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La puerta se cerró suavemente a su espalda.

Zofia subió la escalera. Cuando llegó al rellano, cambió de opinión, bajó de nuevo sin hacer ruido y despertó el viejo Ford. La ciudad estaba prácticamente desierta. Bajó por la calle California. Un semáforo la obligó a detenerse ante la entrada del edificio donde había cenado. El aparcacoches le hizo una seña amistosa con la mano, ella volvió la cabeza y miró Chinatown, que se abría a su izquierda. Unas manzanas más abajo, aparcó el coche junto a la acera, cruzó la explanada a pie, apoyó una mano en la pared este de la torre piramidal y entró en el vestíbulo.

Saludó a Pedro y se encaminó al ascensor que conducía al último piso. Cuando las puertas se abrieron, pidió ver a Miguel. La recepcionista lo sentía muchísimo, pero el día oriental había comenzado y su padrino estaba ocupado en el otro extremo del mundo.

Zofia vaciló un instante y luego preguntó si el Señor estaba disponible.

– En principio sí, pero es posible que sea un poco difícil verlo.

Al ver la expresión intrigada de Zofia, la recepcionista no pudo resistirse a la tentación de darle una explicación.

– ¡A usted puedo decírselo! El Señor tiene una manía una afición, si prefiere llamarlo así: los cohetes. ¡Le chiflan! Le entusiasma la idea de que los hombres lancen tantos al cielo. No se pierde nunca un lanzamiento. Se encierra en su despacho, enciende todas las pantallas y nadie puede hablar con Él. La verdad es que está resultando un poco problemático desde que los chinos también se dedican a esto.

– ¿Y en este momento hay un lanzamiento? -preguntó Zofia, impasible.

– Salvo que se presente algún problema técnico, el despegue está previsto para dentro de treinta y siete minutos y veinticuatro segundos. ¿Quiere que le transmita un mensaje? ¿Se trata de algo importante?

– No, no lo moleste, sólo quería preguntarle una cosa, pero ya volveré.

– ¿Dónde estará dentro de un rato? Cuando dejo incompleto un memorando, siempre me cae un pequeño rapapolvo.

– Probablemente iré a pasear por los muelles…, bueno, creo. Buenas noches occidentales, o buenos días orientales, como prefiera.

Zofia salió de la torre. Caía una fina lluvia. Anduvo sin prisa hasta el coche y se puso al volante para dirigirse al muelle 80, el otro lugar de la ciudad que era su refugio.

Por el camino, sintió deseos de respirar aire puro, de ver árboles, y se encaminó hacia el norte. Entró en el parque Golden Gate por Martin Luther King hasta el lago central. A lo largo del paseo, las farolas dibujaban miríadas de halos en la noche estrellada. Sus faros iluminaron la pequeña cabaña de madera donde los paseantes alquilaban barcas los días de buen tiempo. El aparcamiento estaba vacío; dejó el Ford, caminó hasta un banco que quedaba bajo una farola y se sentó. Un gran cisne blanco que, impulsado por una ligera brisa, se desplazaba sobre el agua con los ojos cerrados, pasó junto a una rana dormida sobre un nenúfar. Zofia suspiró.

Lo vio avanzar por el final del paseo. El Señor caminaba indolentemente, con las manos en los bolsillos. Pasó por encima de la pequeña verja y atajó por el césped, evitando los macizos de flores. Se acercó y se sentó a su lado.

– ;Has solicitado verme?

– No quería molestarlo, Señor.

– Tú no me molestas nunca. ¿Tienes algún problema?

– No, una pregunta.

Los ojos del Señor se iluminaron un poco más.

– Te escucho, hija mía.

– Los ángeles nos pasamos el tiempo predicando el amor, pero nuestros conocimientos son sólo teóricos, así que quisiera saber qué es realmente el amor en la Tierra.

Él miró hacia el cielo y rodeó a Zofia por los hombros.

– ¡Es lo más bello que he inventado! El amor es una parcela de esperanza, la renovación perpetua del mundo, el camino de la tierra prometida. Creé la diferencia para que la humanidad cultivara la inteligencia. ¡Un mundo homogéneo habría sido mortalmente triste! Además, la muerte no es más que un instante de la vida para quien ha sabido amar y ser amado.

Zofia, nerviosa, trazó un círculo en la grava con la punta del pie.

– Pero la historia del Bachert ¿es cierta?

Dios sonrió y le tomó la mano.

– Hermosa idea la de que quien encuentra a su otra mitad llega a ser más completo que la humanidad entera, ¿verdad? El hombre en sí no es único…, si hubiera querido que fuera así, sólo habría creado uno. Cuando empieza a amar es cuando consigue serlo. Quizá la creación humana sea imperfecta, pero no hay nada más perfecto en el universo que dos seres que se aman.

– Ahora lo entiendo mejor -dijo Zofia, trazando una línea recta justo en el centro del círculo.

El Señor se levantó y se metió de nuevo las manos en los bolsillos. Ya se disponía a irse cuando puso una mano sobre la cabeza de Zofia y le dijo en un tono dulce y de complicidad:

– Voy a revelarte un secreto. La única pregunta que me hago desde el primer día es: ¿he sido realmente yo quien ha inventado el amor, o ha sido el amor el que me ha inventado a mí?

Mientras se alejaba a paso ligero, Dios miró su reflejo en el agua y Zofia lo oyó mascullar:

– Señor por aquí, Señor por allá… Tengo que buscarme de una vez un nombre…, ya me envejecen bastante en esta casa con la barba…

Se volvió y le preguntó a Zofia:

– ¿Qué te parece Houston como nombre?

Zofia, desconcertada, lo miró marcharse. Llevaba las sublimes manos cruzadas tras la espalda y continuaba barbotando solo.

– Tal vez señor Houston… No, no, Houston a secas, es perfecto.

Y la voz se perdió detrás del gran árbol.

Zofia permaneció sola un buen rato. La rana encaramada en el nenúfar la miraba fijamente. Croó dos veces y Zofia se inclinó y le dijo:

– ¿Croac qué?

Zofia se levantó, fue hasta el coche y se marchó del parque Golden Gate. En la colina de Nob Hill, una campana daba las once.

Las ruedas delanteras dejaron de girar a unos centímetros del borde y la rejilla del radiador del Aston Martin quedó en la vertical del agua. Lucas bajó y dejó la portezuela abierta. Apoyó el pie derecho en el parachoques trasero, suspiró profundamente y bajó el pie. Se alejó unos pasos notando que la cabeza le daba vueltas. Se inclinó sobre el agua y vomitó.

– No parece que te encuentres muy bien.

Lucas se incorporó y miró al viejo vagabundo que le tendía un paquete de tabaco.

– Es negro. Un poco fuerte, pero dadas las circunstancias… -dijo Jules.

Lucas aceptó uno; Jules acercó el encendedor y la llama iluminó los dos rostros un breve instante. El joven dio una profunda calada e inmediatamente se puso a toser.

– Es bueno -dijo, arrojando la colilla a lo lejos.

– ¿El estómago revuelto? -preguntó Jules.

– No -respondió Lucas.

– Entonces debe de haber sido una contrariedad.

– ¿Y usted, Jules? ¿Qué tal la pierna?

– Como lo demás. Cojea.

– Pues cámbiese el vendaje antes de que se le infecte -dijo Lucas alejándose.

Jules lo miró dirigirse hacia los viejos edificios que había a un centenar de metros de allí. Lucas subió los peldaños de la escalera herrumbrosa y avanzó por la galería que recorría la fachada del primer piso.

– ¿Esa contrariedad es rubia o morena? -le gritó Jules.

Pero Lucas no lo oyó. La puerta del único despacho con la ventana iluminada se cerró tras él.

Zofia no tenía ningunas ganas de volver a su casa. Pese a que estaba encantada de acoger a Mathilde, echaba en falta cierta intimidad. Caminaba bajo la vieja torre de ladrillo rojo que dominaba los muelles desiertos. El reloj empotrado en el capitel cónico dio la media. Se acercó al borde del muelle. La proa del viejo carguero cabeceaba a la luz de una luna apenas enturbiada por un ligero velo de bruma.

– Le tengo mucho cariño a ese barcucho. Somos de la misma edad. Él también se tambalea al moverse, y está más oxidado aún que yo.

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