El sheij tenía prisa, estaba preocupado, pero con todo le costaba dejar a su alumno; buscaba las últimas palabras.
– También tienes impresas las instrucciones para la purificación final, antes de…
– Sí -dijo Ahmad al ver que el hombre mayor era incapaz de terminar.
– Pero lo más importante -apuntó ansioso el sheij Rachid- es el Sagrado Corán. Si tu espíritu acaso se debilitara en la larga noche que te espera, ábrelo y deja que el Dios único te hable a través de Su último y perfecto Profeta. Los no creyentes se asombran del poder del islam, que fluye de la voz de Mahoma, una voz masculina, una voz del desierto y del mercado: un hombre entre los hombres, que conocía la vida terrena en todas sus posibilidades y aun así escuchó una voz del más allá, y que se sometió a su dictado a pesar de que muchos en La Meca se dieron prisa en ridiculizarle e injuriarle.
– Maestro: no dudaré.
El tono de Ahmad lindaba en la impaciencia. Cuando el otro hombre se marchó por fin, y el muchacho hubo pasado el pestillo, se quedó en ropa interior y llevó a cabo las abluciones en el diminuto baño, donde el lavamanos presionaría el hombro de cualquiera que se sentara en el retrete. En el interior del lavabo, una mancha marrón y larga da su testimonio de que el grifo ha goteado durante años.
Ahmad coge la única silla de la habitación y la acerca a la única mesa, una mesilla de noche de arce barnizado, surcada por canales color ceniza provocados por cigarrillos que se consumieron más allá del bisel. Abre con reverencia el Corán regalado. Sus cubiertas flexibles de bordes dorados quedan abiertas en la sura cincuenta, «Qaf». Cuando lee, en la página izquierda, donde está impresa la traducción inglesa, le vuelve el eco distante de algo que el sheij Rachid ha dicho:
«Pero se asombran de que uno salido de ellos haya venido a advertirles. Y dicen los infieles: "¡Esto es algo asombroso! ¿Entonces, cuando hayamos muerto y seamos polvo…? Eso es un plazo lejano"».
Las palabras le hablan, aunque no tienen mucho sentido. Va a la versión árabe de la página impar, y se da cuenta de que los infieles -qué extraño que en el Sagrado Corán se les dé voz a los demonios- dudan de la resurrección del cuerpo, que es lo que predica el Profeta. Tampoco Ahmad puede figurarse del todo la reconstitución de su cuerpo después de que haya logrado abandonarlo; en vez de eso, ve a su espíritu, esa cosilla que lleva dentro y que no para de decir: «Yo… Yo…», entrando de inmediato en la otra vida, como si se metiera por una puerta giratoria de cristal. En esto, él es como los no creyentes: «bal kadhdhabū bi 'l-haqqui lamm, jā'abum fa-hum fi amrin marīj». «Pero ellos», lee en la versión inglesa, «han desmentido la Verdad cuando les ha venido y se encuentran en un estado de confusión.»
Dios, hablando en su esplendorosa tercera persona del plural, no hace caso de su perplejidad: «¿No ven el cielo que tienen encima, cómo lo hemos edificado y engalanado y no se ha agrietado?».
El cielo sobre New Prospect, Ahmad lo sabe, está cargado de las brumas de los gases de los tubos de escape y la calina del verano, un borrón sepia sobre los tejados dentados. Pero Dios promete que un cielo mejor, inmaculado, existe encima del otro, con llameantes dibujos de estrellas azules. Retoma el discurso la primera persona del plural: «Hemos extendido la tierra, colocado en ella firmes montañas y hecho crecer en ella toda especie primorosa, como ilustración y amonestación para todo siervo arrepentido».
Sí. Ahmad será el siervo arrepentido de Dios. Mañana. El día que casi tiene encima. A escasos centímetros de sus ojos, Dios describe Su lluvia, que hace que crezcan jardines y el grano de la cosecha, «y esbeltas palmeras de apretados racimos para sustento de los siervos».
«Y, gracias a ella, devolvemos la vida a un país muerto. Así será la Resurrección.» Un país muerto. Ése es su país.
La segunda creación será tan simple e incontestable como la primera. «¿Acaso Nos cansó la primera creación? Pues ellos dudan de una nueva creación.»
«Sí, hemos creado al hombre. Sabemos lo que su mente le sugiere. Estamos más cerca de él que su misma vena yugular.»
Esta aleya siempre ha tenido un sentido especial, personal, para Ahmad. Cierra el Corán, su flexible cubierta de piel tintada del rojo irregular de los pétalos de rosa, y tiene la certeza de que Alá lo acompaña en esta habitación pequeña y extraña, amándolo, escuchando a escondidas los susurros de su alma, su inaudible tumulto. Siente que la yugular le late, y oye el tráfico de New Prospect, ora murmullando ora rugiendo (motocicletas, tubos de escape corroídos), circulando a manzanas de distancia alrededor del gran mar central de escombros, y luego percibe cómo el ruido se va apagando cuando las campanadas del reloj del ayuntamiento dan las once. Se duerme a la espera del siguiente cuarto, a pesar de que su intención era permanecer en vela arropado en el temblor blanquecino y flotante de su gozo grande y desinteresado.
Lunes por la mañana. El sueño abandona a Ahmad de manera repentina. Otra vez esa sensación de oír un grito desvaneciéndose. Lo desconcierta un doloroso nudo en el estómago, hasta que al cabo de unos segundos recuerda qué día es, y su misión. Todavía está vivo. Hoy es el día del largo viaje.
Consulta el reloj, cuidadosamente depositado en la mesilla al lado del Corán. Son las siete menos veinte. El tráfico ya es audible, el tráfico a cuyo confiado flujo él se sumará y alterará. Todo Occidente, si Dios quiere, quedará paralizado. Se ducha en un compartimento equipado con una cortina de plástico rasgada. Espera a que el agua se caliente, pero al ver que no, Ahmad se obliga a meterse bajo el frío chorro. Se afeita, aun a sabiendas de que el debate sobre cómo prefiere ver Dios las caras de quienes recibe es encarnizado. Los Chehab querían que se presentara al trabajo afeitado, pues los musulmanes con barba, aunque sean adolescentes, asustan a los clientes kafir. Mohammed Atta se había afeitado, al igual que casi todos los otros dieciocho mártires. El sábado pasado fue el aniversario de su gesta, y el enemigo habrá bajado las defensas, al igual que los hombres del elefante antes del ataque de los pájaros. Ahmad ha traído su bolsa de deporte, de donde saca ropa interior limpia y calcetines y su última camisa blanca recién salida de la tintorería, agradablemente tensada con varios trozos de cartón.
Reza en la esterilla, la imitación del mihrab ensamblada en sus dibujos abstractos lo orienta, salvando la confusa geografía de New Prospect, hacia la sagrada Ka'ba negra de La Meca. Al tocar con la frente la textura de la urdimbre, percibe el mismo y remoto olor humano que en la manta azul. Ahmad se ha agregado a la procesión que formaron todos aquellos que se alojaron, por el oscuro motivo que fuera, en esta habitación antes que él, duchándose bajo el agua fría y salobre, fumando cigarrillos mientras el reloj daba las horas. Ahmad come, aunque el apetito se ha disuelto en la tensión de su estómago, seis gajos de naranja, medio yogur y una ración considerable del pan de Abbas, a pesar de que la dulzura de la miel y sus semillas de anís no le saben demasiado bien a estas horas; el poderoso acto que habrá de acometer lo somete a presión y le agarrota la garganta, como si por ella quisiera salir una multitud dando gritos de guerra. En la nevera deja la parte que no ha comido del pegajoso pan conmemorativo, sobre el pedazo más grande de cartón de la camisa, junto con el envase del yogur y la media naranja, como legándolo al siguiente inquilino sin atraer a hormigas y cucarachas. Su mente se abre paso por una neblina como la que precede al acontecimiento descrito en la sura mequí titulada «La calamidad»: «En el día que los hombres parezcan mariposas dispersas y las montañas copos de lana cardada».
A las siete y cuarto cierra tras de sí la puerta, dejando en el cuarto franco el Corán y las instrucciones concernientes a la purificación para otro shahid pero se lleva la mochila, en la que ha guardado la ropa interior sucia, los calcetines y la otra camisa blanca. Recorre un pasillo oscuro y sale a una calle lateral desierta, humedecida por la ligera lluvia que ha caído en algún momento de la noche. Orientándose con la torre del ayuntamiento, Ahmad camina hacia el norte, hacia Reagan Boulevard y Excellency Home Furnishings. Tira la bolsa de deporte en el primer contenedor de basura que encuentra en la esquina.