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Al trabajar cuatro días a la semana en la biblioteca, no puede ver con la frecuencia necesaria los seriales de mediodía para estar al tanto de todos los giros de las tramas, pero éstas, hasta tres o cuatro entrelazadas, como se hace ahora, se desarrollan lo bastante lentas como para que tampoco sienta que ha perdido el hilo. Se ha convertido en una costumbre a la hora del almuerzo. Se prepara un bocadillo o una ensalada o las sobras de hace un par de noches recalentadas en el microondas -parece que Jack ya es incapaz de terminarse lo que hay en el plato- y de postre un poco de tarta de queso o unas cuantas galletas, de avena y pasas si le da por controlarse, se acomoda en la butaca y se deja llevar por las imágenes: actores y actrices jóvenes, generalmente dos o tres a la vez en alguno de esos platós que parecen demasiado grandes, y con todo recién comprado como para ser una habitación de verdad, con cierto eco escénico en el aire y esa especie de zumbidos que ponen en todos los programas, no la música de órgano de los seriales radiofónicos sino unas notas sintetizadas -ésa es la palabra, deduce- que en ocasiones suenan casi como un arpa y en otras como un xilófono con acompañamiento de violines, todo como de puntillas para dar sensación de suspense. La música subraya las confesiones dramáticas o las frases de las discusiones que dejan a los actores mirándose fijamente los unos a los otros en primeros planos, aturdidos, con globos oculares que brillan por la pena o el rencor, cruzando constantemente pequeños puentes en la rejilla interminable de sus relaciones: «No me importa para nada el bienestar de Kendal…», «Seguramente sabías que Ryan nunca quiso tener hijos, lo aterraba la maldición familiar…», «Tengo la impresión de que toda mi vida se me ha escapado de las manos. Ya no sé quién soy ni qué pienso…», «Lo veo en tus ojos, todo el mundo quiere a los ganadores…», «Tienes que respetarte más y alejarte de ese hombre. Deja que tu madre se quede con él si eso es lo que quiere: están hechos el uno para el otro…», «En serio, me odio con todas mis fuerzas…», «Es como si estuviera perdida en el desierto…», «Jamás he pagado por sexo, y no voy a empezar ahora». Y a continuación una voz, menos furiosa y asustada, hablándole al espectador: «Las curvas femeninas a veces causan rozaduras. Los fabricantes de Monistat entienden este problema íntimo, y por eso presentan ahora un producto insólito. Nunca antes ha visto nada parecido».

A Beth le parece que las actrices jóvenes tienen una manera nueva de hablar, rizando los finales de las frases en el velo del paladar como si fueran a hacer gárgaras, y también un aspecto más natural, o menos postizo y plastificado que el de los jóvenes que salen, cuya apariencia es la de simples actores; a diferencia de las actrices, que no recuerdan tanto a una Barbie, éstos son más como Ken, el compañero de la muñeca. Cuando hay tres personajes en pantalla, por lo general son dos mujeres rebajándose por un pimpollo que queda al margen, con gesto sufrido y mandíbula pétrea; si son cuatro, uno de los hombres es un tipo mayor, de precioso cabello entrecano, como el busto del «Antes» en los anuncios de Grecian 2000, y los torbellinos cruzados que flotan en el aire se van volviendo más tupidos hasta que una música ascendente y estremecedora los rescata momentáneamente para dar paso a otro racimo de «consejos». A Beth le fascina pensar que así es la vida: competencias, azuzadas por la codicia, el sexo y los celos que llegan al extremo del asesinato, y todo ello supuestamente entre gente corriente de Pine Valley, una típica comunidad de Pennsylvania. Ella es de ese estado y nunca vio un lugar igual. ¿Qué es lo que se ha perdido en su vida? «Tengo la impresión de que toda mi vida se me ha escapado de las manos», dijo una vez un personaje de All My Children, quizás Erin. O Krystal. La frase atravesó a Beth como una flecha. Unos padres que la querían, un matrimonio feliz aunque no del todo convencional, un maravilloso hijo único, un trabajo que la estimulaba intelectualmente, no sujeto a esfuerzos físicos, prestando libros y buscando información en Internet: el mundo se ha conjurado para volverla blanda y obesa, aislada de las pasiones y los peligros que crepitan allí donde las personas entran verdaderamente en fricción con sus semejantes. «Ryan, créeme, quiero ayudarte, de verdad, haría lo que fuera; envenenaría a tu madre por ti si me lo pidieras.» Nadie le dice cosas así a Beth. Lo más extravagante que le ha pasado fue que sus padres se negaron a asistir a su boda por lo civil con un judío.

Los pimpollos a quienes van dirigidos estos ardientes juramentos suelen ser lentos a la hora de responder. Hay algo espeluznante, rotundo, en el silencio que se abre en los huecos del diálogo. A menudo, Beth teme que se les haya olvidado el guión, pero al cabo de un rato sueltan la siguiente frase, después de una pausa larguísima. Los culebrones que se emiten durante el día tienen algo que no se ve en los programas de la noche -realities de policías, series cómicas, los telediarios con sus bromitas entre los cuatro presentadores (un hombre y una mujer que hacen de locutores, el dicharachero encargado de la sección de deportes y, finalmente, el blanco de sus pullas y amables reproches, el hombre del tiempo un tanto bobalicón)-: se desarrollan en un ambiente con silencio de fondo, un silencio grueso y rebosante que ni todas las declaraciones de amor, confesiones tensas, falsas aseveraciones y rabiosas animadversiones pueden borrar, como tampoco pueden las estridentes músicas sobrenaturales ni la intervención súbita de la débil canción pop que sirve de cierre al capítulo. Un silencio aterrador es el firme que lo sujeta todo, como imanes en la puerta de una nevera: al reparto en sus habitaciones de tres tabiques con eco y a Beth en su butaca extra ancha, enfadada consigo misma porque no se ha puesto en el plato suficientes galletas de avena y el teléfono no para de sonar, así que tendrá que abandonar su La-Z-Boy, esa isla de perfecta comodidad acolchada, justo ahora que David, el cardiólogo increíblemente guapo, le dedica unas palabras de alto voltaje a Maria, la bella cirujana cerebral cuyo marido Edmund, el periodista ganador de un Pulitzer, fue asesinado en un episodio anterior que Beth, por desgracia, se perdió. Se levanta por etapas. Primero estira la palanca para bajar el reposapiés, luego, tras luchar contra la oscilación de la mecedora, apoya los pies en el suelo, se aferra al brazo izquierdo de la butaca con ambas manos para ponerse casi derecha y finalmente, con una exclamación perceptible, carga todo su peso sobre las rodillas, expectantes, que se van enderezando lenta y dolorosamente mientras Beth recupera el aliento. Al principio del proceso había cambiado de lugar el plato vacío, del reposabrazos a la mesilla auxiliar, pero se dejó el mando a distancia en el regazo y ahora se ha caído al suelo. Ahí lo ve, los botones numerados del pequeño panel rectangular junto con las manchas de café y restos de comida que con el tiempo se han ido acumulando en la moqueta verde pálido. Jack la avisó de que la suciedad se vería mucho en una moqueta así, pero los colores claros se llevaban mucho ese año, es lo que dijo el vendedor. «Le da un toque fresco, actual», había asegurado. «El espacio parecerá más amplio.» Todo el mundo sabe que las alfombras orientales disimulan mejor las manchas, pero ¿llegaría el día en que Jack y ella podrían permitirse una? Hay una tienda en Reagan Boulevard donde las venden de segunda mano y a precio de ganga, pero ni Jack ni ella van nunca juntos por esas calles, que es donde mayoritariamente compran los negros. Y en cualquier caso, estando usada sabe Dios qué habrán derramado encima los antiguos propietarios, qué seguirá escondido en las fibras. La sola idea es desagradable, como sucede con las moquetas de los hoteles. Beth no quiere ni pensar en darse la vuelta y agacharse para recoger el mando, su sentido del equilibrio ha empeorado con la edad, y debe de haber algún motivo urgente por el que la persona que está llamando no cuelga. Tuvieron contestador automático una época, pero llegaron tantas llamadas de padres cascarrabias cuyos hijos no lograban entrar en las universidades que Jack les recomendaba que hubo que desconectarlo. «Y si me encuentran en casa ya me las apañaré», dijo. «La gente no es tan maleducada cuando quien descuelga es una persona.»

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