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– ¿Y por qué? -pregunta-. Moisés había servido al Señor como portavoz, dentro y fuera de Egipto. Portavoz: nuestro presidente, allá en Washington, tiene un portavoz; los presidentes de nuestras compañías, en las alturas de sus despachos en Manhattan y Houston, tienen portavoces, a veces son mujeres, porque el dejar oír su voz es algo innato en ellas, ¿o no, hermanos? -Lo cual propicia carcajadas y risas tontas, invitando a una digresión-: ¿Cómo no va a ser así? Nuestras queridas hermanas sí que saben hablar. Dios no le dio a Eva robustez de brazos y hombros como a nosotros, pero le dio redobladas fuerzas en la lengua. Oigo risas, pero no lo toméis a broma, es la simple evolución, igual que son ellas quienes quieren dar clases a nuestros inocentes hijos en todas las escuelas públicas. Ahora en serio: hoy ya nadie confía en sí mismo ni para hablar en su propio nombre. Es demasiado arriesgado. Hay demasiados abogados observando y anotando lo que dices. Y bien, si yo tuviera portavoz, ahora mismo estaría en casa viendo en la tele el programa de entrevistas del señor William Moyers o el del señor Theodore Koppel y tomándome otra tostada, incluso una tercera, de esas tan deliciosas que algunas mañanas me prepara mi querida Tilly, bien empapadas de sirope, después de haberse comprado algún vestido nuevo, sí, ropa o algún elegante bolso de piel de caimán que la haga sentirse culpable, aunque sea mínimamente.

Por encima de las risas sofocadas que origina esta revelación, el predicador prosigue:

– Si así fuera, estaría reservando mi voz. Si así fuera, no tendría que estar preguntándome en voz alta, delante de todos vosotros, por qué Dios apartó a Moisés de la Tierra Prometida. Si tuviera un portavoz.

Ahmad tiene la impresión de que, de repente, entre la atenta y fascinada multitud de infieles, kuffar de piel oscura, el predicador se ha puesto a meditar, como si hubiera olvidado por qué está allí, por qué están todos allí, mientras en el exterior suenan las radios ridículamente altas de los coches que pasan por la calle. Pero los ojos del hombre se abren de golpe tras sus gafas y con revuelo se abalanza sobre la Biblia grande, de cantos dorados, que hay en el atril del minbar, y dice:

– He aquí el motivo, Dios nos lo da en el Deuteronomio, capítulo treinta y dos, versículo cincuenta y uno: «Por cuanto pecasteis contra mí en medio de los hijos de Israel, junto a las aguas de Meribá, en Cades, en el desierto de Sin; porque no me santificasteis en medio de los hijos de Israel».

El predicador, enfundado en una túnica azul de anchas mangas por cuyo cuello asoman la camisa y una corbata roja, examina a los feligreses con los ojos abiertos como platos. Ahmad siente como si se fijara sobre todo en él, quizá porque no es un rostro habitual.

– ¿Qué significa -pregunta en voz baja- «Pecasteis contra mí»? ¿«No me santificasteis»? ¿Qué hicieron mal esos pobres israelitas, que tanto tiempo habían sufrido, junto a las aguas de Meribá, en Cades, en el desierto de Sin? Que levante la mano aquel de vosotros que lo sepa.

Nadie, los ha pillado por sorpresa. Entonces el predicador se apresura a continuar, vuelve a consultar la Biblia grande, pasa de golpe un buen montón de páginas, las hojas de bordes dorados se abren por un lugar marcado previamente.

– Todo está aquí, amigos míos. Todo lo que necesitáis saber está precisamente aquí. El Buen Libro explica cómo una partida de exploradores se separó de la gente que Moisés guiaba fuera de Egipto y se adentró en el Néguev, subiendo al norte, hacia el Jordán. Y al volver relataron, como se lee en el capítulo trece del Libro de los Números, que en el país que habían recorrido «ciertamente fluye leche y miel», pero que «el pueblo que habita aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas», y también, «también» es lo que dijeron, vieron allí «a los hijos de Anac», y que eran gigantes junto a los cuales «nosotros éramos, a nuestro parecer, como langostas, y así les parecíamos a ellos». Lo sabían, y lo sabíamos nosotros, hermanos y hermanas, que a su lado éramos únicamente unas langostas pequeñajas, saltamontes que viven sólo unos pocos días en la hierba, en los pastos, antes de la siega, en el exterior del campo de béisbol, adonde ningún bateador lanza la pelota, y después ya desaparecen, y sus exoesqueletos, tan complejos como cualquier otra obra del Señor, crujen fácilmente en el pico de un cuervo o una golondrina, de una gaviota o un boyero.

Ahora las mangas azules del predicador se revuelven, a la luz del atril centellean perdigones de saliva, y el coro de detrás, con Joryleen, se mece.

– Y Caleb dijo: «¡Subamos luego, y tomemos posesión de ella, porque más podremos nosotros que ellos!». -Y el hombre alto de color café lee, con voz vibrante y apresurada, como interpretando a diferentes personas-: «Entonces toda la asamblea se puso a dar gritos; y el pueblo lloró aquella noche. Todos los hijos de Israel murmuraron contra Moisés y contra Aarón, y toda la multitud les dijo: "¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto! ¡Ojalá muriéramos en este desierto!"».

El sacerdote observa con gravedad a los presentes, sus gafas, círculos de pura luz ciega, y repite:

– «¡Ojalá hubiéramos muerto en Egipto!» Entonces, ¿por qué Dios nos sacó de la esclavitud y nos dejó en este desierto -consulta el libro- «para morir a espada, y para que nuestras mujeres y nuestros niños se conviertan en botín de guerra»? ¡En botín! ¡Eh, que esto va en serio! Salgamos por patas… bueno, sobre las patas de burros y bueyes… ¡y regresemos a Egipto! -Echa una mirada al libro y lee un versículo en voz bien alta-: «Y se decían unos a otros: "Designemos un jefe y volvamos a Egipto"». El faraón, bien mirado, tampoco era tan malo. Nos daba de comer, aunque no mucho. Nos procuraba cabañas donde dormir, en el pantano, con todos los mosquitos. Nos enviaba cheques de beneficencia, de vez en cuando. Nos ofrecía trabajo sirviendo patatas fritas en McDonald's a cambio del salario mínimo. Era simpático, en comparación con esos gigantes, los superhijos de Anac.

Se queda de pie, bien erguido, por un momento se deja de imitaciones.

– ¿Y qué hicieron Moisés y su hermano Aarón al respecto? Sale justo aquí, en Números catorce, cinco: «Moisés y Aarón se postraron hasta tocar el suelo con la frente delante de toda la multitud de los hijos de Israel». Se rindieron. Le dijeron a su pueblo, a la gente que supuestamente guiaban en nombre del Señor Todopoderoso, le dijeron: «Quizá tengáis razón. Ya basta. Llevamos demasiado tiempo vagando fuera de Egipto. Estamos hartos de este desierto».

»Y Josué, seguro que os acordáis de él, el hijo de Nun, de la tribu de Efraín, era uno de los doce que fueron a explorar, junto con Caleb; y Josué se alzó y dijo: "Un momento. Un momento, hermanos. Esos cananeos tienen buenas tierras. No les temáis"; y lo que sigue está escrito: "No temáis al pueblo de esta tierra, pues vosotros los comeréis como pan. Su amparo se ha apartado de ellos y el Señor está con nosotros: no los temáis". ¿Y cómo reaccionaron esos israelitas del montón cuando los dos valientes guerreros dijeron: "Vamos, no tengáis miedo de los cananeos"? Pues respondieron: "Lapidadlos, lapidad a esos bocazas". Y cogieron piedras, en ese desierto las había bien afiladas y duras, dispuestos a aplastar las cabezas y las bocas de Caleb y Josué. Entonces ocurrió algo asombroso. Dejad que os lea qué pasó: "Pero la gloria del Señor se mostró en el tabernáculo de reunión a todos los hijos de Israel. Y el Señor dijo a Moisés: '¿Hasta cuándo me ha de irritar este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán, con todas las señales que he hecho en medio de ellos?'". El maná caído del cielo había sido una señal. El agua que manó de la peña de Horeb había sido una señal. La voz de la zarza ardiente había sido una señal bien clara. Las columnas de nubes por el día y de fuego por la noche fueron señales. Señales, señales todo el día, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

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