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– Mira atentamente -dijo Lucas-. Éste es mi universo, la otra cara de la naturaleza humana, ésa contra la que tú quieres luchar. Ve a buscar tu parte de bondad en ese montón de inmundicia, abre bien los ojos y verás la podredumbre, la decadencia, la violencia en estado puro. La puta que está muriendo ante ti se deja humillar y golpear sin oponer resistencia por el hombre que la vende. Le quedan unos instantes de vida; unos golpes más y entregará su degradada alma. Esa es la razón de esta terrible apuesta que nos une. ¿Querías que te enseñara el mal, Zofia? Con una clase es suficiente para que toda su dimensión te pertenezca y te comprometa para siempre. Recorre esa calleja, acepta no intervenir; ya verás, no hacer nada es de una facilidad desconcertante. Haz como ellos, sigue tu camino haciendo caso omiso de esa miseria, yo te esperaré al otro lado. Cuando llegues, habrás cambiado. Es el paso del entre-dos-mundos, el paso del que no hay esperanza de volver.

Zofia bajó del coche y éste se alejó. Se adentró en una penumbra en la que cada vez le resultaba más difícil dar el siguiente paso. Miró a lo lejos e intentó con todas su fuerzas resistir. Bajo sus pies, la calleja se extendía hasta el infinito en una alfombra de piltrafas desperdigadas que ensuciaban el tortuoso pavimento.

Las paredes estaban mugrientas. Vio a Sarah, la prostituta, postrada por los golpes que llovían sobre ella a ráfagas. Tenía en la boca múltiples heridas de las que manaba una sangre negra como un abismo, su cabeza se bamboleaba, su espalda estaba destrozada, sus costillas crujían una tras otra bajo el aluvión de golpes, pero de repente se puso a luchar. Luchaba para no caerse, para no dejar su vientre a merced de las patadas que acabarían con la poca vida que le quedaba. Al recibir un puñetazo en la mandíbula, su cabeza se estrelló contra la pared; el choque fue inusitado, la resonancia en el interior de su cráneo, terrible.

Sarah la vio, como un último destello de esperanza, como un milagro concedido a alguien que creía en Dios desde siempre. Entonces Zofia apretó los dientes, apretó los puños, siguió su camino… y aminoró el paso. Detrás de ella, la mujer apoyó una rodilla en el suelo, sin encontrar ya fuerzas ni siquiera para gemir. Zofia no veía la mano del hombre, que se alzaba como un mazo sobre la nuca resignada de la prostituta. Entre una bruma de lágrimas, dominada por unas náuseas indescriptibles, reconoció en el otro extremo de la calleja la sombra de Lucas, que la esperaba con los brazos cruzados.

Se detuvo, todo su ser se inmovilizó, y gritó su nombre. Con un grito de dolor que no podía imaginar, lo llamó tan fuerte que desgarró todos los silencios del mundo, condenó todos los abismos durante una fracción de segundo que nadie vio. Lucas corrió hacia ella, pasó de largo, agarró al hombre y lo arrojó al suelo. Éste se levantó de inmediato y se abalanzó sobre él. Lucas le respondió con una violencia indescriptible y el hombre se retorció. Desangrándose, delataba la tragedia de su arrogancia derrotada, último terror que lo acompañaba en la muerte.

Lucas se agachó ante el cuerpo inanimado de Sarah. Le tomó el pulso, deslizó las manos por debajo de su cuerpo y la levantó.

– Ven -le dijo a Zofia en voz baja-, no podemos perder tiempo. Tú conoces mejor que nadie el camino del hospital; guíame, yo conduciré, tú no estás en condiciones de hacerlo.

Tendieron a la joven en el asiento trasero, Zofia sacó el girofaro de la guantera y conectó la sirena. Eran las cuatro y media, el Ford se dirigía a toda velocidad al hospital Memorial de San Francisco, estarían allí apenas un cuarto de hora más tarde.

En cuanto llegaron a urgencias, dos médicos, uno de ellos reanimador, se hicieron cargo inmediatamente de Sarah. La chica tenía la caja torácica hundida, las radiografías mostraron un hematoma en el lóbulo occipital sin lesión cerebral aparente y un politraumatismo facial. Un escáner confirmaría que su vida no estaba en peligro, aunque había faltado poco.

Lucas y Zofia salieron del aparcamiento.

– Estás más blanca que el papel. No has sido tú quien le ha pegado, Zofia, he sido yo.

– He fracasado, Lucas, soy incapaz de cambiar, como tú.

– Si lo hubieras conseguido, te habría odiado. Lo que me atrae de ti es lo que eres, Zofia, no lo que serías para adaptarte a mí. Yo no quiero que cambies.

– Entonces, ¿por qué has hecho eso?

– Para que comprendas que mi diferencia es también la tuya, para que no me juzgues, como tampoco yo te juzgo a ti, porque la falta de tiempo que nos aleja podría también acercarnos.

Zofia miró el reloj del salpicadero y se sobresaltó.

– ¿Qué te pasa?

– Voy a faltar a la promesa que le he hecho a Reina y voy a darle un disgusto. Sé que habrá hecho un té, que se habrá pasado la tarde preparando dulces y que me espera.

– No es tan grave. Te disculpará.

– Sí, pero se sentirá decepcionada. Le he jurado que sería puntual; era importante para ella.

– ¿A qué hora habíais quedado?

– A las cinco en punto.

Lucas miró su reloj; eran las cinco menos diez y el tránsito que había les dejaba pocas esperanzas de cumplir la promesa de Zofia.

– Llegarás con un cuarto de hora de retraso como mucho.

– Será demasiado tarde, se habrá puesto el sol. Ella necesitaba determinada luz para enseñarme las fotos; era una especie de apoyo, de pretexto para abrir ciertas páginas de su memoria. He trabajado tanto para que su corazón se liberara… Le debía estar a su lado. La verdad es que ya no soy gran cosa.

Lucas miró de nuevo su reloj y le acarició la mejilla a Zofia haciendo un mohín.

– Vamos a dar otra vueltecita con el girofaro y la sirena puestos. Nos quedan siete minutos para llegar a tiempo, así que no hay que eternizarse. ¡Abróchate el cinturón!

El Ford se pasó inmediatamente al carril izquierdo y subió por la calle California a toda velocidad. En el norte de la ciudad, todos los semáforos se acompasaron para formar una magnífica avenida de luces rojas y dejar libres todos los cruces por los que pasaban.

– ¡Ya voy, ya voy! -contestó Reina a la campanilla que avisaba del final de la cocción.

Se agachó para sacar el bizcocho del horno de gas. La bandeja caliente pesaba demasiado para que pudiera sostenerla con una sola mano. Dejó abierta la puerta del horno y puso el bizcocho sobre el banco de la cocina. Procurando no quemarse, lo pasó a una tabla de madera y, con un cuchillo ancho y fino, empezó a cortarlo. Se enjugó la frente y notó que unas gotas le resbalaban por la nuca. Ella nunca sudaba; debía de ser a causa de ese terrible cansancio que sentía desde la mañana. Dejó un momento el bizcocho para ir al dormitorio. Una ráfaga de aire entró entonces en la cocina. Cuando regresó, Reina miró el reloj y se apresuró a colocar las tazas en la bandeja. A su espalda, una de las siete velas dispuestas sobre la superficie de trabajo se había apagado, la que estaba más cerca de la cocina de gas.

El Ford giró en Van Ness y Lucas aprovechó la curva para consultar el reloj: aún tenían cinco minutos para llegar a la hora. La aguja del cuentakilómetros se desplazó hacia los números más altos.

Reina se acercó al viejo armario y abrió la puerta, cuya madera crujió. Sus manos, delicadamente manchadas por los años, se metieron bajo la pila de ropa blanca de encaje, antigua, y sus frágiles dedos se cerraron sobre el álbum de tapas de piel cuarteadas. Cerró los ojos y las olió antes de dejar el álbum en el suelo, sobre la alfombra extendida en el centro del salón. Sólo le faltaba calentar el agua y toda estaría a punto; Zofia llegaría de un momento a otro. Notó que el corazón le latía un poco más deprisa y se concentró en controlar la emoción que la dominaba. Volvió a la cocina y se preguntó dónde había podido dejar las cerillas.

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