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El piloto rojo que hay sobre el ojo de buey se apaga. Ya no está grabando. De repente el hombre se encoge, sólo oirán sus palabras el puñado de técnicos y de fieles funcionarios que pululan a su alrededor en este incómodo estudio radiotelevisivo a prueba de bombas, hundido varias decenas de metros bajo el suelo de Pennsylvania Avenue. A otros miembros del gabinete ministerial les dan edificios federales de mármol y piedra caliza tan largos que cada uno tiene su propio horizonte, mientras que él debe acurrucarse en un despachito sin ventanas en el sótano de la Casa Blanca. Con un hercúleo suspiro de fatiga, el secretario le da la espalda a la cámara. Es un hombre corpulento, con una tajada de músculos en la espalda que supone problemas añadidos a los sastres que confeccionan sus trajes azul oscuro. La boca, en su enorme cabeza, parece agresivamente pequeña. El corte de pelo, en esa misma cabeza, también parece pequeño, como si le hubieran encasquetado el sombrero de otro. Su acento de Pennsylvania no es cerrado ni rezonga, comiéndose las sílabas, como el de Lee Iacocca, ni tampoco es un graznido chirriante como el de Arnold Palmer. Siendo de una generación más joven que éstos, habla un inglés neutro, que queda bien en los medios; sólo la tensa solemnidad y ciertos matices que da a las vocales delatan su origen, un estado famoso por su seriedad, por el esfuerzo honrado y la entrega estoica, por los cuáqueros y los mineros de carbón, por los granjeros amish y los magnates del acero presbiterianos temerosos de Dios.

– ¿Qué me dice? -le pregunta a una ayudante, delgada y con los ojos irritados, también de Pennsylvania, de sesenta y cuatro años de edad pero virginal, Hermione Fogel.

La piel transparente de Hermione y su porte nervioso y turbado manifiestan el deseo instintivo del subalterno de volverse invisible. El espíritu bromista y pesado con que el secretario expresa su afecto y confianza le sirvió para traérsela de Harrisburg y darle el cargo informal de subsecretaria de Bolsos de Mujer. El asunto tenía entidad suficiente. Siendo los bolsos de mujer simas que albergaban desorden y tesoros sedimentados, en sus profundidades los terroristas podían esconder gran cantidad de diminutas armas: navajas de bolsillo, bolas explosivas de gas sarín, pistolas paralizantes con forma de pintalabios. Fue Hermione quien ayudó a desarrollar el protocolo de registro para esta crucial área de oscuridad, incluido la sencilla vara de madera con la que los guardias de seguridad de las entradas podían sondear las profundidades de los bolsos y no ofender a nadie hurgando en ellos con las manos desnudas.

La mayoría del personal de seguridad era de alguna minoría, y muchas mujeres, sobre todo las mayores, se espantaban al ver la intrusión de unos dedos negros o morenos en sus bolsos. El adormilado gigante del racismo estadounidense, arrullado por décadas de cantinelas oficiales progresistas, volvía a despertarse en cuanto afroamericanos e hispanos, quienes -la queja se oía a menudo- «ni siquiera hablan inglés como es debido», adquirían autoridad para cachear, preguntar, retrasar, conceder o denegar acceso y permiso para tomar un avión. En un país donde los controles de seguridad se multiplican, los guardianes se multiplican también. Los profesionales bien pagado» que surcaban los aires y frecuentaban los recientemente fortificados edificios gubernamentales tenían la sensación de que le habían sido otorgadas potestades tiránicas a una clase inferior de morenos. Las cómodas vidas que apenas hace una década se movían con facilidad por circuitos de privilegio y accesos franqueados a priori se encuentran ahora con escollos a cada paso, mientras guardias celosos hasta la exasperación sopesan permisos de conducir y tarjetas de embarque. El interruptor ha dejado de activarse, las puertas se mantienen cerradas donde antes un proceder seguro de sí mismo, un traje correcto, una corbata, y una tarjeta de visita de cinco centímetros por siete y medio las habían abierto. Con estas inflexibles y tupidas precauciones, ¿cómo va a funcionar el capitalismo, que es un mecanismo fluido, accionado hidráulicamente, por no hablar ya del intercambio intelectual y la vida social de las familias extensas? El enemigo ha cumplido su objetivo: el ocio y los negocios en Occidente se han empantanado de una manera desmesurada.

– Creo que ha ido muy bien, como de costumbre. -Hermione Fogel responde a una pregunta que el secretario ya casi ha olvidado. Está preocupado: las exigencias contradictorias de privacidad y seguridad, de comodidad y medidas de precaución, son su pan de cada día, y aun así la compensación que recibe en términos de popularidad es casi nula, y en términos económicos definitivamente modesta, con unos hijos a punto de ir a la universidad y una esposa que debe mantenerse a la altura en los interminables encuentros sociales del Washington republicano. Con la excepción de una mujer negra, soltera, profesora universitaria políglota y experta pianista que está a cargo del programa estratégico a escala mundial y a largo plazo, los colegas del secretario en la administración nacieron ricos y han amasado fortunas adicionales en el sector privado durante los ocho años de vacaciones que duró la presidencia de Clinton. En esos años de vacas gordas el secretario estaba atareado abriéndose camino por puestos gubernamentales mal pagados en el estado de la Piedra Angular, como llaman a Pennsylvania. Ahora todos los clintonianos, incluidos los propios Clinton, se están montando en el dólar con sus memorias sin tapujos, mientras que el secretario, leal e impasible, está desposado con la obligación de mantener la boca bien cerrada, ahora y por los siglos de los siglos.

No es que sepa algo que sus arabistas no le hayan dicho; el mundo que monitorizan, lleno de charlas electrónicas salpicadas por el crepitar de eufemismos poéticos y bravatas patéticas, le es tan ajeno y repugnante como cualquier submundo informático de lerdos insomnes, por mucho que tengan sangre caucásica y educación cristiana. «Cuando el cielo se hienda en el este y se tiña de rojo coriáceo»: la inserción en esta cita coránica de una expresión que no aparece en el Corán («en el este») puede o no, ligada a varias «confesiones» inconexas y extravagantes de activistas detenidos, justificar que eleve el nivel de vigilancia policial y militar concedida a ciertas instituciones financieras del Este, ubicadas siempre en los monumentales rascacielos que parecen resultar atractivos a la mentalidad supersticiosa del enemigo. El enemigo está obsesionado con los lugares sagrados. Y como los antiguos archienemigos comunistas, los actuales están convencidos de que el capitalismo tiene un cuartel general, de que hay una cabeza que se puede cortar, lo que dejaría a los rebaños de fieles desamparados, listos para aceptar como borregos agradecidos una tiranía ascética y dogmática.

El enemigo no puede creer que la democracia y el consumismo sean fiebres que el hombre de la calle lleva en la sangre, una consecuencia del optimismo instintivo de cada individuo y del deseo de libertad. Incluso para un religioso practicante como el secretario, el fatalismo por voluntad de Dios y la creencia sin fisuras en la otra vida ya quedaron atrás, en la Alta Edad Media. Los que todavía mantienen la creencia parten con una ventaja: están ansiosos por morir. «Los que no creen aman la vida perecedera»: ése era otro verso que salía a menudo en los corrillos de Internet.

– Me van a criticar por esto -le confiesa triste el secretario a la que rebautizó como subsecretaria-. Si no pasa nada, seré un alarmista. Y si pasa, seré una sanguijuela perezosa en la nómina pública que permitió la muerte de miles de personas.

– Nadie diría algo así -lo tranquiliza Hermione, comprensiva, ruborizándosele la cetrina piel de solterona-. Todo el mundo, incluso los demócratas, sabe que es usted el responsable de una tarea imposible que sin embargo debe hacerse, por el bien de nuestra supervivencia como nación.

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