– No me hagas ninguna pregunta -dijo-. Ve al guardarropa, recoge el abrigo y vuelve a casa. Te llamaré mañana. Ahora no puedo explicarte nada, lo siento.
– ¿Qué te pasa? -dijo ella, desconcertada.
– ¡Márchate ya!
Zofia se levantó y cruzó la sala. Oía los menores ruidos y veía los detalles más imperceptibles: un cubierto al caer, un entrechocar de copas, un anciano limpiándose el labio superior con un pañuelo casi tan viejo como él, una mujer mal vestida a la que se le van los ojos detrás de los postres, un hombre de negocios que interpreta su propio papel leyendo un periódico, esa pareja que ha dejado de hablar desde que ella se ha levantado. Apretó el paso; las puertas del ascensor se cerraron por fin. Todo en ella eran emociones contradictorias.
Corrió hasta la calle, donde el viento la sobrecogió. En el coche que huía, sólo estaba ella y un estremecimiento de melancolía.
Cuando Blaise se sentó en el sitio que Zofia acababa de dejar libre, Lucas apretó los puños.
– ¿Qué, cómo van nuestros asuntos? -dijo Blaise, jovial.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó Lucas en un tono que no intentaba en absoluto ocultar su irritación.
– Soy responsable de la comunicación interna y externa, así que vengo a comunicarme un poco… con usted.
– Yo no tengo que rendirle cuentas.
– Vamos, vamos, Lucas… ¿Quién ha hablado de contabilidad? He venido simplemente a interesarme por la salud de mi pupilo, y, por lo que he visto, parece estar en plena forma. -Blaise adoptó un tono tan meloso como falsamente amigable-. Sabía que era usted brillante, pero debo confesar que lo había subestimado.
– Si eso es todo lo que tenía que decirme, le invito a largarse.
– Le he observado mientras la arrullaba con sus serenatas y tengo que reconocer que en el momento del postre me ha impresionado. ¡Amigo mío, es usted un genio!
Lucas escrutó a Blaise atentamente, tratando de descifrar lo que podía alegrar tanto a aquel perfecto imbécil.
– La naturaleza no ha sido muy generosa con usted, Blaise, pero no desespere. Algún día habrá entre nosotros una penitente que haya hecho algo lo bastante grave para ser condenada a pasar unas horas entre sus brazos.
– No se haga el modesto, Lucas, he entendido la jugada y la apruebo. Su inteligencia nunca dejará de sorprenderme.
Lucas se volvió e hizo una seña con la mano para que le llevaran la cuenta. Blaise se la arrebató y le tendió una tarjeta de crédito al maître.
– Deje, esto es cosa mía.
– ¿Adonde exactamente quiere ir a parar? -preguntó Lucas, recuperando la cuenta de entre los dedos húmedos de Blaise.
– Podría otorgarme más confianza. Le recuerdo que se le ha encargado esta misión gracias a mí, así que, puesto que los dos lo sabemos, no juguemos a hacernos los tontos.
– ¿Qué sabemos? -preguntó Lucas, levantándose.
– ¡Quien es ella!
Lucas volvió a sentarse muy despacio y miró fijamente a Blaise.
– ¿Y quién es ella?
– Pues ella es el otro…, ¡su oponente!
Lucas entreabrió ligeramente la boca, como si de pronto le faltara aire. Blaise prosiguió:
– La que han enviado contra usted. Usted es nuestro demonio y ella es su ángel, su mejor agente. -Blaise se inclinó hacia Lucas, que retrocedió instintivamente-. No se lo tome así, hombre. Al fin y al cabo, mi trabajo es estar enterado de todo. Era mi deber felicitarlo. La tentación del ángel no es una victoria para nuestro bando, ¡es un triunfo! Y de eso es de lo que se trata, ¿no?
Lucas había percibido una pizca de temor en la última pregunta de Blaise.
– ¿No es ése su trabajo, saberlo todo? -repuso Lucas con una ironía teñida de cólera.
Se levantó de la mesa. Mientras atravesaba la sala, oyó la voz de Blaise:
– También había venido para decirle que conecte el móvil. ¡Le buscan! A la persona con la que ha contactado en las últimas horas le gustaría mucho hacer un trato esta noche.
El ascensor se cerró con Lucas dentro. Blaise vio el plato del postre a medias, se sentó y sumergió un dedo húmedo en el chocolate.
El coche de Zofia circulaba por la avenida Van Ness; todos los semáforos que encontraba en su camino se ponían en verde. Encendió la radio y buscó una emisora de rock. Sus dedos golpeaban el volante siguiendo el ritmo de la música y siguieron golpeando cada vez más fuerte hasta que las falanges empezaron a dolerle. Se desvió en Pacific Heights y aparcó sin esmerarse mucho delante de casa.
Las ventanas de la planta baja estaban apagadas. Zofia empezó a subir hacia el primer piso. Cuando puso el pie en el tercer peldaño, la puerta de la señora Sheridan se entreabrió. Zofia siguió el rayo de luz que atravesaba la penumbra hasta las habitaciones de Reina.
– ¡Te lo había advertido!
– Buenas noches, Reina.
– Siéntate a mi lado, ya me darás las buenas noches cuando te vayas. Aunque, viéndote la cara, es posible que en ese momento nos demos los buenos días.
Zofia se acercó al sillón. Se sentó sobre la moqueta y apoyó la cabeza en el brazo del asiento. Reina le acarició el cabello antes de tomar la palabra:
– Supongo que tienes una pregunta que hacer, porque yo tengo una respuesta que dar.
– Soy absolutamente incapaz de decir lo que siento.
Zofia se levantó, avanzó hacia la ventana y apartó la cortina. El Ford parecía dormir en la calle.
– Lejos de mí la idea de ser indiscreta -prosiguió Reina-. ¡En fin, nadie puede hacer lo imposible! A mi edad, el futuro mengua a ojos vista, y cuando se tiene presbicia como yo, hay motivos para preocuparse. Así que cada día que pasa miro ante mí, con la molesta sensación de que la carretera va a acabar en la punta de mis zapatos.
– ¿Por qué dice eso, Reina?
– Porque conozco tu generosidad y también tu pudor. Para una mujer de mi edad, las alegrías y las tristezas de las personas a las que se quiere son como kilómetros recorridos en la noche que se avecina. Vuestras esperanzas y vuestros deseos nos recuerdan que después de nosotros el camino continúa, que lo que hemos hecho con nuestra vida ha tenido un sentido, aunque sea ínfimo…, una minúscula pizca de razón de ser. Así que ahora vas a contarme lo que te pasa.
– ¡No lo sé!
– Lo que sientes se llama añoranza.
– ¡Hay tantas cosas que me gustaría poder decirle!
– No te preocupes, me las imagino. -Reina le levantó suavemente la barbilla con la yema de los dedos-. Vamos, quiero verte sonreír; basta una minúscula semilla de esperanza para que crezca un campo entero de felicidad…, y un poco más de paciencia para darle tiempo de crecer.
– ¿Ha estado enamorada alguna vez, Reina?
– ¿Ves todas esas viejas fotos de los álbumes? Pues no sirven absolutamente para nada. La mayoría de las personas que aparecen en ellas hace tiempo que están muertas, pero aun así son muy importantes para mí. ¿Sabes por qué?… Porque las he apreciado. ¡Si supieras cómo me gustaría que las piernas me llevaran otra vez allí! ¡Aprovecha, Zofia! ¡Corre, no pierdas tiempo! Unas veces los lunes son duros, otras los domingos son tristes, pero el comienzo de una nueva semana siempre es una bendición. -Reina abrió la mano, le sujetó el dedo índice y le hizo recorrer su línea de la vida-. ¿Sabes qué es el Bachert, Zofia? -Zofia no respondió y Reina continuó hablando en voz todavía más baja-: Es la historia más hermosa del mundo: el Bachert es la persona que Dios te ha destinado, la otra mitad de ti misma, tu verdadero amor. El sentido de tu vida será encontrarla… y, sobre todo, reconocerla.
Zofia miró a Reina en silencio. Se levantó, le dio un beso lleno de ternura en la frente y le deseó buenas noches. Antes de salir, se volvió para decirle otra cosa:
– Me gustaría mucho ver uno de sus álbumes.
– ¿Cuál? ¡Los has visto todos por lo menos diez veces!
– El suyo, Reina.