– Eso depende de las corrientes de influencia -dijo Lucas.
– Tal vez -repuso Heurt, balanceando la cabeza-, pero para un proyecto de esa envergadura, necesitaríamos apoyos de las altas esferas.
– ¡Precisamente a usted no hace falta explicarle cómo se tira de los hilos del lobby! El director inmobiliario del puerto está a punto de ser sustituido. Estoy seguro de que mostraría un grandísimo interés por una prima como despedida.
– ¡No sé de qué habla!
– ¡Ed, usted podría haber sido el inventor de la cola en la solapa de los sobres que circulan por debajo de las mesas! -El vicepresidente se irguió en el sillón, sin saber si debía sentirse halagado por ese comentario. Mientras se dirigía hacia la puerta, Lucas le dijo a su jefe-: En la carpeta azul encontrará también una ficha con información detallada sobre nuestro candidato a una sustanciosa jubilación. Pasa todos los fines de semana en el lago Tahoe y está endeudado hasta el cuello. Arrégleselas para conseguirme cuanto antes una cita con él. Imponga un lugar muy confidencial y déjeme a mí hacer el resto.
Heurt hojeó con nerviosismo los folios del informe. Miró a Lucas, estupefacto, y frunció el entrecejo.
– ¿En Nueva York se dedicaba a la política?
La puerta se cerró.
El ascensor estaba en aquella planta, pero Lucas dejó que se marchara vacío. Sacó el móvil, lo conectó y marcó febrilmente el número de su buzón de voz. «No tiene ningún mensaje nuevo», repitió dos veces la voz de robot. Colgó y pulsó una tecla hasta llegar a la pantalla de mensajes: estaba vacía. Desconectó el aparato y se metió en el ascensor. Cuando bajó en la planta del aparcamiento, reconoció que algo que no acababa de identificar lo turbaba: «Un ínfimo latido en el pecho que le retumbaba hasta en las sienes».
Hacía dos horas que duraba el conciliábulo. Las repercusiones de la caída de Gómez al fondo de la bodega del Valparaíso estaban adquiriendo unas proporciones inquietantes. El hombre seguía en reanimación. Manca llamaba al hospital cada hora para interesarse por su estado, pero el diagnóstico seguía siendo reservado. Si el cargador moría, nadie podría controlar la cólera que rugía sordamente en los muelles. El jefe del sindicato de la costa oeste se había desplazado hasta allí para asistir a la reunión. Se levantó para servirse otra taza de café. Zofia aprovechó la circunstancia para abandonar discretamente la sala donde se desarrollaban las discusiones. Salió del edificio y se alejó unos pasos para esconderse detrás de un contenedor. A salvo de miradas indiscretas, marcó un número. El mensaje del contestador era breve: «Lucas». Inmediatamente después sonaba la señal.
– Soy Zofia. Esta noche estoy libre. Llámeme para decirme cómo quedamos. Hasta luego.
Al colgar, miró su teléfono móvil y, sin saber muy bien por qué, sonrió.
A última hora de la tarde, los delegados habían pospuesto por unanimidad el momento de tomar una decisión. Necesitaban tiempo para ver las cosas con más claridad. La comisión de investigación no publicaría su informe sobre las causas del accidente hasta muy entrada la noche y el Memorial de San Francisco también esperaba el examen médico de la mañana para pronunciarse sobre las posibilidades de supervivencia del cargador. En consecuencia, se levantó la sesión y fue aplazada hasta el día siguiente. Manca convocaría a los miembros de la junta en cuanto recibiera los dos informes, e inmediatamente después se celebraría una asamblea general.
Zofia necesitaba tomar el aire. Se concedió unos minutos de descanso para caminar por el muelle. A unos pasos, la proa oxidada del Valparaíso se balanceaba en un extremo de las amarras; el barco estaba encadenado como un animal de mal agüero. La sombra del gran carguero se reflejaba intermitentemente en las manchas oleosas que se ondulaban a capricho del agua. Hombres uniformados iban y venían a lo largo de las crujías, realizando toda clase de inspecciones. El comandante del buque los observaba, apoyado en la barandilla de su atalaya. A juzgar por la forma en que lanzó el cigarrillo por encima de la borda, era de temer que las horas siguientes serían todavía más movidas que las aguas en las que había caído la colilla. La voz de Jules rompió la soledad del lugar donde reinaban los graznidos de las gaviotas.
– No entran ganas de darse un chapuzón, ¿verdad? ¡A no ser que sea el definitivo!
Zofia se volvió y lo miró con ternura. Sus ojos azules estaban apagados, llevaba una barba indecorosa y unas ropas gastadas, pero la indigencia no le restaba un ápice de encanto. Aquel hombre llevaba la elegancia en el fondo del corazón. Jules había hundido las manos en los bolsillos de su viejo pantalón de tweed con motivos de cuadros.
– Es príncipe de Gales, pero creo que hace bastante tiempo que el príncipe hizo las maletas.
– ¿Y la pierna?
– Sigue aguantando al lado de la otra, y eso ya es mucho.
– ¿Ha ido a que le cambien el vendaje?
– ¿Y tú? ¿Cómo estás?
– Me duele la cabeza. Esa reunión no se acababa nunca.
– ¿También te duele un poco el corazón?
– No. ¿Por qué?
– Porque a las horas a las que últimamente paseas por aquí, dudo mucho que vengas para tomar el sol.
– Estoy bien, Jules, sólo tenía ganas de tomar un poco de aire fresco.
– Y el más fresco que has encontrado ha sido en una dársena que apesta a pescado podrido. Pero supongo que tienes razón: ¡estás muy bien!
Los hombres que inspeccionaban el viejo barco bajaron por la escala del portalón. Montaron en dos Ford negros (cuyas portezuelas no hicieron ningún ruido al cerrarse) y se alejaron lentamente hacia la salida de la zona portuaria.
– Si pensabas hacer fiesta mañana, olvídate. Me temo que será un día más agitado aún que de costumbre.
– Yo también.
– Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado?
– En el momento en que yo iba a discutir con usted para llevarlo a que le cambien el vendaje. Espere aquí, voy a buscar el coche.
Zofia se alejó sin darle oportunidad de replicar.
– ¡Tramposa! -masculló Jules.
Después de haber acompañado a Jules de vuelta al muelle, Zofia se marchó a casa. Conducía con una mano mientras buscaba el móvil con la otra. Debía de estar perdido en el fondo de su gran bolso, y como no lo encontraba, el primer semáforo se puso en rojo. Cuando se detuvo, volcó el contenido del bolso en el asiento de al lado y recuperó el aparato de un confuso montón de cosas.
Lucas había dejado un mensaje: pasaría por su casa a buscarla a las siete y media. Zofia consultó el reloj; le quedaban exactamente cuarenta y siete minutos para llegar, saludar a Mathilde y a Reina y cambiarse. Por una vez, y sin que sirviera de precedente, se inclinó, abrió la guantera y colocó el girofaro azul sobre el techo del vehículo. Con la sirena puesta, subió por la calle Tercera a toda velocidad.
Lucas se disponía a salir del despacho. Tomó la gabardina colgada en un perchero y se la puso sobre los hombros. Al apagar la luz, la ciudad apareció en blanco y negro detrás del ventanal. Ya iba a cerrar la puerta cuando sonó el teléfono. Volvió sobre sus pasos para responder a la llamada. Ed lo informó de que la cita que había solicitado sería a las siete y media en punto. En la penumbra, Lucas escribió la dirección en un trozo de papel.
– Le llamaré en cuanto haya encontrado un terreno de entendimiento con nuestro interlocutor.
Lucas colgó sin más comentarios y se acercó al ventanal. Miraba las calles que se extendían abajo. Desde aquella altura, las hileras de luces blancas y rojas de los faros de los coches dibujaban una inmensa telaraña que titilaba en la noche. Lucas apoyó la frente en el cristal; delante de su boca se formó un círculo de vaho en cuyo centro parpadeaba un puntito de luz azul.