Conocimos la epopeya de Lautaro un poco más tarde, cuando Pedro de Valdivia partió a la Araucanía a fundar nuevas ciudades con el sueño de extender la conquista hasta el estrecho de Magallanes. «Si Francisco Pizarro conquistó el Perú con ciento y tantos soldados, que se batieron contra treinta y cinco mil hombres del ejército de Atahualpa, sería bochornoso que unos salvajes chilenos nos detuvieran a nosotros», anunció ante el cabildo reunido. Llevaba doscientos soldados bien apertrechados, cuatro capitanes, entre ellos el valiente Jerónimo de Alderete, cientos de yanaconas cargando los bultos, y además lo acompañaba Michimalonko, sobre su corcel regalado, a la cabeza de sus indisciplinadas pero bravas bandas. Los caballeros iban con armadura completa; los infantes, con coraza y escudo, y hasta los yanaconas llevaban yelmo para proteger la cabeza de los formidables mazazos de los mapuche. Lo único que desentonaba con la soberbia militar fue que debieron transportar a Valdivia en un palanquín, como a una cortesana, porque el dolor de la pierna fracturada, que aún no estaba bien curada, le impedía montar. Antes de partir envió al temible Francisco de Aguirre a reconstruir La Serena y fundar otras ciudades en el norte, casi despoblado por las campañas de exterminio que el mismo Aguirre había llevado a cabo antes y por la retirada en masa de la gente de Michimalonko. Nombró a Rodrigo de Quiroga su representante en Santiago, el único capitán que era obedecido y respetado por unanimidad. Así, por una de esas vueltas inesperadas de la vida, volví a ser la gobernadora, cargo que siempre he ejercido de hecho, aunque no siempre fue ése mi título legítimo.
Lautaro escapa de Santiago en la noche más oscura del verano sin ser visto por los centinelas y sin alertar a los perros, que lo conocen. Corre por la ribera del Mapocho, oculto en la vegetación de cañas y helechos. No usa el puente de cuerdas de los huincas, se lanza a las aguas negras y nada con un grito de felicidad sofocado en el pecho. El agua fría lo lava por dentro y por fuera, dejándolo limpio del olor de los huincas. A grandes brazadas, cruza el río y emerge al otro lado recién nacido. «Inche Lautaro! ¡Soy Lautaro!», grita. Espera inmóvil en la orilla, mientras el aire tibio evapora la humedad de su cuerpo. Oye el graznido de un chon-chón, espíritu con cuerpo de pájaro y rostro de hombre, y responde con un llamado similar; entonces siente muy cerca la presencia de su guía, Guacolda. Debe hacer un esfuerzo para verla, aunque sus ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad, porque ella tiene el don del viento, es invisible, puede pasar entre las filas enemigas, los hombres no la advierten, los perros no la huelen. Guacolda, cinco años mayor que él, su prometida. La conoce desde la infancia y sabe que él le pertenece, tal como ella le pertenece a él. La ha visto en cada ocasión en que escapaba de la ciudad de los huincas para entregar información a las tribus. Ella era el enlace, la rápida mensajera. Fue ella quien lo condujo a la ciudad de los invasores, cuando él era un chiquillo de once años, con instrucciones claras de disimular y vigilar; ella quien lo observó a corta distancia cuando se pegó al fraile vestido de negro y lo siguió. En el último encuentro, Guacolda le indicó que escapara durante la siguiente noche sin luna, porque su tiempo con el enemigo había terminado, ya sabía todo lo necesario y su gente lo esperaba. Al verlo llegar esa noche sin ropa de huinca, desnudo, Guacolda lo saluda, «Mari mari», luego lo besa por primera vez en la boca, le lame la cara, lo toca como una mujer para establecer su derecho sobre él. «Mari mari», responde Lautaro, quien ya sabe que ha llegado su hora para el amor, pronto podrá robarse a Guacolda en su ruca, echársela a la espalda y huir con ella, como es lo correcto. Así se lo anuncia, y ella sonríe, luego lo conduce en liviana carrera hacia el sur, siempre el sur. El amuleto que Lautaro jamás se quita del cuello es de Guacolda.
Días después ambos jóvenes llegan por fin a su destino. El padre de Lautaro, cacique de mucho respeto, lo presenta a los otros toquis, para que oigan lo que su hijo dice.
– El enemigo viene en camino, son los mismos huincas que vencieron a los hermanos del norte -explica Lautaro-. Se acercan al Bío-Bío, el río sagrado, con sus yanaconas, caballos y perros. Con ellos viene Michimalonko, el traidor, y trae a su ejército de cobardes a combatir contra sus propios hermanos del sur. ¡Muerte a Michimalonko! ¡Muerte a los huincas!
Lautaro habla durante días, cuenta que los arcabuces son puro ruido y viento, deben temer más las espadas, lanzas, hachas y perros; los capitanes usan cotas de malla, donde no penetran flechas ni lanzas de madera; con ellos hay que emplear macanas para aturdirlos, y desmontarlos con lazos; una vez en el suelo, están perdidos, es fácil arrastrarlos y despedazarlos porque debajo del acero son de carne.
– ¡Cuidado! Son hombres sin miedo. La infantería sólo tiene protección en el pecho y la cabeza, con ella sirven las flechas. ¡Cuidado! Ellos tampoco tienen miedo. Hay que envenenar las flechas para que los heridos no vuelvan a batallar. Los caballos son vitales, se deben coger vivos, sobre todo las yeguas, para criarlos. Será necesario enviar niños de noche a las proximidades de los campamentos de los huincas para tirar carne envenenada a los perros, que siempre están encadenados. Haremos trampas. Cavaremos huecos profundos, los taparemos con ramas y los caballos que caigan quedarán ensartados en las picas plantadas al fondo. La ventaja de los mapuche es el número, la velocidad y el conocimiento del bosque -dice Lautaro-. Los huincas no son invencibles, duermen más que los mapuche, comen y beben demasiado, y necesitan cargadores porque los agobia el peso de sus pertrechos. Vamos a molestarlos sin tregua, seremos como avispas y tábanos -ordena-, primero los cansamos, después los matamos. Los huincas son personas, mueren como los mapuche, pero se comportan como demonios. En el norte quemaron vivas a tribus completas. Pretenden que aceptemos su dios clavado en una cruz, dios de la muerte, que nos sometamos a su rey, que no vive aquí y no conocemos, quieren ocupar nuestra tierra y que seamos sus esclavos. ¿Por qué?, pregunto yo a la gente. Por nada, hermanos. No aprecian la libertad. No entienden de orgullo, obedecen, ponen las rodillas en tierra, inclinan la cabeza. No saben de justicia ni de retribución. Los huincas son locos, pero son locos malos. Y yo les digo, hermanos, nunca seremos sus prisioneros, moriremos peleando. Mataremos a los hombres, pero cogeremos vivos a sus niños y mujeres. Ellas serán nuestras chiñuras y, si quieren, les cambiaremos a los niños por caballos. Es justo. Seremos silenciosos y rápidos, como peces, nunca sabrán que estamos cerca; entonces les caeremos encima por sorpresa. Seremos pacientes cazadores. Esta lucha será larga. Que se prepare la gente.
Mientras el joven general Lautaro organiza la estrategia de día y se oculta con Guacolda en la espesura para amarse en secreto por la noche, las tribus escogen a sus jefes de guerra, que estarán al mando de los escuadrones, y que a su vez se pondrán bajo las órdenes del ñidoltoqui, toqui de toquis, Lautaro. El aire de la tarde es tibio en el claro del bosque, pero apenas descienda la noche hará frío. Han comenzado los torneos con semanas de anticipación, los candidatos ya han competido y se han ido eliminando uno a uno. Sólo los más fuertes y resistentes, los de mas temple y voluntad, pueden aspirar al título de toqui de guerra. Uno de los más fornidos salta al ruedo. «Inche Caupolicán!», se presenta. Está desnudo, salvo por un breve delantal que le cubre el sexo, pero lleva las cintas de su rango atadas en torno a los brazos y la frente. Dos mocetones se acercan al tronco de pellín que han preparado, y lo levantan con esfuerzo, uno de cada extremo. Lo muestran, para que la concurrencia lo aprecie y calcule su peso, luego lo colocan con cuidado en las firmes espaldas de Caupolicán. Se doblan la cintura y las rodillas del hombre al recibir la tremenda carga y por un momento parece que caerá aplastado, pero de inmediato se endereza. Los músculos del cuerpo se tensan, la piel brilla de sudor, se hinchan las venas del cuello, a punto de reventar. Una exclamación ahogada escapa del círculo de espectadores cuando lentamente Caupolicán comienza a andar a pasos cortos, midiendo sus fuerzas para que le alcancen durante las horas necesarias. Debe vencer a otros tan fuertes como él. Su única ventaja es la feroz determinación de morir en la prueba antes de ceder el primer puesto. Pretende dirigir a su gente al combate, desea que su nombre sea recordado, quiere tener hijos con Fresia, la joven que ha elegido, y que éstos lleven su sangre con orgullo. Acomoda el tronco apoyado en la nuca, sostenido por los hombros y los brazos. La corteza áspera le rompe la piel y unos hilos finos de sangre descienden por sus anchas espaldas. Aspira a fondo el aroma intenso del bosque, siente el alivio de la brisa y el rocío. Los ojos negros de Fresia, que será su mujer si sale vencedor de la prueba, se clavan en los suyos, sin asomo de compasión, pero enamorados. En esa mirada le exige que triunfe: lo desea, pero sólo se casará con el mejor. En el cabello luce un copihue, la flor roja de los bosques, que crece en el aire, gota de sangre de la Madre Tierra, regalo de Caupolicán, quien trepó al árbol más alto para traérsela.