– Lo sé -dijo Lucas con aire contrito-. ¡Ya no se está seguro en ninguna parte!
El aparcacoches, que no se había perdido una sola palabra de la conversación, lo observó alejarse en dirección al vestíbulo del edificio. Fue a aparcar el descapotable con mano hábil y experta… La ayudante personal de Antonio Andric siempre le encargaba a él la tarea de aparcar su 4 x 4. El rumor tardó dos horas en llegar al noveno y último piso del 666 de la calle Market, la prestigiosa sede social de A amp;H; la pausa para comer había frenado su avance. A las trece y diecisiete horas, Antonio Andric entraba iracundo en el despacho de Ed Heurt; a las trece y veintinueve, el mismo Antonio salía del despacho de su socio dando un portazo. En el rellano, dijo a voz en cuello que «las piernas» iban a relajarse a un campo de golf y que las «meninges» no tenían más que asistir en su lugar a la reunión mensual de directores comerciales.
Lucas dirigió una mirada de complicidad al aparcacoches al ir a recoger su vehículo. Faltaba una hora para la cita que tenía con su jefe, así que le daba tiempo de hacer una insignificante adquisición. Tenía unas ganas locas de cambiar de coche, y para aparcar a su manera el que ahora conducía, el puerto no quedaba muy lejos.
Zofia había dejado a Reina en la peluquería y prometido ir a buscarla al cabo de dos horas. Justo el tiempo de ir a dar clase de historia al centro de formación para personas con trastornos de visión. Los alumnos de Zofia se habían levantado al cruzar ella el umbral del aula.
– No lo digo por coquetería, pero soy la más joven de esta clase, así que sentaos, por favor.
Hubo un murmullo y después Zofia retomó la lección en el punto donde la había dejado. Abrió el libro en braille que tenía sobre la mesa y empezó a leer. A Zofia le gustaba esa escritura en la que las palabras se descifraban con la yema de los dedos, en la que las frases se componían mediante el tacto, en la que los textos cobraban vida en el hueco de la mano. Apreciaba ese universo ambliope, tan misterioso para los que creían verlo todo aunque con frecuencia estaban ciegos para muchas cosas esenciales. Cuando sonó el timbre, dio por terminada la clase y se despidió de sus alumnos hasta el jueves siguiente. Montó en su coche y fue a buscar a Reina para acompañarla a casa. Después cruzó de nuevo la ciudad para llevar a Jules del dispensario a los muelles. El vendaje que llevaba en la pierna le daba aspecto de filibustero, y el hombre no disimuló cierto orgullo cuando Zofia se lo dijo.
– ¿Estás preocupada? -preguntó Jules.
– No, sólo un poco desbordada.
– Siempre estás desbordada. Te escucho.
– Jules, he aceptado un desafío un poco estrambótico. Si usted tuviera que hacer algo increíblemente bueno, algo que cambiara el curso del mundo, ¿qué decidiría hacer?
– Si fuera utopista o creyera en los milagros, te diría que erradicaría el hambre del mundo, eliminaría todas las enfermedades, prohibiría que se atentara contra la dignidad de los niños, reconciliaría todas las religiones, sembraría la Tierra de tolerancia y creo que haría desaparecer toda clase de pobreza. Sí, haría todo eso… ¡si fuera Dios!
– ¿Y se ha preguntado por qué El no lo hace?
– Lo sabes tan bien como yo. Todo eso no depende de Su voluntad, sino de la de los hombres a los que ha confiado la Tierra. Zofia, no existe ningún bien inmenso que podamos representarnos por la sencilla razón de que el bien, al contrario que el mal, es invisible. No se puede calcular ni describir sin que pierda su elegancia y su sentido. El bien se compone de una cantidad infinita de pequeñas atenciones que, puestas una detrás de otra, tal vez un día acaben por cambiar el mundo. Pídele a cualquiera que te cite cinco personajes que hayan cambiado para bien el curso de la humanidad. No sé…, por ejemplo, el primer demócrata, o el inventor de los antibióticos, o un mediador de conflictos. Por raro que parezca, poca gente será capaz de dar su nombre, mientras que dirán sin ninguna dificultad el de cinco dictadores. Todos conocemos el nombre de las grandes enfermedades, pero casi nadie sabe el de los que las han vencido. El apogeo del mal que todos tememos no es otra cosa que el fin del mundo, pero parecemos ignorar que el apogeo del bien ya tuvo lugar… el día de la Creación.
– Pero entonces, Jules, ¿qué haría usted para hacer el bien, el bien máximo?
– ¡Haría exactamente lo que tú haces! Daría a todas las personas con las que me relaciono la esperanza de todos los posibles. Hace un rato has inventado una cosa maravillosa sin darte cuenta.
– ¿Qué he hecho?
– Al pasar por delante de mi arco, me has sonreído. Poco después, ese detective que viene muchas veces a comer aquí ha pasado en coche y me ha mirado con su eterna cara de gruñón. Nuestras miradas se han cruzado, le he ofrecido tu sonrisa y, cuando se ha marchado, la llevaba en los labios. Sí, lo he visto. Así que, si confiamos un poco, se la habrá trasladado a la persona que haya ido a ver. ¿Ves ahora lo que has hecho? Has inventado una especie de vacuna contra el instante de malestar. Si todo el mundo hiciera eso, dar simplemente una sonrisa una vez al día, ¿te imaginas el increíble contagio de felicidad que se extendería por la Tierra? Entonces ganarías esa apuesta. -El viejo Jules se tapó la boca con la mano para toser-. Pero en fin, ya te he dicho que no era un utopista, así que me conformaré con darte las gracias por haberme traído hasta aquí.
El vagabundo salió del coche y se dirigió a su refugio. Se volvió y le hizo una seña a Zofia.
– Sean cuales sean las preguntas que te hagas, confía en tu instinto y continúa haciendo lo que haces.
Zofia se quedó mirándolo.
– Jules, ¿qué hacía usted antes de vivir aquí?
Jules desapareció bajo el arco sin responder.
Zofia fue a ver a Manca al Fisher's Deli. Ya era la hora de comer y, por segunda vez en el día, tenía que pedir un favor. El capataz no había tocado el plato. Ella se sentó a su mesa.
– ¿No se come los huevos revueltos?
Manca se inclinó para susurrarle al oído:
– Cuando Mathilde no está, la comida no sabe a nada.
– Precisamente de ella he venido a hablarle.
Zofia se marchó del puerto media hora más tarde en compañía del capataz y de cuatro de sus cargadores. Al pasar por delante del arco número siete, se detuvo en seco. Había reconocido al hombre elegantemente trajeado que estaba fumando un cigarrillo junto a Jules. Los dos cargadores que habían subido a su coche y los otros dos que la seguían en una camioneta le preguntaron por qué había frenado tan bruscamente. Ella aceleró sin responder y se dirigió al hospital Memorial.
Los faros del flamante Lexus se encendieron en cuanto éste se adentró en el sótano. Lucas caminó a paso vivo hacia la puerta de acceso a la escalera. Consultó su reloj; llegaba diez minutos antes de la hora.
Las puertas del ascensor se abrieron en la novena planta. Dio un rodeo para pasar por delante del despacho de la ayudante de Antonio Andric, se invitó a entrar y se sentó en una esquina de su mesa. Ella no levantó la cabeza y continuó escribiendo en el ordenador.
– Está usted totalmente consagrada a su trabajo, ¿verdad?
Elizabeth le sonrió y prosiguió su tarea.
– ¿Sabe que en Europa la jornada de trabajo está legislada? En Francia -añadió Lucas-, incluso piensan que más de treinta y cinco horas a la semana son perjudiciales para la realización del individuo.
Elizabeth se levantó para servirse una taza de café.
– ¿Y si uno quiere trabajar más? -preguntó.
– ¡No puede! ¡Francia fomenta el arte de vivir!
Elizabeth se sentó de nuevo ante la pantalla y se dirigió a Lucas en un tono distante:
– Tengo cuarenta y ocho años, estoy divorciada, mis dos hijos están en la universidad, soy propietaria del pequeño piso donde vivo en Sausalito y de un bonito apartamento a orillas del lago Tahoe que habré terminado de pagar dentro de dos años. Para ser sincera, no cuento el tiempo que paso aquí. Me gusta lo que hago, mucho más que deambular por delante de los escaparates constatando que no he trabajado lo suficiente para pagar lo que me apetece comprar. En cuanto a los franceses, le recuerdo que comen caracoles. El señor Heurt está en su despacho y ustedes están citados a las dos, lo cual es perfecto ya que son las dos en punto.