Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Jack Levy suspira de nuevo y piensa en la siguiente entrevista, otro adolescente necesitado, hosco y desencaminado a punto de zarpar al cenagal del mundo.

– Bien, quizá no debería decir esto, Ahmad, pero en vista de sus notas y pruebas de aptitud, y del aplomo y la seriedad realmente insólitos que demuestra, creo que su… ¿cómo se dice?… imán le ha ayudado a tirar por la borda sus años de instituto. Ojalá hubiera seguido en la formación preuniversitaria.

Ahmad sale en defensa del sheij Rachid:

– Señor, no dispongo de recursos para pagar la universidad. Mi madre se considera una artista, prefirió dejar sus estudios cuando no era más que enfermera auxiliar a dedicar dos años más a su propia formación antes de que yo empezara a ir a la escuela.

Levy se enmaraña el pelo ralo, que ya lleva despeinado.

– Vale, de acuerdo. Es una época difícil, y con los gastos en seguridad y las guerras de Bush apenas quedan excedentes. Pero seamos realistas: aún hay mucho dinero en becas para chicos de color listos y responsables. Podríamos haber conseguido alguna, estoy convencido. No para Princeton, seguramente, ni tampoco para Rutgers, pero una plaza en Bloomfield o Seton Hall, en Farleigh Dickinson o Kean también sería excelente. Con todo, por ahora, eso es agua pasada. Siento no haber podido atender con más antelación a su caso. Termine el instituto y ya veremos cómo ve lo de ir a la universidad dentro de uno o dos años. Sabe dónde encontrarme, haré lo que pueda. Si me lo permite, ¿qué ha pensado hacer después de graduarse? Si no tiene perspectivas laborales, considere la posibilidad del ejército. Ya no es ningún chollo, pero aun así sigue ofreciendo bastante: se aprenden algunas técnicas y después lo apoyarán si quiere educación superior. A mí me sirvió. Si habla algo de árabe, estarían encantados de acogerle.

La expresión de Ahmad se tensa:

– El ejército me enviaría a luchar contra mis hermanos.

– O a luchar por sus hermanos, ¿no? No todos los iraquíes son de la insurgencia, ya sabe. La mayoría no lo son. Sólo quieren salir adelante. La civilización empezó ahí. Era un pequeño país próspero, hasta que llegó Saddam.

El chico frunce el ceño, sus cejas tupidas, gruesas y, aunque de vello fino, viriles, se arrugan. Ahmad se levanta para irse, pero Levy no está todavía dispuesto a dejarlo marchar.

– He preguntado -insiste- si tenía algún trabajo a la vista.

La respuesta llega con reticencia:

– Mi profesor cree que podría conducir camiones.

– ¿Conducir… camiones? ¿De qué tipo? Los hay de muchas clases. Sólo tiene dieciocho años. Tengo entendido que no se puede obtener el permiso para un camión articulado o un camión cisterna o ni siquiera para un autobús escolar hasta los veintiuno. El examen para sacarse el carnet de vehículos comerciales es difícil. No podrá conducir fuera del estado hasta que cumpla los veintiuno. Ni podrá transportar materiales peligrosos.

– ¿No podré?

– Si no recuerdo mal, no. Antes que usted pasaron por aquí otros jóvenes que estaban interesados; muchos se asustaron, por la parte técnica y la normativa. Hay que afiliarse al sindicato de camioneros. Es una carrera con muchos obstáculos. Y muchos matones.

Ahmad se encoge de hombros; Levy ve que ha agotado el cupo de cooperación y cortesía del joven. El chico no dice ni pío. Muy bien, pues Jack Levy tampoco. Lleva mucho más tiempo en Jersey que este mocoso pretencioso. Como era de esperar, el varón con menos experiencia cede y rompe el silencio.

Ahmad siente la necesidad de justificarse ante este judío infeliz. El señor Levy desprende un aroma de infelicidad, como la madre de Ahmad después de que la deje un novio y antes de que aparezca el siguiente y cuando no ha vendido un cuadro en meses.

– Mi profesor conoce a gente que podría necesitar un conductor. Yo tendría a alguien que me enseñase cómo funciona todo -explica-. La paga es buena -añade.

– Y las horas, muchas -dice el tutor, cerrando de golpe la carpeta del estudiante tras haber garabateado en la primera página «cp» y «se», sus abreviaturas para «causa perdida» y «sin carrera». Dígame, Mulloy, su religión… ¿es muy importante para usted?

– Sí.

El chico oculta algo, Jack puede olerlo.

– Dios… Alá… es algo muy serio para usted. Lentamente, como si estuviera en trance o recitara algo de memoria, Ahmad dice:

– Él está en mí, y a mi lado.

– Bien. Bien. Me alegra oír eso. No lo pierda. Yo tuve mis contactos con la religión, mi madre encendía las velas en Pascua, pero a mi padre todo eso le parecían patochadas. Seguí su ejemplo y lo dejé perder también. La verdad, tampoco es que llegara a tener nada. Polvo al polvo, es así como veo yo esas cosas. Lo siento.

El chico parpadea y asiente, un poco asustado por semejante confesión. Sus ojos parecen dos lámparas redondas y negras sobre el blanco austero de la camisa. Quedan grabados a fuego en la memoria de Levy y a ratos vuelven como las imágenes persistentes del sol al ponerse o el flash de una cámara cuando uno posa obediente, intentando resultar natural, y salta el fogonazo antes de lo previsto.

Levy no afloja:

– ¿Cuántos años tenía cuando… cuando encontró la fe?

– Once, señor.

– Curioso. A esa edad yo anuncié a mis padres que dejaba el violín. Los desafié. Me impuse. Al diablo con todo-. El chico sigue mirándole fijamente, rechazando el vínculo-. Vale -Levy se da por vencido-, quiero que lo piense un poco más. Quiero volver a verle y darle algunos datos más antes de que se gradúe. -Se levanta y, llevado por un impulso, estrecha la mano del joven alto, esbelto, frágil en apariencia, un gesto que no tiene con todos los chicos después de una entrevista, y menos aún con una chica con los tiempos que corren: el más ligero roce puede terminar en una denuncia. Algunos de estos chochetes tienen demasiada imaginación. Ahmad le ha tendido una mano floja, húmeda; Jack se sorprende: aún es un chaval tímido, todavía no es un hombre-. Y si no nos vemos -concluye el tutor-, que tenga una gran vida, amigo.

El domingo por la mañana, mientras la mayoría de americanos siguen en la cama, aunque unos pocos hayan madrugado para ir a una misa temprana o a jugar al golf con la hierba todavía húmeda por el rocío, el secretario de Seguridad Nacional actualiza el nivel de amenaza terrorista -así lo llaman- de amarillo, que únicamente significa «elevado», a naranja, que significa «muy alto». Ésas son las malas noticias. Las buenas son que este nivel sólo se aplica a áreas específicas de Washington, Nueva York y el norte de New Jersey; el resto del país se queda en amarillo.

El secretario, sin poder esconder del todo su acento de Pennsylvania, anuncia a la nación que recientes informes de los servicios secretos indican que se pueden producir ataques, «con alarmante precisión y nada alejados en el tiempo», así lo dice, en esas zonas metropolitanas de la costa este, que «han sido estudiadas por los enemigos de la libertad con las herramientas de reconocimiento más sofisticadas». Centros financieros, estadios deportivos, puentes, túneles, metros… nada está a salvo. «Puede que a partir de ahora se encuentren», le cuenta al objetivo de la cámara de televisión, que es como un ojo de buey de color pistola, cubierta con una lente, a cuyo otro lado se apiña un montón de ciudadanos confiados, angustiados, «con zonas de seguridad alrededor de edificios que impidan el acceso a coches y camiones sin autorización; con restricciones en algunos aparcamientos subterráneos; con personal de seguridad que emplee tarjetas identificativas y fotografías digitales para que quede registrado quién entra y sale de los edificios; con más refuerzos policiales; y con registros a fondo de vehículos, embalajes y paquetes.»

Pronuncia con cariño y énfasis la expresión «registros a fondo». Evoca una imagen de hombres fornidos en monos verdes o gris azulados destripando vehículos y paquetes, descargando con vigor la frustración diaria que siente el secretario ante las dificultades del cargo. Su cometido es proteger, a pesar de sí misma, a una nación de casi trescientos millones de almas anárquicas con sus correspondientes millones de impulsos irracionales y actos caprichosos que se salen de los límites de lo potencialmente vigilable. Estas lagunas e irregularidades colectivas de la multitud forman una superficie muy accidentada sobre la cual el enemigo puede plantar uno de sus cultivos tenaces y pandémicos. Destruir, el secretario lo ha pensado a menudo, es mucho más fácil que construir -al igual que alterar el orden social es más fácil que mantenerlo- y los guardianes de la sociedad tienen que ir siempre a la zaga de quienes pretenden destruirla, de la misma manera que -de joven había formado parte del equipo de fútbol americano de la Lehigh University – un receptor veloz siempre le puede sacar unos metros al cornerback de la defensa. «Y que Dios bendiga a América», así cierra su intervención pública.

10
{"b":"101263","o":1}