Los anteriores inquilinos de esta pequeña cámara han dejado pocas huellas de su paso. Algunas rozaduras en los rodapiés, dos o tres quemaduras de cigarrillo en el alféizar y en la superficie de la cómoda, el brillo producido por un uso repetido en el pomo de la puerta y en la cerradura, cierta esencia animal en la áspera manta azul. La habitación está religiosamente limpia, mucho más que su dormitorio del apartamento de su madre, en el que aún se atesoran posesiones impías: juguetes electrónicos con las pilas gastadas, revistas de deportes y automóviles antiguos, ropas supuestamente reveladoras, por el corte austero y ceñido, de su vanidad adolescente. Sus dieciocho años han acumulado testimonios históricos que atraerán, imagina, el interés de los medios informativos: fotos enmarcadas en cartulina con niños entornando los ojos por el sol de mayo en los escalones rojizos de la escuela de primaria Thomas Alva Edison, la mirada oscura de Ahmad y su boca seria perdida entre filas de otras caras, la mayoría negras y algunas blancas, todas empeñadas en el esfuerzo infantil de convertirse en estadounidenses leales y alfabetizados; fotos del equipo de atletismo, con un Ahmad mayor y algo más sonriente; bandas de certámenes atléticos, con su tinte barato rápidamente descolorido; un banderín de fieltro de los Mets, de una excursión en autobús a un partido en el Shea Stadium, durante el primer curso de instituto; una lista bellamente caligrafiada de los nombres de sus compañeros de lecciones coránicas antes de que quedaran reducidas a único alumno, él; su permiso de conducción C; una fotografía de su padre, esgrimiendo la sonrisa del extranjero que desea caer bien, con un fino bigote que debía de resultar pintoresco incluso en 1986, y con el cabello lustroso y peinado con raya en el medio, servilmente alisado, mientras que Ahmad lucía un pelo de textura y grosor idénticos pero cepillado orgullosamente hacia arriba, con una pizca de gomina. El rostro de su padre, se verá por la tele, era, según las convenciones, más apuesto que el del hijo, aunque un tono más oscuro. A su madre, como ocurre con las víctimas televisadas de inundaciones y tornados, la van a querer entrevistar mucho, primero hablará de forma incoherente, llorando y en estado de shock, pero después ya más calmada, volviendo la vista atrás afligida. Su imagen aparecerá en la prensa; será fugazmente famosa. Quizá repunten las ventas de sus cuadros.
Se alegra de que la habitación franca esté limpia de toda pista sobre su persona. Este cuarto es, a su entender, la cámara de descompresión previa al violento ascenso que le espera, en una explosión tan ágil y poderosa como el vigoroso caballo blanco Buraq.
El sheij Rachid parecía reacio a irse. También el sheij, afeitado y con un traje occidental, estaba a punto de partir. No paraba de moverse por la minúscula estancia, abriendo los remisos cajones de la cómoda y cerciorándose de que en el baño hubiera paños y toallas para las abluciones rituales de Ahmad. Se ocupó, puntilloso, de poner la esterilla de los rezos en el suelo, con su mihrab entretejido señalando al este, en dirección a La Meca, y no se olvidó de subrayarle que en la diminuta nevera le dejaba una naranja, un yogur y pan para el desayuno: un pan muy especial, khibz el-'Abbās, el pan de Abbas, amasado por los chiíes del Líbano con motivo de la celebración religiosa de la Ashura.
– Está hecho con miel -le explicó-, semillas de sésamo y anís. Es importante que mañana por la mañana estés fuerte.
– Quizá no tenga hambre.
– Oblígate a comer. ¿Tu fe sigue siendo fuerte?
– Así lo creo, maestro.
– Con este acto glorioso, te convertirás en mi superior. Pasarás muy por delante de mí en las listas doradas que se guardan en el Paraíso. -Sus ojos grises, de largas pestañas, parecían a punto de llorar y flaquear cuando bajó la mirada-. ¿Tienes un reloj?
– Sí. -Un Timex que se compró con el primer sueldo, uno macizo como el de su madre. Tiene los números grandes y manillas fosforescentes visibles por la noche, cuando se hace difícil ver en el interior de la cabina del camión pero en cambio el exterior se ve claramente.
– ¿Va a la hora?
– Creo que sí.
Hay una silla en la habitación, con las patas atadas con alambres desde que la cola dejó de sostener los travesaños. Ahmad pensó que sería descortés sentarse en la única silla del cuarto, y en vez de eso, permitiéndose un anticipo del estatus exaltado que iba a ganar, se echó en la cama, cruzando las manos por detrás de la cabeza para demostrar que no tenía intención de quedarse dormido, pese a que en verdad se sintió repentinamente cansado, como si en la sórdida habitación hubiera algún escape de gas soporífero. No se sentía cómodo con el sheij mirándolo con preocupación, y deseaba que el hombre se fuera. Tenía ganas de saborear sus horas solitarias en ese cuarto limpio y seguro, con la única compañía de Dios. El modo curioso en que el imán lo miraba desde una posición elevada le recordaba a Ahmad cómo él mismo se había situado ante el gusano y la cucaracha. El sheij Rachid estaba fascinado con él, como frente a algo repugnante a la vez que sagrado.
– Querido muchacho, yo no te he coaccionado, ¿verdad?
– Pues… no, maestro. ¿A qué se refiere?
– Quiero decir que te has prestado voluntario debido a la plenitud de tu fe, ¿no?
– Sí, y por el odio que siento por aquellos que se ríen de Dios y le dan la espalda.
– Excelente. ¿No te sientes manipulado por quienes son mayores que tú?
Era una idea extraña, aunque Joryleen también se lo había dicho.
– Por supuesto que no. Creo que saben guiarme sabiamente.
– ¿Y tienes claro el camino que tomarás mañana?
– Sí. He quedado con Charlie a las siete y media en Excellency Home Furnishings, y me llevará hasta el camión con la carga. Irá conmigo durante una parte del recorrido, hasta el túnel. Después conduciré solo.
Algo feo, una ligera mueca desfigurante, cruzó por la cara afeitada del sheij. Sin la barba y el caftán ricamente bordado, parecía un tipo desconcertantemente ordinario: complexión menuda, comportamiento un poco trémulo, y un tanto marchito, nada joven. Estirado sobre la áspera manta azul, Ahmad era consciente de la superioridad de su juventud, estatura y fuerza, y del miedo que sentía su maestro, como quien teme a un cadáver. El sheij Rachid, dubitativo, preguntó:
– ¿Y si Charlie, por alguna desgracia imprevista, no estuviera allí, serías capaz de seguir con el plan? ¿Podrías encontrar tú solo el camión blanco?
– Sí. Sé dónde está el callejón. Pero ¿por qué no habría de venir Charlie?
– Ahmad, estoy seguro de que acudirá. Es un soldado valiente que apoya nuestra causa, la causa del Dios verdadero, y Dios nunca abandona a los que hacen la guerra en Su nombre. Allāhu akbar! -Sus palabras se mezclaron con los fraseos musicales y distantes del reloj del ayuntamiento. Con ellos todo quedaba determinado a una distancia, todo se empapaba de una vibración decreciente. El sheij prosiguió-: En una guerra, si el soldado que tienes al lado cae, aunque sea tu mejor amigo, aunque te haya enseñado todo lo que sabes sobre las técnicas de combate, ¿corres a cobijarte o sigues avanzando hacia el fuego enemigo?
– Sigues avanzando.
– Exacto. Bien. -El sheij Rachid volvió su cariñosa, aunque circunspecta, mirada hacia abajo, al muchacho en la cama-. Ahora debo dejarte, mi apreciado discípulo Ahmad. Has estudiado bien.
– Le agradezco que lo diga.
– Nada de lo que hemos visto en nuestras clases, de eso estoy seguro, te ha llevado a dudar de la naturaleza perfecta y eterna del Libro de los Libros.
– Desde luego que no, señor. Nada.
A pesar de que Ahmad ha intuido a veces durante las lecciones que su maestro se había infectado de tales dudas, ahora no tenía tiempo para interrogarlo, era demasiado tarde; cada cual debe enfrentarse a la muerte con la fe que lleve en su interior, con lo que haya almacenado antes del Acontecimiento. ¿Fue su propia fe, se ha preguntado, alguna vez, una vanidad adolescente, una manera de distinguirse de todos los demás, de los condenados del Central High, de Joryleen y Tylenol y del resto de los perdidos, de los ya muertos?