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Jack Levy, perdido en la multitud, sin prisa por volver a casa y afrontar el inicio de un verano en compañía de su esposa, y taciturno tras el alegre intercambio de opiniones con Carrie Mackenzie, sintiéndose excluido de esta sociedad del todo vale, se topa con Teresa Mulloy, pecosa y sofocada. Lleva una orquídea ya marchita prendida en la arrugada chaqueta de un traje de lino claro. La saluda con seriedad:

– Enhorabuena, señora Mulloy.

– ¡Hola! -responde ella. El acontecimiento le parece digno de exclamaciones, y toca ligeramente el antebrazo de Jack, como para restablecer la floreciente intimidad de su último encuentro. Sin aliento, soltando las primeras palabras que le vienen a la cabeza, le dice-: ¡Debe de esperarte un verano maravilloso!

El comentario lo desconcierta.

– Oh, lo mismo de siempre. No hacemos gran cosa. Beth sólo libra unas semanas de la biblioteca. Yo intento ganar algún dinerillo dando clases particulares. Tenemos un hijo en Nuevo México y vamos a visitarlo unos días, normalmente en agosto; hace calor pero no el bochorno de aquí. Beth tiene una hermana en Washington, pero allí aún hace más bochorno, así que solía venir a visitarnos e íbamos juntos a algún lugar de montaña durante una semana, a una u otra orilla del cañón del río Delaware. Pero ahora está de trabajo hasta el cuello, siempre surge alguna emergencia, y este verano… -«Cállate, Levy. No lo digas ni aunque te maten.» Quizás ha sido acertado hablar en la primera persona del plural, recordarle a esta mujer que tiene una esposa. De hecho, piensa en las dos como si fueran parte de un mismo continuo, por la blancura de sus pieles y la tendencia a engordar, pero en el caso de Beth, con veinte años de ventaja-. ¿Y tú? Tú y Ahmad.

El traje chaqueta es suficientemente sobrio -color cáscara de huevo sobre una blusa camisera blanca-, aunque algunos toques de color delatan un espíritu libre, una artista además de madre. Sus manos, esas manos de uñas cortas y carne firme, están cargadas de macizos anillos de turquesa, y sus brazos, que a contraluz revelan halos de vello refulgente, soportan una horda de tintineantes brazaletes de oro y coral. Resulta desconcertante que lleve un amplio pañuelo de seda, estampado con formas abstractas rectilíneas y círculos simples, anudado bajo la barbilla y cubriéndole el cabello salvo por la línea borrosa, con algunos rebeldes filamentos rojizos, que empieza en la curva de su blanca frente irlandesa. Al verse con los ojos de Levy, fijos en el desenfadado recato de su pañuelo, ríe y se explica:

– Él quería que me lo pusiera. Ha dicho que lo único que pedía por su graduación era que su madre no pareciera una puta.

– Cielo santo. En cualquier caso, y aunque suene raro, te favorece. ¿La orquídea también ha sido idea de tu hijo?

– No del todo. El resto de muchachos se la ponen a sus madres, y él se habría sentido avergonzado si no la hubiera llevado. Tiene una vena conformista.

Su rostro enmarcado en tela, con sus saltones ojos verdes, pálido como un cristal encontrado en la playa, parece mirarle a hurtadillas; el cubrimiento encierra cierta provocación, implica una deslumbrante desnudez ulterior. El pañuelo habla de sumisión, lo cual excita a Jack, que se le arrima a causa de las presiones del gentío, como tomándola bajo su protección. Ella dice:

– He visto algunas madres con la cabeza cubierta, musulmanas negras, bastante espectaculares tan de blanco, y también algunas estudiantes que se graduaban, hijas de turcos… De niños llamábamos «turcos» a los hombres de tez oscura de las fábricas textiles, pero está claro que no todos lo eran. Estaba pensando: «Apostaría a que soy la que tiene el pelo más rojo debajo». Las monjas estarían contentísimas. Decían que hacía ostentación de mis encantos. En esa época no sabía ni qué eran los encantos ni cómo se podía alardear de ellos. Simplemente, allí estaban, parece ser. Mis supuestos encantos.

Tienen en común cierta tendencia a la cháchara, aquí en medio de tanta gente entusiasmada. Él dice en voz baja, con sinceridad:

– Has sido una buena madre complaciendo a Ahmad. La cara de Teresa pierde su chispa traviesa.

– La verdad, nunca me ha pedido mucho, y ahora se va. Siempre parecía estar muy solo. Así se metió en todo esto de Alá, sin mi ayuda. Con menos que mi ayuda, diría yo: me amargaba que se preocupara tanto por un padre que jamás movió un dedo por él. Por nosotros. Pero supongo que un chico necesita un padre, y si no lo tiene se lo inventará. ¿Qué tal este freudismo de pacotilla?

¿Es consciente de lo que le está haciendo, empujarlo a desearla? A Beth nunca se le ocurriría sacar a Freud a colación. Levy dice:

– Ahmad estaba muy apuesto allá arriba, con la toga. Me temo que empecé a conocer a tu hijo demasiado tarde. Le tengo aprecio aunque sospecho que no es recíproco.

– Te equivocas, Jack. Él valora que quieras darle expectativas más elevadas. Dentro de un tiempo, quizá sea él mismo quien las busque. Por ahora sigue enfrascado con el permiso de conducir camiones. Ha aprobado el examen escrito y dentro de dos semanas se presenta a las pruebas físicas. Los del condado de Passaic tienen que ir a Wayne. Comprueban que no eres daltónico y que tienes suficiente visión periférica. Siempre he pensado que los ojos de Ahmad son bonitos. De un negro profundo. Su padre los tenía más claros, cosa rara, de un color como el pan de jengibre. Digo «cosa rara» porque podrías pensar que Omar los tenía más oscuros, siendo los míos tan claros.

– En los ojos de Ahmad he percibido un rastro de tu verde.

Ella pasa por alto el flirteo y prosigue:

– Pero su agudeza visual no es perfecta, tiene astigmatismo. Aunque siempre ha sido demasiado vanidoso para llevar gafas. Podría pensarse que con tanta devoción no sería presumido, pero lo es. Quizá no sea vanidad, sino el convencimiento de que si Alá hubiera querido ponerle gafas a alguien, pues se las habría dado. Le costaba ver la pelota en el béisbol, ése fue uno de los motivos por los que se apuntó a atletismo.

Este torrente de inesperados detalles sobre un chico no tan diferente, a juicio de Jack Levy, de los cientos con los que trata cada año, agudiza su sospecha de que esta mujer quiere volver a verle. Dice:

– Supongo que no va a necesitar aquellos catálogos de universidades que le dejé hace un mes.

– Espero que los pueda encontrar: su habitación es un desastre, excepto el rincón donde reza. Tendría que habértelos devuelto, Jack.

– No problema, señora * -Se ha percatado de que a su alrededor, en medio del alborozo y los empujones del gentío, que ya empieza a menguar, hay gente que los mira y les deja un poco de espacio, intuyendo que ahí se está cociendo algo. Se siente incriminado por la sobreexaltación de Terry mientras tenazmente intenta corresponder a la sonrisa de la cara redonda, radiante, rociada de pecas, que tiene delante.

La sombra de una nube grande, con el centro oscuro, barre la luz del sol y arroja un aire lúgubre al escenario: el mar de escombros, la calle cortada al tráfico, la muchedumbre de padres y parientes con atuendos coloristas, la fachada oficial del Central High, con la columnata de su portal, sus ventanas con barrotes, tan alta que hace las veces de telón de fondo en un montaje operístico que empequeñece a los cantantes de un dúo.

– Ahmad ha sido desconsiderado -dice su madre- al no devolvértelos en el instituto. Ahora es demasiado tarde.

– Como he dicho, no hay problema. Podría pasarme a recogerlos -propone-. Llamaré antes para asegurarme de que estás en casa.

De niño, cuando vivía en Totowa Road, que aún era bastante rural salvo por las recientes casas al estilo rancho, cuando en invierno iba a pie a la escuela, Jack a veces se aventuraba a andar, para ponerse a prueba, por un estanque helado -ya hace tiempo que edificaron encima- que le pillaba de camino.

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* En español en el original. (N. del T.)

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