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– Tengo una cena, pero intentaré anularla. Lo llamaré al móvil.

Él sonrió y arrancó. Zofia lo siguió con la mirada hasta que el coche desapareció en el río de vehículos de la avenida Van Ness.

Fue a pagar la recarga de la batería y los gastos de remolcar el coche. Cuando se adentró en Broadway, la tormenta había pasado. El túnel desembocaba directamente en el corazón del barrio de prostitutas. En un paso de cebra, vio a un carterista que se disponía a abalanzarse sobre su víctima. Aparcó en doble fila, bajó del Ford y corrió hacia él.

Abordó sin contemplaciones al hombre, que dio un paso atrás: su actitud era amenazadora.

– Es una mala idea -dijo Zofia, señalando con el dedo a la mujer del maletín, que se alejaba.

– ¿Eres poli?

– ¡No es ésa la cuestión!

– ¡Entonces esfúmate, gilipollas!

Y echó a correr a toda velocidad hacia su presa. Mientras se acercaba a ella, se torció un tobillo y cayó todo lo largo que era al suelo. La chica, que había montado en un Cable-car [4], no se dio cuenta de nada. Zofia esperó a que el hombre se levantara para regresar a su vehículo.

Al abrir la portezuela, se mordió el labio inferior, descontenta de sí misma. Algo había interferido en sus intenciones. Había alcanzado el objetivo, pero no como ella hubiera querido: razonar con el agresor no había sido suficiente. Reanudó su camino y se dirigió a los muelles.

– ¿Tengo que aparcarle el coche, señor?

Lucas se sobresaltó. Levantó la cabeza y miró al aparcacoches, que lo observaba con una expresión extraña.

– ¿Por qué me mira así?

– Lleva más de cinco minutos dentro del coche sin moverse, así que me preguntaba…

– ¿Qué se preguntaba?

– Creía que no se encontraba bien, sobre todo cuando ha apoyado la cabeza en el volante.

– Pues no crea nada y se evitará un montón de decepciones.

Lucas salió del descapotable y le lanzó las llaves al chico. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, se encontró con Elizabeth, que se inclinó hacia él para saludarlo. Lucas dio inmediatamente un paso atrás.

– Ya me saludó esta mañana, Elizabeth -dijo, haciendo una mueca.

– Tenía razón en lo de los caracoles, son deliciosos. ¡Que tenga un buen día!

Las puertas de la cabina se abrieron en la novena planta y ella desapareció por el pasillo.

Ed recibió a Lucas con los brazos abiertos.

– ¡ Ha sido una bendición haberlo conocido, querido Lucas!

– Puede decirse así -dijo Lucas, cerrando la puerta del despacho.

Avanzó hacia el vicepresidente y se sentó en un sillón. Heurt agitó el San Francisco Chronicle.

– Vamos a hacer grandes cosas juntos.

– No lo dudo.

– No tiene buen aspecto.

Lucas suspiró. Ed percibió su exasperación y agitó de nuevo la página del periódico en la que figuraba el escrito de Amy.

– ¡Un artículo fantástico! Yo no lo hubiera hecho mejor.

– ¿Ya se ha publicado?

– Esta mañana, tal como me había prometido. Esta Amy es un encanto, ¿verdad? Ha debido de pasarse toda la noche trabajando.

– Sí, algo así.

Ed señaló con el dedo la foto de Lucas.

– Soy un idiota. Debería haberle dado una foto mía, pero no importa, usted ha quedado muy bien.

– Gracias.

– ¿Está seguro de que se encuentra bien, Lucas?

– Sí, señor presidente, muy bien.

– No sé si mi instinto me engaña, pero lo noto a usted un poco raro. -Ed destapó la botella de cristal, le sirvió un vaso de agua a Lucas y añadió con un aire falsamente compasivo-: Si tiene problemas, aunque sean de tipo personal, puede confiar en mí. ¡Somos una gran empresa, pero ante todo una gran familia!

– ¿Quería verme para algo, señor presidente?

– ¡Llámeme Ed!

Heurt comentó, extasiado, su cena de la víspera, que se había desarrollado mucho mejor de lo que esperaba. Había informado a sus colaboradores de su intención de fundar en el seno del grupo un nuevo departamento al que llamaría División de Innovaciones. La finalidad de esta nueva unidad sería preparar herramientas comerciales inéditas para conquistar nuevos mercados. Lo dirigiría Ed; esa experiencia sería para él como una cura de rejuvenecimiento. Echaba de menos la acción. Mientras él hablaba, varios subdirectores ya se frotaban las manos ante la idea de formar la nueva guardia pretoriana del futuro presidente. Decididamente, Judas no envejecería nunca…, incluso era capaz de multiplicarse, pensó Lucas. Heurt finalizó su relato diciendo que cierto grado de competencia con su socio no podía ser perjudicial, sino todo lo contrario, que una aportación de oxígeno siempre resulta beneficiosa.

– ¿Está de acuerdo conmigo, Lucas?

– Absolutamente de acuerdo -respondió él, asintiendo con la cabeza.

Lucas estaba en la gloria: las intenciones de Heurt superaban en mucho sus esperanzas y permitían presagiar el éxito de su plan. En el 666 de la calle Market, la atmósfera del poder no tardaría en enrarecerse. Los dos hombres hablaron sobre la reacción de Antonio. Era más que probable que su socio se opusiera a sus nuevas ideas. Hacía falta una acción decidida para lanzar su división, pero preparar una operación de envergadura no era una cosa fácil y exigía mucho tiempo, recordó Heurt. El vicepresidente soñaba con un mercado prestigioso que legitimara el poder que quería conquistar. Lucas se levantó, puso delante de Ed la carpeta que llevaba bajo el brazo y la abrió para sacar un grueso documento.

La zona portuaria de San Francisco se extendía a lo largo de muchos kilómetros, bordeando prácticamente toda la costa este de la ciudad, y estaba en constante transformación. La actividad de los muelles se mantenía a pesar de que el mundo inmobiliario había iniciado la batalla para que se autorizara la ampliación del puerto recreativo y se recalificaran los terrenos que estaban frente al mar, los más cotizados de la ciudad. Los pequeños veleros habían encontrado amarre en otro puerto deportivo, una victoria de los mismos promotores, que habían logrado desplazar su batalla un poco más al norte. La creación de esa unidad residencial había sido codiciada por los medios empresariales y las casas se habían vendido a precio de oro. Más tarde habían construido también gigantescas terminales que acogían a los inmensos barcos. Los ríos de pasajeros que bajaban seguían un nuevo paseo que los conducía al muelle 39. La zona turística había fomentado la apertura de multitud de comercios y restaurantes. Las múltiples actividades de los muelles eran fuente de enormes beneficios y de ásperas luchas de intereses. Desde hacía diez años, el director inmobiliario de la zona portuaria cambiaba cada quince meses, un indicio de las guerras de influencia que se desarrollaban sin parar en torno a la adquisición y la explotación de las costas de la ciudad.

– ¿Adonde quiere ir a parar? -preguntó Ed.

Lucas sonrió maliciosamente y desplegó un plano. En una esquina se podía leer: Puerto de San Francisco, Muelle 80.

– ¡Hay que atacar este último bastión!

El vicepresidente quería un trono y Lucas le ofrecía una auténtica ceremonia de coronación.

Se sentó de nuevo para exponer su plan. La situación de los muelles era precaria. El trabajo era duro y muchas veces incluso peligroso, y los cargadores tenían un temperamento fogoso. Una huelga podía propagarse más deprisa que un virus. Lucas ya se había encargado de hacer lo necesario para caldear el ambiente.

– No entiendo de qué nos sirve eso -dijo Ed, bostezando.

Lucas prosiguió con una actitud de indiferencia:

– Mientras las empresas de logística y de flete paguen sus salarios y sus alquileres, nadie se atreverá a desalojarlas. Pero eso podría cambiar con una gran rapidez. Bastaría una nueva paralización de la actividad.

– La dirección del puerto no irá nunca en esa dirección. Vamos a encontrar demasiada resistencia.

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[4] El tranvía de San Francisco (N. de la T.)

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