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Con los años ha descubierto que si elude un tema, ella preferirá saltar rápidamente a otro antes que perder por completo su atención.

– Ya que hablamos de anticuerpos, Herm me dijo ayer cuando hablamos por teléfono… Esto es estrictamente confidencial, Jack, ni siquiera yo debería saberlo, prométeme que no se lo dirás a nadie.

– Prometido.

– Me cuenta estas cosas porque tiene que desahogarse con alguien, y me tiene a mí que estoy alejada de sus círculos. Al parecer su jefe está a punto de subir el nivel de alerta terrorista en esta zona de amarillo a naranja. Pensé que lo dirían en la radio, pero se ve que no. ¿De qué crees que se trata?

El jefe de Hermione es el secretario de Seguridad Nacional en Washington, un cristiano renacido secuaz de la derecha con un apellido alemán, algo así como Haffenreffer.

– Simplemente les interesa que pensemos que hacen algo con el dinero de nuestros impuestos. Quieren que creamos que controlan la situación. Pero no saben.

– ¿Es eso lo que te preocupa cuando estás absorto?

– No, cariño. Para serte sincero, es lo último en lo que pensaría. Que vengan, a ver si es verdad. Estaba pensando, al mirar por la ventana, que una buena bomba bastaría para todo el barrio.

– Oh, Jack, no deberías bromear sobre eso. Aquellos pobres hombres de los pisos altos de las torres, llamando a sus esposas por el móvil para decirles que las querían…

– Lo sé, lo sé. Ni siquiera debería permitirme las bromas.

– Markie dice que tendríamos que mudarnos a algún sitio cerca de él, en Albuquerque.

– Lo dice, cariño, pero no en serio. Que nos vayamos a vivir cerca de él es lo último que desea. -Temiendo que esta verdad pueda herir a la madre del chico, bromea de nuevo-: Y no sé por qué. Nunca le pegamos ni lo encerramos en un armario.

– Ellos jamás pondrían una bomba en el desierto -prosigue Beth, como si para ir a Albuquerque sólo quedaran unos cuantos flecos por solucionar.

– Exacto: a «ellos», como siempre dices, «les encanta» el desierto.

A ella le ofende el sarcasmo y lo deja en paz, él se queda mirando con una mezcla de alivio y remordimiento. Beth sacude la cabeza con altivez trasnochada y dice:

– Debe de ser fantástico estar tan tranquilo con lo que a todos los demás nos preocupa.

Vuelve al dormitorio a hacer la cama y, ya puestos a estirar tejidos, a vestirse para ir a la biblioteca.

«¿Qué habré hecho», se pregunta él, «para merecer esta fidelidad, esta confianza conyugal?» Lo ha decepcionado un poco que ella no haya contestado a la grosería de que su hijo, un oftalmólogo acomodado con tres niños tostaditos por el sol y tocados con las gafas de rigor, y su esposa de Short Hills, una rubia de pote, judía pura, superficialmente amable pero en lo básico distante, no los quieran cerca. Él y Beth tienen sus mitos compartidos; uno es que Mark los quiere como ellos lo quieren a él: inevitable al ser su único retoño. En realidad, a Jack Levy no le importaría lo más mínimo irse de ahí. Tras toda una vida en un burgo que tiempo atrás fue industrial y ahora no puede consigo mismo, casi convertido en una jungla tercermundista, no le vendría mal mudarse al sur. Tampoco a Beth. El invierno anterior fue crudo en la región del Atlántico Medio, todavía se ven, en la sombra perpetua que hay entre algunas de las casas del vecindario casi pegadas, montoncitos de nieve ennegrecida por la suciedad.

El despacho de su tutor es uno de los más pequeños del Central High, está en lo que en su día fue un enorme almacén cuyas estanterías metálicas grises han sobrevivido hasta hoy, aguantando el peso de un caos de catálogos universitarios, listines telefónicos, manuales de psicología y números viejos apilados de un sencillo semanario, del mismo formato que el Nation, el Metro Job Market, especializado en estudios sobre la oferta de trabajo de la zona y sus centros de formación técnica. Cuando construyeron el espléndido edificio ochenta años atrás, no vieron la necesidad de dedicar un espacio específico para las tutorías, de esa tarea se encargaban en todas partes: los abnegados padres en lo más íntimo y una cultura popular moralista en lo más superficial, con montones de consejos añadidos en medio. Los niños recibían más tutela de la que eran capaces de digerir. Ahora, casi de modo sistemático, Jack Levy entrevista a chicos que parecen no tener padres de carne y hueso; las instrucciones que reciben del mundo provienen exclusivamente de fantasmas electrónicos que emiten sus señales a través de salas abarrotadas o rapeando en auriculares de espuma negra o codificados en la compleja programación de muñequitos que se mueven a espasmos entre las explosiones que generan los algoritmos de un videojuego. Los estudiantes desfilan ante su tutor como una sucesión de cedés cuya superficie reluciente, a falta de un equipo en el que reproducirlos, no aporta ninguna pista sobre su contenido.

Este estudiante de último curso, la quinta cita de treinta minutos de una larga y agotadora mañana, es un muchacho alto, de tez parda, que lleva unos vaqueros negros y una camisa blanca extraordinariamente limpia. La blancura de la camisa agrede los ojos de Jack Levy, que está un poco sensible por haberse levantado muy temprano. La carpeta que contiene el expediente escolar del chico va marcada con la etiqueta «Mulloy (Ashmawy), Ahmad».

– Tiene un nombre interesante -le dice Levy al joven. Hay algo en el chico que le gusta: gravedad imperturbable, recelo cortés en el mohín de sus labios suaves y más bien carnosos, y el cuidadoso corte de pelo, peinado en una tupida onda que parece coronar su frente-. ¿Quién es Ashmawy?

– ¿Quiere que se lo explique, señor?

– Por favor.

El chico habla con una majestuosidad afligida, a Levy le parece que está imitando a algún adulto que conoce, a un orador pulcro y formal.

– Soy fruto de una madre estadounidense blanca y un estudiante de intercambio egipcio. Se conocieron mientras estudiaban en el campus de New Prospect de la State University of New Jersey. Por aquel entonces, mi madre, que se formó y trabaja como auxiliar de enfermería, cursaba créditos para licenciarse en arte. En su tiempo libre pinta y diseña joyas, con cierto éxito, aunque no el suficiente para mantenernos. Él… -el chico titubea, como si se hubiera topado con un obstáculo en la garganta.

– Su padre -lo interpela Levy.

– Eso es. Él había esperado, así me lo ha explicado mi madre, empaparse de conocimientos sobre la empresa norteamericana y técnicas de márketing. No resultó tan fácil como le habían dicho. Se llamaba… se llama, creo firmemente que sigue vivo, Omar Ashmawy. Y mi madre, Teresa Mulloy. Es de origen irlandés. Se casaron mucho antes de que yo naciera. Soy un hijo legítimo.

– Claro. No lo dudaba. Y tampoco es que importe. No es el hijo el que deja de ser legítimo, no sé si me sigue.

– Sí, señor, gracias. Mi padre sabía muy bien que casándose con una ciudadana americana, por muy dejada e inmoral que fuese, lograría la nacionalidad estadounidense, y así fue, pero lo que no logró fueron ni los conocimientos prácticos ni la red de conocidos que le conducen a uno a la prosperidad en este país. Cuando perdió toda esperanza de conseguir un trabajo que no fuera de baja categoría, yo tenía entonces tres años, batió tiendas. ¿Se dice así? Encontré la expresión en las memorias del gran escritor estadounidense Henry Miller, que la señorita Mackenzie nos hizo leer en clase de inglés avanzado.

– ¿Ese libro? Dios mío, Ahmad, cómo cambian los tiempos. Antes sólo se podía comprar bajo mano. ¿Conoce la expresión «bajo mano»?

– Por supuesto. No soy extranjero. Nunca he salido del país.

– Antes me ha preguntado por «batir tiendas». Es un giro anticuado, pero la mayoría de estadounidenses saben qué significa. Originariamente se refería a desmontar las tiendas de un campamento militar.

– El señor Miller la usó, creo, para referirse a una mujer que le dejó.

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