Cuando por fin pudimos desprendemos del abrazo y recuperar el aliento, salí a dar una orden a Catalina, mientras Rodrigo saludaba a su hija. Media hora más tarde una fila de indios transportó mis baúles, mi reclinatorio y la estatua de Nuestra Señora del Socorro a la casa de Rodrigo de Quiroga, mientras los vecinos de Santiago, que se habían quedado esperando en la plaza de Armas después de la misa, aplaudían. Necesité dos semanas para preparar la boda, porque no quería casarme con disimulo, sino con pompa y ceremonia. Era imposible decorar la casa de Rodrigo en tan poco tiempo, pero nos concentramos en transplantar árboles y arbustos a su patio, preparar arcos de flores y poner toldos y largos mesones para la comida. El padre González de Marmolejo nos casó en lo que hoy es la catedral, pero entonces era la iglesia en construcción, con asistencia de mucha gente, blancos, negros, indios y mestizos. Arreglamos para mí un virginal vestido blanco de Cecilia, ya que no hubo tiempo de encargar la tela para otro. «Cásate de blanco, Inés, porque don Rodrigo merece ser tu primer amor», opinó Cecilia, y tenía razón. La boda fue con misa cantada y después ofrecimos una merienda con platos de mi especialidad, empanadas, cazuela de ave, pastel de maíz, papas rellenas, frijoles con ají, cordero y cabrito asado, verduras de mi chacra y los variados postres que pensaba preparar para la llegada de Pedro de Valdivia. El ágape fue debidamente regado con los vinos que saqué sin cargo de conciencia de la bodega del gobernador, que también era mía. Las puertas de la casa de Rodrigo se mantuvieron abiertas el día entero y quien quiso comer y celebrar con nosotros fue bienvenido. Entre la multitud corrían docenas de niños mestizos e indios y, sentados en sillas dispuestas en semicírculo, estaban los ancianos de la colonia. Catalina calculó que desfilaron trescientas personas por esa casa, pero nunca fue buena para sumar, podrían haber sido más. Al otro día, Rodrigo y yo partimos contigo, Isabel, y un séquito de yanaconas a pasar unas semanas de amor en mi chacra. También nos acompañaron varios soldados para protegernos de los indios chilenos, que solían atacar a los viajeros incautos. Catalina y mis fieles criadas traídas del Cuzco quedaron a cargo de acomodar lo mejor posible la vivienda de Rodrigo; el resto de la numerosa servidumbre permaneció donde siempre. Recién entonces Valdivia se atrevió a desembarcar con sus dos mancebas y volver a su casa en Santiago, que encontró limpia, ordenada y bien abastecida, sin rastro mío.
Capítulo seis. La guerra de Chile, 1549 -1553
Se nota que mi letra ha cambiado en la última parte de este relato. Durante los primeros meses escribí de mi puño, pero ahora me canso a las pocas líneas y prefiero dictarte; mi caligrafía parece un enredo de moscas, pero la tuya, Isabel, es fina y elegante. Te gusta la tinta color óxido, una novedad llegada de España que me cuesta mucho leer, pero, ya que haces el favor de ayudarme, no puedo imponerte mi tintero negro. Avanzaríamos más rápido si no me acosaras con tantas preguntas, hija. Me divierte oírte. Hablas el castellano cantadito y escurridizo de Chile; Rodrigo y yo no logramos inculcarte las duras jotas y zetas castizas. Así hablaba el obispo González de Marmolejo, que era sevillano. Se murió hace mucho, ¿te acuerdas de él? Te quería como un abuelo, el pobre viejo. En esa época admitía tener setenta y siete años, aunque parecía un patriarca bíblico de cien, con su barba blanca y esa tendencia a anunciar el Apocalipsis que le vino al final de sus días. La fijación con el fin del mundo no le impidió ocuparse de asuntos materiales, recibía inspiración divina para hacer dinero. Entre sus espléndidos negocios estaba el criadero de caballos que teníamos en sociedad. Experimentamos mezclando razas y obtuvimos animales fuertes, elegantes y dóciles, los famosos potros chilenos, que ahora se conocen en todo el continente porque son tan nobles como los corceles árabes y más resistentes. El obispo falleció el mismo año que mi buena Catalina; él padeció el mal de los pulmones, que ninguna planta medicinal pudo curar, y a ella la despachó una teja que cayó del cielo en un temblor y le dio en la nuca. Fue un golpe certero, no alcanzó a darse cuenta de que estaba temblando. También en esa época murió Villagra, tan asustado de sus pecados, que se vestía con el hábito de san Francisco. Fue gobernador de Chile por un tiempo y será recordado entre los más pujantes y arrojados militares, pero nadie lo apreciaba, porque era tacaño. La avaricia es un defecto que a los españoles, siempre dadivosos, nos repugna.
No hay tiempo para detalles, hija, porque si nos demoramos esto puede quedar inconcluso y a nadie le gusta leer cientos de cuartillas y encontrarse con que la historia no tiene un final claro. ¿Cuál es el final de ésta? Mi muerte, supongo, porque mientras me quede un soplo de vida tendré recuerdos para llenar páginas; hay mucho que contar en una vida como la mía. Debí empezar estas memorias hace tiempo, pero estaba ocupada; erigir y dar prosperidad a una ciudad es bastante trabajo. No me puse a escribir hasta que murió Rodrigo y la tristeza me quitó las ganas de hacer otras cosas que antes me parecían urgentes. Sin él, mis noches transcurren casi enteras en blanco, y el insomnio es muy conveniente para la escritura. Me pregunto dónde está mi marido, si acaso me espera en alguna parte o está aquí mismo, en esta casa, atisbando en las sombras, cuidándome con discreción, como siempre hizo en vida. ¿Cómo será morir? ¿Qué hay al otro lado? ¿Es sólo noche y silencio? Se me ocurre que morir es partir como una flecha en la oscuridad hacia el firmamento, un espacio infinito, donde deberé buscar a mis seres amados uno por uno. Me asombra que ahora, cuando pienso tanto en la muerte, aún tenga deseos de realizar proyectos y satisfacer ambiciones. Debe de ser el puro orgullo: dejar fama y memoria de mí, como decía Pedro. Sospecho que en esta vida no vamos a ninguna parte, y menos apurados; se camina solamente, un paso cada vez, hacia la muerte. De modo que adelante, sigamos contando hasta donde me alcancen los días, ya que me sobra material.
Después de casarme con Rodrigo, decidí evitar a Pedro, al menos al comienzo, hasta que se me pasara la animosidad que reemplazó el amor que le tuve durante diez años. Lo detestaba tanto como antes lo amé; deseaba herirlo como antes lo defendí. Sus defectos se magnificaron a mis ojos, ya no me parecía noble, sino ambicioso y vano; antes era fornido, astuto y severo; entonces era gordo, falso y cruel. Sólo me desahogué con Catalina, porque ese reconcomio contra el antiguo amante me avergonzaba. Logré ocultarlo de Rodrigo, cuya rectitud le impedía percibir mi carga de malos sentimientos. Como él era incapaz de bajeza, no la imaginaba en otros. Si le pareció extraño que no me apareciera por Santiago cuando Pedro de Valdivia estaba en la ciudad, no me lo dijo. Me dediqué a mejorar nuestras casas del campo y extendí mis estadías en ellas lo más posible con el pretexto de sembradíos, cultivos de rosas, crianza de caballos y mulas, aunque en el fondo me aburría y echaba de menos mi trabajo en el hospital. Rodrigo viajaba entre la ciudad y el campo cada semana, moliéndose los riñones a galope tendido, para vernos a su hija y a mí. El aire libre, el trabajo físico, tu compañía, Isabel, y una camada de perritos, hijos del viejo Baltasar, me ayudaron. En esa época rezaba mucho, llevaba a Nuestra Señora del Socorro al jardín, nos instalábamos bajo un árbol y le contaba mis cuitas. Ella me hizo ver que el corazón es como una caja: si está ocupada con porquería, falta espacio para otras cosas. No podría amar a Rodrigo y a su hija si tenía el corazón lleno de amargura, me advirtió la Virgen. Según Catalina, el encono pone la piel amarilla y produce mal olor, por eso me daba a beber tisanas de limpieza.