verano increíblemente bochornoso en que ella apenas puede moverse. Preferiría estar trabajando, al menos ahí disponen de un aire acondicionado que funciona bien; el que tienen encajonado en la ventana del dormitorio apenas logra hacer más que ruido, y Jack siempre ha mantenido que le dolería en el bolsillo la factura de la luz si pusieran uno en el piso de abajo. Hombres: siempre fuera, participando en la sociedad. Ella tiene un carácter más tranquilo, sobre todo al lado de Hermione, cuya verborrea sobre sus teorías e ideales nunca cesa. Sus padres la volvían loca, decía, aceptando siempre lo que les echaban en el plato los sindicatos y los demócratas y el Saturday Evening Post, mientras que Elizabeth encontraba consuelo en la indigesta pasividad de los progenitores. Siempre se había sentido atraída por los lugares tranquilos, parques, cementerios y bibliotecas antes de que los invadiera el bullicio, le gusta incluso que tengan hilo musical, como los restaurantes; la mitad de lo que la gente sacaba en préstamo eran cintas de vídeo, ahora DVD. De niña le había encantado vivir en Pleasant Street, a sólo un paseo de Awbury Park, con tanto verde, y un poco más allá, el jardín botánico, el Arboretum, dejando atrás la Chew Avenue; con el sauce llorón que la rodeaba como un enorme iglú de hojas, y su noción del Paraíso que colgaba atrapada, de algún modo, en las copas balanceantes de esos árboles altos, altísimos, los álamos que mostraban, mientras corría un soplo de brisa, sus blancas partes inferiores, como si en su interior habitaran espíritus…, era comprensible que en tiempos remotos los pueblos primitivos adoraran a los árboles. En la otra dirección, en el tranvía que iba por Germantown Avenue, justo a una manzana de su casa, se llegaba a Fairmont Park, que en verdad era interminable, atravesado por el río Wissahickon. La parada estaba ante el seminario luterano, con sus encantadores edificios antiguos de piedra y sus seminaristas, tan jóvenes y guapos, y entregados; podías verlos en los paseos, a la sombra. Por entonces no existía todavía todo eso de la música con guitarras ni la ordenación de mujeres ni el debate sobre los matrimonios entre personas del mismo sexo. En la biblioteca, los muchachos hablan tan alto como si estuvieran en las salas de estar de sus casas, y lo mismo en los cines, se han perdido los modales, la televisión ha echado a perder la buena educación. Cuando Jack y ella vuelan a Nuevo México para visitar a Markie en Albuquerque, no hay más que ver la irrespetuosa forma de vestir del resto de los pasajeros, con pantalones cortos y lo que parecían pijamas: la televisión ha hecho que la gente se sienta en casa en todas partes, sin importarles su aspecto, había hasta mujeres tan gordas como ella en pantalón corto; no deben de mirarse nunca al espejo.

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