Blaise se eclipsó. Era mediodía; el sol se pondría al cabo de cinco horas, lo que le dejaba poco tiempo para redactar un terrible contrato. Para organizar el asesinato de su mejor agente, no podía dejar nada en manos del azar.
El Ford estaba aparcado en la intersección de Polk y California, frente a una gran superficie comercial. A esas horas del día, la caravana de coches era interminable. Zofia vio a un hombre mayor con un bastón, que parecía dudar en aventurarse a cruzar por el paso de cebra. Disponía de muy poco tiempo para atravesar los cuatro carriles.
– Y ahora ¿qué hacemos? -preguntó Lucas, desanimado.
– Ayúdalo -respondió ella, señalando al anciano.
– ¿Es una broma?
– En absoluto.
– ¿Quieres que ayude a un viejo a cruzar una avenida? No me parece tan complicado…
– Entonces, hazlo.
– Muy bien, voy a hacerlo -dijo Lucas, andando hacia atrás. Se acercó al hombre, pero enseguida volvió sobre sus pasos-. No le encuentro ningún sentido a lo que me pides.
– ¿Prefieres empezar pasándote la tarde animando a personas hospitalizadas? Tampoco es una cosa muy complicada; basta con ayudarlos a asearse, preguntarles cómo les va, tranquilizarlos sobre la evolución de su estado, sentarse a su lado y leerles el periódico…
– ¡Está bien! ¡Voy a ocuparme del viejo!
Se alejó de nuevo… e inmediatamente regresó junto a Zofia.
– ¡Te lo advierto, si ese mocoso de ahí enfrente que está jugando con su teléfono con cámara digital hace una sola foto, lo mando a jugar al satélite de una patada en el culo!
– ¡Lucas!
– ¡Vale, vale! ¡Ya voy!
Lucas, sin ningún miramiento, arrastró de un brazo al hombre, que lo miraba desconcertado.
– ¡No creo que hayas venido a contar los coches, así que agarra bien fuerte el bastón o harás en solitario la travesía de la calle California!
El semáforo se puso en rojo y la pareja avanzó por la calzada. En la segunda raya del paso de cebra, Lucas empezó a sudar; en la tercera, tuvo la impresión de que una colonia de hormigas se había instalado en los músculos de sus piernas; en la cuarta, le dio un violento calambre. Tenía el corazón desbocado, y al aire cada vez le costaba más encontrar sus pulmones. Antes de llegar al centro de la calzada, Lucas se ahogaba. La zona protegida permitía hacer un alto, de cualquier forma impuesto por el color del semáforo, que acababa de ponerse en verde, igual que el semblante de Lucas.
– ¿Se encuentra bien, joven? -preguntó el anciano-. ¿Quiere que lo ayude a cruzar? No se suelte de mi brazo, ya falta poco.
Lucas cogió el pañuelo de papel que el hombre le tendía para secarse la frente.
– ¡No puedo! -dijo con voz trémula-. ¡Me resulta imposible! ¡Lo siento, lo siento mucho!
Y salió corriendo hacia el coche donde Zofia lo esperaba sentada sobre el capó, con los brazos cruzados.
– ¿Piensas dejarlo ahí?
– ¡He estado a punto de dejarme el pellejo! -dijo Lucas, jadeando.
Zofia, sin siquiera oír el final de la frase, se precipitó entre los coches, que tocaban el claxon, para alcanzar la plataforma central. Una vez allí, asió al anciano.
– Estoy avergonzada, terriblemente avergonzada. Es un principiante, era la primera vez que lo hacía -dijo, nerviosa.
El hombre se rascó la nuca mirando a Zofia cada vez más intrigado. Mientras el semáforo se ponía en rojo, Lucas llamó a Zofia.
– ¡Déjalo ahí! -gritó.
– ¿Qué dices?
– ¡Me has oído perfectamente! Yo he recorrido la mitad del camino hacia ti; ahora te toca a ti recorrer la otra mitad hacia mí. ¡Déjalo donde está!
– ¿Te has vuelto loco?
– ¡No, lógico! He leído en un magnífico libro de Hilton que amar es compartir, dar cada uno un paso hacia el otro. Tú me has pedido lo imposible y yo lo he hecho por ti; acepta tú también renunciar a una parte de ti misma. Deja a ese hombre donde está. ¡O el viejecito o yo!
El anciano le dio unas palmadas en el hombro a Zofia.
– No quiero interrumpirlos, pero al final van a conseguir que llegue tarde. Vamos, vaya a reunirse con su amigo.
Y sin esperar más, el hombre cruzó la otra mitad de la avenida.
Zofia encontró a Lucas apoyado en el coche; había tristeza en su mirada. Él le abrió la puerta, esperó a que se sentara y se instaló al volante, pero el Ford permaneció inmóvil.
– No me mires así, siento muchísimo no haber podido llegar hasta el final -dijo.
Ella respiró hondo antes de decir, pensativa:
– Hacen falta cien años para que crezca un árbol y sólo unos minutos para quemarlo…
– Sí, pero ¿adonde quieres ir a parar?
– Iré a vivir a tu casa. Yo te acompañaré a ti, Lucas.
– ¡Ni lo pienses!
– Ya lo creo que sí.
– No te dejaré hacer eso por nada del mundo.
– Me voy contigo, Lucas, está decidido.
– No podrás.
– Has sido tú quien me ha dicho que no me subestime. Es realmente paradójico, pero los tuyos me recibirán con los brazos abiertos. ¡Enséñame el mal, Lucas!
Él miró largamente su singular belleza. Zofia, perdida en el silencio de un entre-dos-universos, estaba resuelta a emprender un viaje cuyo destino ignoraba pero cuya intención le hacía no temer nada. Y por primera vez el deseo se volvió más fuerte que la consecuencia, por primera vez amar adquiría un sentido distinto de todo lo que había podido imaginar. Lucas arrancó y condujo deprisa hacia los bajos fondos.
Blaise, sobreexcitado, descolgó el teléfono y masculló que lo pusieran con el Presidente o, mejor aún, que le anunciaran su inminente visita. Se secó las manos en los pantalones y retiró la cinta de la grabadora. Se dirigió corriendo hacia el final del pasillo todo lo deprisa que le permitían sus cortas piernas, como un auténtico pato. Inmediatamente después de haber llamado, entró en el despacho del Presidente, que lo recibió levantando una mano.
– ¡Cállate! ¡Ya lo sé!
– ¡Yo tenía razón! -exclamó el inefable Blaise sin poder contenerse.
– ¡Tal vez! -repuso el Presidente con altanería.
Blaise dio un brinco de alegría y se golpeó con fuerza la palma de una mano con el puño de la otra.
– ¡Habrá jaque mate! -siguió diciendo en un tono de satisfacción-. Porque yo estaba en lo cierto, sí, ¡Lucas es un genio! Ha atraído a su agente de elite a nuestro bando, ¡qué sublime victoria! -Blaise tragó saliva antes de continuar-: Hay que interrumpir inmediatamente el procedimiento, pero necesito su firma.
Lucifer se levantó y se puso a caminar junto al ventanal.
– Pobre Blaise, eres tan tonto que algunos días me pregunto si tu presencia aquí no es un error de orientación. ¿A qué hora se ejecutará nuestro contrato?
– La explosión tendrá lugar a las cinco en punto de la tarde -contestó su subordinado, consultando febrilmente el reloj.
Contaban exactamente con cuarenta y dos minutos para cancelar la operación que Blaise había preparado.
– ¡No podemos perder ni un segundo, Presidente!
– Tenemos tiempo de sobra, y nos aseguraremos la victoria sin correr el menor riesgo de redención. No cambiaremos nada de lo que estaba previsto…, salvo un detalle -dijo Satán frotándose la barbilla-. A las cinco en punto, los traeremos a los dos.
– Pero ¿cómo reaccionará nuestro adversario? -preguntó Blaise, presa del nerviosismo.
– Un accidente es un accidente. Por lo que sé, no he sido yo quien ha inventado el azar. Prepara una recepción para cuando lleguen. ¡Sólo tienes cuarenta minutos!
El cruce de Broadway con la avenida Colombus siempre ha sido el lugar predilecto de todos los vicios del género humano. Allí se traficaba con droga, con cuerpos de mujeres y de hombres abandonados por la vida. Lucas se situó a la entrada de una estrecha y sombría callejuela. Bajo una escalera medio en ruinas, una joven prostituta era víctima de malos tratos por parte de su chulo, que le estaba dando una paliza brutal.