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Pasé el resto de la noche junto al cuerpo de Sebastián Romero, primero rogándole a la Virgen que me perdonara tan grave crimen y después planeando cómo librarme de pagar las consecuencias. No conocía las leyes de esa ciudad, pero si eran como las de Plasencia iría a parar al fondo de un calabozo hasta que pudiera probar que había actuado en mi propia defensa, ardua tarea, porque la sospecha de los magistrados siempre recae sobre la mujer. No me hice ilusiones: a nosotras se nos culpa de los vicios y pecados de los hombres. ¿Qué supondría la justicia de una mujer joven y sola? Dirían que había invitado al inocente marinero y luego lo había asesinado para robarle. Al amanecer cubrí el cadáver con una manta, me vestí y me fui al puerto, donde todavía estaba anclada la nave de Manuel Martín. El maestro escuchó mi historia hasta el final, sin interrumpirme, masticando su tabaco y rascándose la cabeza.

– Parece que tendré que hacerme cargo de este lío, doña Inés -decidió cuando terminé de hablar.

Acudió a mi modesta vivienda con un marinero de su confianza y entre ambos se llevaron a Romero envuelto en un trozo de vela. Nunca supe qué hicieron con él; imagino que lo lanzaron al mar atado a una piedra, donde los peces deben de haber dado cuenta de sus restos. Manuel Martín me sugirió que me fuera pronto de Cartagena, porque un secreto como ése no podía ocultarse indefinidamente, y así fue como pocos días más tarde me despedí de mi sobrina y su marido y partí con otros dos viajeros rumbo a la ciudad de Panamá. Varios indios llevaban el equipaje y nos guiaban por montañas, bosques y ríos.

El istmo de Panamá es una angosta faja de tierra que separa nuestro océano europeo del mar del Sur, que también llaman Pacífico. Tiene menos de veinte leguas de ancho, pero las montañas son abruptas, la selva muy espesa, las aguas insalubres, los pantanos putrefactos y el aire está infestado de fiebre y pestilencia. Hay indios hostiles, lagartos y serpientes de tierra y de río, pero el paisaje es magnífico y las aves bellísimas. Por el camino nos acompañó la algarabía de los monos, animales curiosos y atrevidos que nos saltaban encima para robarnos las provisiones. La jungla era de un verde profundo, sombría, amenazante. Mis compañeros de ruta llevaban las armas en la mano y no perdían de vista a los indios, que podían traicionarnos en cualquier descuido, tal como nos había advertido el padre Gregorio, quien también nos previno contra los caimanes, que arrastran a su víctima al fondo de los ríos; las hormigas rojas, que llegan por millares y se introducen por los orificios del cuerpo, devorándolo por dentro en cuestión de minutos, y los sapos que producen ceguera con la ponzoña de sus salivazos. Traté de no pensar en nada de eso, porque me habría paralizado el terror. Tal como decía Daniel Belalcázar, no vale la pena sufrir de antemano por las desgracias que posiblemente no ocurrirán. Hicimos la primera parte de la travesía en un bote impulsado a remo por ocho nativos. Me alegré de que mi sobrina no estuviese presente, porque los remeros iban desnudos y la verdad era que, a pesar del paisaje soberbio, se me iban los ojos hacia aquello que no debía mirar. La última parte del camino la recorrimos en mula. Desde la última cumbre divisamos el mar color turquesa y los contornos borrosos de la ciudad de Panamá, sofocada en un vaho caliente.

Capítulo dos. América, 1537-1540

Ines Del Alma Mía - pic_5.jpg

Treinta y cinco años tenía Pedro de Valdivia cuando llegó con Jerónimo de Alderete a Venezuela, a Venecia pequeña, como la llamaron irónicamente los primeros exploradores al ver sus pantanos, canales y chozas en palafitos. Había dejado a la delicada Marina Ortiz de Gaete con la promesa de que regresaría rico o enviaría por ella tan pronto como fuese posible -magro consuelo para la joven abandonada-, y había gastado lo que tenía, endeudándose además, para financiar el viaje. Como cualquiera que se aventuraba en el Nuevo Mundo, colocó sus bienes, su honor y su vida al servicio de la empresa, aunque las tierras conquistadas y un quinto de las riquezas -si las había- pertenecerían a la Corona de España. Tal como decía Belalcázar, con autorización del rey la aventura se llamaba conquista, sin ella era asalto a mano armada.

Las playas del Caribe, con sus aguas y arenas opalescentes y sus elegantes palmeras, recibieron a los viajeros con engañosa tranquilidad, pues tan pronto se internaron en el follaje los envolvió una jungla de pesadilla. Debían abrirse paso a machetazos, aturdidos por la humedad y el calor, hostigados sin tregua por mosquitos y alimañas desconocidas. Avanzaban por un suelo pantanoso, donde se hundían hasta los muslos en una materia blanda y putrefacta, pesados, torpes, cubiertos de asquerosas sanguijuelas que les chupaban la sangre. No podían quitarse las armaduras por temor a las flechas envenenadas de los indios, que los seguían silenciosos e invisibles en la vegetación.

– ¡No podemos caer vivos en manos de los salvajes! -les advirtió Alderete, y les recordó que el conquistador Francisco Pizarro, en su primera expedición al sur del continente, había entrado con un grupo de sus hombres a una aldea desocupada donde aún ardían fogatas. Los españoles, hambrientos, destaparon los calderos y vieron los ingredientes de la sopa: cabezas, manos, pies y vísceras humanas.

– Eso ocurrió en el oeste, cuando Pizarro buscaba el Perú -aclaró Pedro de Valdivia, quien se creía bien informado sobre descubrimientos y conquistas.

– Los indios caribes de estos lados también son antropófagos -insistió Jerónimo.

Era imposible orientarse en el verde absoluto de ese mundo primitivo, anterior al Génesis, un infinito laberinto circular, sin tiempo, sin historia. Si se alejaban unos pasos de la ribera de los ríos, se los tragaba la jungla para siempre, como le ocurrió a uno de los hombres, que se internó entre los helechos llamando a su madre, loco de congoja y miedo. Avanzaban en silencio, agobiados por una soledad de abismo profundo, una angustia sideral. El agua estaba infestada de pirañas que, al olor de la sangre, se abalanzaban en masa y acababan con un cristiano en pocos minutos; sólo los huesos, blancos y limpios, demostraban que alguna vez existió. En esa lujuriante naturaleza no había qué comer. Pronto se les terminaron los víveres y empezó el padecimiento del hambre. A veces lograban cazar un mono y lo devoraban crudo, asqueados por su aspecto humano y su fetidez, porque en la humedad eterna del bosque era muy difícil hacer fuego. Se enfermaron al probar unos frutos desconocidos y durante días no pudieron seguir adelante, derrotados por los vómitos y una cagantina implacable. Se les hinchaba el vientre, se les soltaban los dientes, se revolcaban de fiebre. Uno murió echando sangre hasta por los ojos, a otro se lo tragó un lodazal, un tercero fue triturado por una anaconda, monstruosa serpiente de agua, gruesa como una pierna de hombre y larga como cinco lanzas alineadas. El aire era un vapor caliente, podrido, malsano, un hálito de dragón. «Es el reino de Satanás», sostenían los soldados, y debía de serlo, porque los ánimos se enardecían y peleaban a cada rato. Los jefes se hallaban en duros aprietos para mantener algo de disciplina y obligarlos a continuar. Un solo señuelo les impulsaba a seguir adelante: El Dorado.

A medida que avanzaban penosamente, disminuía la fe de Pedro de Valdivia en la empresa y aumentaba su disgusto. No era eso lo que había soñado en su aburrido solar de Extremadura. Iba dispuesto a enfrentarse con bárbaros en batallas heroicas y a conquistar regiones remotas para gloria de Dios y el rey, pero nunca imaginó que usaría su espada, la espada victoriosa de Flandes e Italia, para luchar contra la naturaleza. La codicia y crueldad de sus compañeros le repugnaban, nada había de honorable o idealista en esa soldadesca brutal. Salvo Jerónimo de Alderete, quien había dado pruebas sobradas de nobleza, sus compañeros eran rufianes de la peor calaña, gente traidora y pendenciera. El capitán al mando de la expedición, a quien no tardó en detestar, era un desalmado: robaba, traficaba con los indios como esclavos y no pagaba el quinto correspondiente a la Corona. ¿Adónde vamos tan iracundos y desesperados, si al fin y al cabo nadie puede llevarse el oro a la tumba?, pensaba Valdivia, pero seguía andando porque era imposible retroceder. La disparatada aventura duró varios meses, hasta que por fin Pedro de Valdivia y Jerónimo de Alderete lograron separarse del nefasto grupo y embarcarse a la ciudad de Santo Domingo, en la isla de La Española, donde pudieron reponerse de los estragos del viaje. Pedro aprovechó para enviar a Marina algún dinero que había ahorrado, como haría siempre, hasta su muerte.

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