Es raro que Hermione aún no la haya cortado; Beth sabe que es aburrido escucharla hablar de cómo pasa sin comer, pero es lo único en lo que puede pensar; y contárselo a alguien la ayuda, no siente la necesidad de recaer, pese a los arrebatos pasajeros y los dolores de estómago. Su barriga no entiende qué le está haciendo, por qué la castiga, sin saber que durante años ha sido su peor enemiga, repantigada bajo el corazón y pidiendo comida a gritos. Carmela ya no quiere echarse en su regazo, ahora Beth está nerviosa e irritable.
– ¿Y qué dice Jack de todo esto? -inquiere Hermione. Su voz suena llana y seria, un poco vacilante y solemne, como si sopesara cada palabra. Esta perspectiva de tener una hermana nueva, delgada y presentable es algo sobre lo que podrían hablar entre risitas, como cuando compartían cuarto en Pleasant House, cuando compartían la pura alegría de estar vivas. En cuanto Hermione se volvió más formal y estudiosa, dejó de saber reírse; se le hacía más difícil alegrarse. Beth se pregunta si será ésa la razón por la que nunca ha encontrado marido: Herm no era capaz de hacer olvidar sus problemas a los hombres. Le faltaba ballon, como decía Miss Dimitrova.
Beth baja la voz. Jack está en la habitación leyendo y puede que se haya quedado dormido. El curso ha empezado en el Central High, y él se ha prestado a impartir clases de civismo, dice que necesita tener más contacto con estos chicos a los que se supone que hace de tutor. Se queja de que se están alejando de él. Afirma que es demasiado viejo, pero la que habla ahí es su depresión.
– Pues no mucho -le contesta a Hermione-. Creo que le asusta darme mala suerte. Pero seguro que está contento; lo hago por él.
Herm pregunta, echando de nuevo a su hermana por tierra: -¿Desde cuándo es buena idea hacer algo porque crees que tu marido lo quiere? Sólo lo pregunto… porque nunca he estado casada.
Pobre Herm, siempre dándole vueltas a lo mismo.
– Bueno, tú ya… -Beth se muerde la lengua; estaba a punto de decir que Hermione estaba prácticamente casada con ese linebacker con cara de toro que tiene por jefe-… sabes lo mismo que cualquiera, que cualquier otra mujer. También lo hago por mí misma. Me siento mucho mejor, con sólo seis kilos menos. Las chicas de la biblioteca dicen que notan la diferencia; me apoyan mucho, aunque yo a su edad no podía ni imaginarme que perdería la buena figura. También las ayudo a devolver los libros a las estanterías, en vez de tener mi gordo culo pegado a la silla del mostrador y googleando para chavales que son demasiado vagos para aprender solitos cómo funciona el buscador.
– ¿Y qué le parece a Jack que le hayas cambiado la dieta?
– Bueno, he procurado respetar la suya, le sigo dando carne y patatas. Pero dice que un día de éstos también tomará ensaladas sencillas conmigo. Cuanto más viejo se hace, suelta a menudo, más desagradable le resulta comer.
– Eso es el judío que lleva dentro -la interrumpe Hermione.
– No, no creo -apunta Beth, un tanto altiva.
Entonces Hermione se queda tan callada que Beth piensa que la línea se ha cortado. Los terroristas se dedican a volar oleoductos y plantas eléctricas en Irak, ya nada está completamente a salvo.
– ¿Qué tiempo os hace por ahí?
– En cuanto sales del edificio, aún te achicharras. En la capital, en septiembre todavía hace bochorno. En los árboles no ves tanto color como el que teníamos en el Arboretum. Aquí, la estación buena es la primavera, con los cerezos en flor.
– Hoy -dice Beth, mientras su estómago hambriento le da una punzada que la obliga a agarrarse al respaldo de la silla- he notado el otoño en el ambiente. El cielo está absolutamente despejado, como -«como el día del 11-S», había empezado a decir, pero para (mencionárselo a la subsecretaria de Seguridad Nacional no sería de mucho tacto) hablarle del fabuloso cielo azul que se ha convertido en mito, en una ironía divina, en una parte de la leyenda estadounidense equiparable al resplandor rojo y deslumbrante de los cohetes.
Las dos deben de estar pensando lo mismo, porque Hermione pregunta:
– ¿Te acuerdas de que me hablaste de un joven árabe americano en el que Jack había puesto mucho interés? Uno que en lugar de seguir el consejo de Jack de ir a la universidad se había sacado el permiso de conducir camiones porque el imán de su mezquita se lo había ordenado?
– Vagamente. Hace tiempo que Jack no lo menciona.
– ¿Está Jack ahí? ¿Puede ponerse?
– ¿Jack? -Nunca había querido hablar con él.
– Sí, tu marido. Por favor, Betty. Podría ser importante.
Y dale con Betty.
– Como te he dicho, quizás esté echando una siestecita. Antes hemos ido a pasear, así hago ejercicio. La actividad física tiene tanto valor como seguir la dieta. Remodela el cuerpo.
– ¿Podrías ir a mirar?
– ¿Si está despierto? A lo mejor le puedo dar luego el recado. Si es que está durmiendo.
– No, no. Prefiero hablar con él personalmente. Tú y yo podemos charlar esta semana, cuando estés viendo tus culebrones.
– También he dejado de verlos; los asocio demasiado a picar algo. Y cada vez me liaba más, con tantos personajes. Voy a ver si está despierto. -Se ha quedado perpleja e intimidada.
– Betty, aunque esté durmiendo… ¿podrías despertarlo?
– Pues no me gustaría mucho. Por las noches duerme tan mal…
– Tengo que preguntarle algunas cosas inmediatamente, cariño. No pueden esperar. Lo siento. Sólo por esta vez. -Siempre la hermana mayor, sabiendo más que ella, diciéndole lo que tiene que hacer. Como si le hubiera vuelto a leer la mente por teléfono, Hermione advierte cariñosamente a Beth en una voz que suena como la de su madre-: Y oye, pase lo que pase, no te saltes el régimen.
El domingo, Ahmad teme no poder dormir en la que ha de ser la última noche de su vida. Está en una habitación extraña. Ahí, le ha garantizado el sheij Rachid, que lo ha visitado antes esa misma noche, no lo podrá encontrar nadie.
– ¿Quién iba a buscarme? -preguntó Ahmad.
Su menudo mentor -a Ahmad le resultaba raro, mientras los dos estaban juntos de pie conspirando, ver que se había vuelto mucho más alto que su maestro, quien durante las lecciones coránicas quedaba magnificado por la butaca de respaldo alto con hilos plateados- hizo uno de sus fulminantes encogimientos de hombros, casi una cuchillada. Esta noche el hombre no llevaba su habitual caftán bordado y reluciente sino un traje gris de estilo occidental, como si se hubiera vestido para un viaje de negocios entre los infieles. ¿Cómo, si no, se explicaba que se hubiera afeitado la barba, su barba entrecana cuidadosamente recortada? Tras ella escondía, vio Ahmad, numerosas cicatrices pequeñas, rastros en su blanca y cerosa tez de alguna enfermedad, erradicada en Occidente pero padecida por un niño yemení. Junto con estas asperezas se reveló algo desagradable en sus labios violeta, un mohín viril y malhumorado que había acechado, sin llamar la atención, cuando éstos se movían tan rápidamente, tan seductoramente, en su escondrijo de vello facial. El sheij no llevaba su turbante ni su 'am,ma de puntilla; quedaban al descubierto unas entradas considerables.
Menguado a ojos de Ahmad, preguntó:
– ¿No te va a echar en falta tu madre y alertar a la policía?
– Este fin de semana tiene turno de noche. Le he dejado una nota para cuando vuelva; en ella le digo que voy a pasar la noche a casa de un amigo. Supondrá que es una novia. Siempre da la lata con el tema, insinuando que debería ir con alguna chica.
– Pasarás la noche con un amigo que resultará más verdadero que cualquier repugnante sharmoota. El eterno e inimitable Corán.
En la mesilla de noche de esta habitación estrecha y apenas amueblada, había un ejemplar encuadernado en piel rosa, de tapa blanda, con el texto original y la traducción inglesa en páginas correlativas. Era lo único nuevo y caro del cuarto: un lugar «seguro» bastante cercano al centro de New Prospect, pues desde su única ventana se veía el tejado abuhardillado de la torre del ayuntamiento. El edificio, con sus multicolores escamas de pez, hacía su aparición entre las construcciones menores como un dragón de mar fantástico, congelado en el instante de salir a la superficie. Tras él, el cielo del atardecer estaba rayado de nubes a las que el sol poniente tintaba de rosa. La imagen solar -el reflejo de su fulgor naranja- se plasmaba en las agallas de cristal, victorianas, de la aguja: ventanas de una escalera de caracol cerrada desde hacía décadas a los turistas. Mientras Ahmad se esforzaba por mirar desde la ventana -de vidrios delgados, viejos, ondulados y llenos de pequeñas burbujas debido a su factura antigua-, vio la agonizante luz del sol derritiendo, eso parecía, la esquina más alta de uno de los edificios rectilíneos y revestidos de cristal que, construidos con posterioridad, albergaban también dependencias municipales. En el chapitel del ayuntamiento hay un reloj, y Ahmad temía que al dar las horas lo mantuviera en vela toda la noche, lo cual haría de él un shahid menos eficiente. Pero su música mecánica -un breve fraseo señalando el primer cuarto, cuya última y ascendente nota persistía como una ceja inquisitivamente enarcada; y ejecutando con cada último cuarto el fraseo completo, dando entrada al doliente recuento de la hora- resulta adormecedora, ratificando así, cuando el sheij al fin lo dejó solo, que la habitación era de hecho segura.