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– ¡Maldita sea! -estalla el secretario. Ha estado dándole vueltas una y otra vez al peliagudo asunto que lo ha hecho volver al despacho en este supuesto día de descanso-. Odio perder a un topo. Tenemos muy pocos en la comunidad musulmana, ése es uno de nuestros puntos débiles; así nos pillaron con los pantalones bajados. No tenemos suficientes hablantes de árabe, y la mitad de los que tenemos no piensan como nosotros. Debe de haber algo raro en ese idioma; no sé cómo, pero los vuelve tontos. Mire los rumores de Internet: «Cuando el cielo se hienda en el este y se tiña de rojo coriáceo, la luz habrá de aceptarse». ¿Qué puto sentido tiene eso? Con perdón de la expresión, Hermione.

Ella lo absuelve entre dientes, delimitando un nuevo grado de intimidad.

Él prosigue:

– El problema es que nuestra fuente no estaba pasándonos información, se estaba quedando con demasiadas cartas. No seguía el protocolo. Se ve que fantaseaba con una gran revelación y luego la redada, como en las películas, ¿y a que no adivinas quién era el protagonista? Él. Estábamos al tanto de la entrada de dinero por Florida, pero el recaudador ha desaparecido. Éste y su hermano tienen una tienda de muebles rebajados en el norte de New Jersey, pero nadie contesta al teléfono ni abre la puerta. Sabemos algo de un camión, pero no dónde está ni quién será el conductor. Del equipo de explosivos, pillamos a dos de los cuatro, pero no sueltan prenda, o quizás el traductor no nos cuenta lo que dicen. Todos se encubren, incluso los que tenemos en nómina, ya no puedes fiarte ni de tus propios reclutas. Es un lío tremendo, ¡y para colmo el cadáver aparece un domingo por la mañana!

En la Pennsylvania natal de ambos, ella lo sabe, se podía confiar en la gente. Allí un dólar todavía sigue siendo un dólar, una comida es una comida, y un trato es un trato. Rocky tiene el aspecto que corresponde a un boxeador, y los hombres deshonestos fuman puros, llevan trajes a cuadros y guiñan mucho los ojos. En su largo viaje a Washington D.C., ella y el secretario han dejado muy atrás aquella tierra sencilla, de genuina sinceridad, de casas adosadas cada cual con su montante en abanico sobre la puerta y su número contorneado en cristal de colores, una tierra de hijos de mineros que se convierten en quarterbacks de éxito, de longanizas chisporroteando en su propia grasa y gachas de cerdo y sémola de maíz empapadas de sirope de arce; de platos que no pretenden pasar por bajos en mortal colesterol. Hermione desea consolar al secretario, apretar su cuerpo enjuto como una cataplasma sobre el dolor de la abrumadora responsabilidad; anhela tener el peso macizo del secretario, que se marca con tiranteces en el traje negro de rigueur, sobre su flaco esqueleto, para después mecerlo contra su pelvis. En lugar de eso, pregunta:

– ¿Dónde está la tienda?

– En una ciudad llamada New Prospect. A poca gente se le debe ocurrir pasar por ahí.

– Mi hermana vive allí.

– ¿Sí? Pues debería irse. Está lleno de árabes; bueno, de árabes americanos. Las viejas fábricas textiles los atrajeron, pero con el tiempo fueron cerrándolas. Tal y como van las cosas, al final en Estados Unidos no se va a fabricar nada. Salvo películas, que cada año son peores. Mi mujer y yo… Conoce a Grace, ¿no? A mi mujer y a mí nos encantaban, íbamos mucho al cine, antes de que llegaran los hijos y tuviéramos que pagar a una canguro. Judy Garland, Kirk Douglas… ésos eran valores infalibles, daban el cien por cien en cada actuación. Ahora, lo único que se oye sobre estos intérpretes mocosos… todos se hacen llamar intérpretes, incluso las actrices… pues es que los pillan conduciendo borrachos o que alguna se queda embarazada fuera del matrimonio. Hacen creer a esas pobres adolescentes negras que traer un bebé al mundo sin un padre al lado es lo más. Pero en el Tío Sam sí que creen. Paga las facturas y no le dan ni las gracias: claro, la asistencia social es un derecho. Si hay algo que va mal en esta nación, y no estoy diciendo que lo haya, hasta en comparación con cualquier otro país, incluidos Francia y Noruega, es que tenemos demasiados derechos y muy pocos deberes. Bueno, cuando la Liga Árabe nos conquiste ya sabrá la gente lo que es tener obligaciones.

– No podría haberlo dicho mejor, señor. -El «señor» pretende recordarle quién es, sus propios deberes en la presente emergencia.

La ha oído. Le da la espalda para contemplar malhumorado la calma dominical de la capital, con la perspectiva a lo lejos de la Tidal Basin y el liso y blanco bulto, como un observatorio sin abertura para el telescopio, del monumento a Jefferson. La gente culpa ahora a Jefferson por no deshacerse de sus esclavos y haber tenido un hijo con una de ellas, pero se olvidan del contexto económico de la época y del hecho de que Sally Hemmings era muy pálida. «Es una ciudad despiadada», piensa el secretario; una maraña de poderes escurridizos, un montón de enormes edificios blancos desperdigados como el banco de icebergs que hundió al Titanic. Se vuelve y le dice a la subsecretaria:

– Si esto de New Jersey termina estallando, me quedaré sin plaza en los consejos de administración de los ricachones. No habrá conferencias bien pagadas. Ni adelantos de un millón de dólares por mis memorias. -Es el tipo de confesión que un hombre sólo debería hacer a su esposa.

Hermione se ha quedado estupefacta. Él se ha acercado, pero defraudándola. Con un matiz áspero, intentando recordarle a este apuesto y desinteresado servidor de la cosa pública quién es, le dice:

– Señor secretario, ningún hombre puede servir a dos amos. Mammon es uno, y sería osado por mi parte nombrar al otro.

El secretario comprende, parpadea con sus ojos azules, sorprendentemente claros, y jura:

– Gracias a Dios que la tengo, Hermione. Está claro. Olvidémonos de Mammon.

Se sienta a su exiguo escritorio y presiona con vehemencia los números del intercomunicador eléctrico, de tres en tres, un pitido a cada pulsación, y se reclina en su silla ergonómica para ladrarle al manos libres.

Normalmente, Hermione no llama en domingo. Prefiere hacerlo entre semana, cuando sabe que Jack probablemente no estará. Nunca ha tenido mucho que decirle, lo cual solía molestar un poco a Beth; era como si Herm mantuviera vivos los ridículos prejuicios antisemitas de sus padres, luteranos convencidos. Beth también ha deducido con el tiempo que, entre semana, su hermana mayor tiene la excusa del piloto rojo encendido de la otra línea cuando cree que Beth divaga demasiado. Pero hoy llama mientras suenan las campanas de la iglesia, y Beth se alegra de oír su voz. Quiere compartir con ella las buenas noticias:

– ¡Herm, he empezado un régimen y en sólo cinco días he perdido casi seis kilos!

– Los primeros kilos son los más fáciles -replica Hermione, siempre menospreciando lo que hace o dice Beth-. De momento únicamente estás perdiendo agua, que acabará volviendo. La prueba de fuego llega cuando notas los cambios de verdad y decides darte un atracón para celebrarlo. Por cierto, ¿es la dieta Atkins? Dicen que es peligrosa. Estuvo a punto de ir a juicio, lo demandaron miles de personas; por eso su repentina muerte pareció tan sospechosa.

– Tan sólo es el régimen de zanahorias y apio -cuenta Beth-. Siempre que tengo ganas de picotear, cojo una de esas zanahorias mini que venden ahora en todas partes. ¿Te acuerdas de cómo llegaban las zanahorias a Filadelfia, en los camiones de las granjas de Delaware, en un manojo y todavía sucias de tierra? Oh, cómo me molestaba toparme con un grano de tierra mientras masticaba… ¡resonaba en tu cabeza! Pero de eso no hay peligro con estas chiquititas; las deben de traer de California y las pelan para que todas tengan el mismo tamaño. El único problema es que si están mucho tiempo en la bolsa se ponen pringosas. Y lo malo del apio es que después de un par de tallos se te forma una bola de hilitos en la boca. Pero no pienso dejarlo. Es más fácil picar galletas, pero con cada mordisco te entran un montón de calorías, ¡fíjate! Ciento treinta a cada bocado, me quedé pasmada cuando lo vi en el paquete. Como ponen la letra tan pequeña… ¡Es diabólico!

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