Ni paredes ni techo, nadie a quien odiar, tan pocos alimentos ante la puerta como barrotes que estaría deseando serrar… Jules Minsky había estado en peores condiciones que un prisionero. Soñar podía convertirse en un lujo cuando se luchaba por la supervivencia. De día, había que buscar comida en los vertederos; en invierno, andar continuamente para luchar contra la alianza mortal del sueño y el frío.
– Jules, voy a llevarlo al dispensario.
– Creía que trabajabas en la seguridad del puerto, no en el Ejército de Salvación.
Zofia tiró con todas sus fuerzas del brazo del vagabundo para ayudarlo a levantarse. El no le facilitó la tarea, pero acabó por acompañarla a regañadientes hasta su coche. La joven le abrió la portezuela; Jules se pasó la mano por la barba, dudoso. Zofia lo miró en silencio. Las magníficas arrugas que tenía alrededor de los ojos azules constituían los fortines de un alma rica en emociones. En torno a la boca, de labios gruesos y sonrientes, se dibujaban otras caligrafías: las de una existencia en la que la pobreza sólo afectaba al aspecto.
– Tu carro no va a oler muy bien. Con la pierna así, últimamente no he podido ir a las duchas.
– Jules, si dicen que el dinero no tiene olor, ¿por qué va a tenerlo un poco de miseria? Deje de discutir y suba.
Tras haber confiado a su pasajero a los cuidados del dispensario, Zofia bajó de nuevo hacia los muelles. De camino, se desvió para ir a visitar a la señora Sheridan; tenía que pedirle un gran favor. La encontró en el umbral de la puerta. Reina tenía que hacer algunas compras y, en aquella ciudad famosa por sus calles en pendiente, donde cada paso constituye un reto para una persona mayor, encontrarse a Zofia a esa hora parecía un milagro. La chica le rogó que se sentara en el coche y subió corriendo a sus habitaciones. Entró, echó un vistazo al contestador automático, que no tenía grabado ningún mensaje, y bajó de inmediato. Por el camino le expuso el caso de Mathilde a Reina, que aceptó acogerla en su casa hasta que se restableciera. Habría que encontrar un sistema para subirla al primer piso y unos buenos pares de brazos para bajar la cama metálica guardada en el desván.
Lucas, cómodamente instalado en la cafetería del 666 de la calle Market, hacía unas cuentas directamente sobre la mesa de fórmica tras haber tomado posesión de su nuevo cargo en el seno del mayor grupo inmobiliario de California. Estaba mojando el séptimo cruasán en un café con leche, inclinado sobre la apasionante obra que contaba cómo se había desarrollado Silicon Valley: «Una vasta franja de tierras convertidas en treinta años en la zona más estratégica de tecnologías punta, conocida como el pulmón de la informática del mundo». Para aquel especialista del cambio de identidad, hacer que lo contrataran había sido de una facilidad desconcertante, y ya disfrutaba preparando su plan maquiavélico.
El día antes, en el avión de Nueva York, la lectura de un artículo del San Francisco Chronicle sobre el grupo inmobiliario A amp;H había iluminado los ojos de Lucas: la fisonomía rolliza de su vicepresidente se ofrecía sin contención al objetivo del fotógrafo. Ed Heurt, la «H» de A amp;H, era un genio en el arte de pavonearse en entrevistas y conferencias de prensa, y se jactaba sin parar de las inconmensurables contribuciones de su grupo al auge económico de la región. Aquel hombre, que desde hacía veinte años ambicionaba hacer carrera como diputado, no faltaba nunca a una ceremonia oficial. En aquellos momentos se disponía a inaugurar oficialmente, a bombo y platillo, la temporada de pesca del cangrejo. En tales circunstancias, Lucas se había cruzado en el camino de Ed Heurt.
Gracias a la impresionante libreta de direcciones influyentes con la que había alimentado hábilmente la conversación, Lucas había conseguido el puesto de consejero de la vicepresidencia, creado en el acto para él. Los engranajes del oportunismo no tenían ningún secreto para Ed Heurt, y el acuerdo se selló antes de que el número dos del grupo hubiera terminado de engullir una pinza de cangrejo, generosamente acompañada de una mayonesa al azafrán que manchó con igual generosidad la pechera de su esmoquin.
Esa mañana eran las once, y una hora más tarde Ed presentaría a Lucas a su socio, Antonio Andric, el presidente del grupo.
La «A» de A amp;H dirigía con una mano férrea enfundada en un guante de terciopelo la vasta red comercial que había tejido a lo largo de los años. Un sentido innato del negocio inmobiliario y una constancia inigualable en el trabajo habían permitido a Antonio Andric desarrollar un inmenso imperio que empleaba a más de trescientos agentes y a casi igual número de juristas, contables y asesores.
Lucas vaciló antes de renunciar a la octava pasta. Hizo chascar los dedos corazón y pulgar para pedir un capuchino. Mordisqueando el rotulador negro, consultó los papeles y continuó reflexionando. Las estadísticas que había obtenido del departamento de informática de A amp;H eran elocuentes.
Finalmente se permitió pedir un bollo relleno de chocolate y, mientras se lo comía, llegó a la conclusión de que era imposible alquilar, vender o comprar un solo inmueble o parcela de terreno en todo el valle sin tratar con el grupo para el que trabajaba desde la noche anterior. El folleto publicitario y su inefable eslogan («La inmobiliaria inteligente») le permitieron pulir sus planes.
A amp;H era una entidad con dos cabezas; su talón de Aquiles estaba en el punto de unión de los dos cuellos de la hidra. Bastaría que los dos cerebros de la organización aspiraran el mismo aire para ahogarse mutuamente. Si Andric y Heurt se disputaban el timón del barco, el grupo no tardaría en ir a la deriva. El naufragio brutal del imperio A amp;H abriría de inmediato el apetito a los grandes propietarios, que provocarían la desestabilización del mercado inmobiliario en un valle donde los alquileres eran pilares fundamentales de la vida económica. Las reacciones de las plazas financieras no se harían esperar y las empresas de la región quedarían asfixiadas en el acto.
Lucas comprobó unos datos para establecer sus hipótesis: la más probable era que un gran número de empresas no sobrevivieran al aumento de sus alquileres y el descenso de sus cotizaciones. Incluso siendo pesimista, los cálculos de Lucas permitían prever que al menos diez mil personas perderían su empleo; una cifra suficiente para hacer que la economía de toda la región sufriera una implosión y provocara la embolia más maravillosa que jamás se hubiera imaginado, la del «pulmón de la informática del mundo».
Dado que las certezas pasajeras de los medios financieros sólo eran comparables a su pusilanimidad permanente, los miles de millones que se invertían en las empresas de alta tecnología en Wall Street se volatilizarían en unas semanas, lo que provocaría un soberbio infarto en el corazón del país.
– ¡Algo tiene de bueno la globalización! -le dijo Lucas a la camarera, que esta vez le llevó un chocolate caliente.
– ¿Por qué? ¿Es que piensa limpiar toda esa porquería con un producto coreano? -repuso ella, dubitativa, mirando las anotaciones hechas en la mesa.
– Lo borraré todo antes de irme -masculló Lucas, retomando el hilo de sus pensamientos.
Puesto que se decía que el simple roce de las alas de una mariposa podía provocar un ciclón, Lucas demostraría que ese teorema se podía aplicar a la economía. La crisis americana no tardaría en propagarse por Europa y Asia. A amp;H sería su mariposa, Ed Heurt el roce de alas, y los muelles de la ciudad podrían muy bien ser el escenario de su victoria.
Tras haber rayado metódicamente la fórmica con un tenedor, Lucas salió de la cafetería y rodeó el edificio. Vio en la calle un Chrysler deportivo y forzó la cerradura. En el semáforo, accionó el mecanismo de la capota y ésta se plegó. Mientras bajaba la rampa del aparcamiento de sus nuevas oficinas, Lucas tomó el teléfono móvil. Se detuvo delante del aparcacoches y le hizo una señal amistosa con la mano para que esperase hasta que terminara de hablar. En voz alta, le contaba a un interlocutor imaginario que había sorprendido a Ed Heurt diciéndole a una encantadora periodista que la auténtica cabeza del grupo era él y que su socio era simplemente las piernas. Acto seguido, soltó una sonora carcajada, abrió la portezuela y le tendió las llaves al joven, quien le comentó que el cilindro no funcionaba bien.