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Con rezos y tisanas me curé del rencor contra Pedro en un plazo de dos meses. Una noche soñé que me crecían garras de cóndor, que me abalanzaba sobre él y le arrancaba los ojos. Fue un sueño estupendo, muy vívido, y desperté vengada. Al alba salí de la cama y comprobé que ya no sentía ese dolor en los hombros y el cuello que me había atormentado durante semanas; había desaparecido el peso inútil del odio. Escuché los ruidos del despertar: los gallos, los perros, la escoba de ramas del jardinero en la terraza, las voces de las criadas. Era una mañana tibia y clara. Salí al patio descalza y la brisa me acarició la piel bajo la camisa. Pensé en Rodrigo, y la necesidad de hacer el amor con él me hizo estremecer, como en mi juventud, cuando escapaba a los vergeles de Plasencia para yacer con Juan de Málaga. Bostecé a todo pulmón, me estiré como un gato, cara al sol, y enseguida ordené preparar los caballos para regresar contigo a Santiago ese mismo día, sin más equipaje que la ropa puesta y las armas. Rodrigo no nos permitía movernos de la casa sin protección, por temor a las bandas de indios que rondaban el valle, pero igual partimos. Tuvimos suerte y pudimos llegar a Santiago al anochecer, sin inconvenientes. Los centinelas de la ciudad dieron la alarma desde sus atalayas cuando vieron la polvareda de los caballos. Rodrigo salió a recibirme asustado, temiendo una desgracia, pero le salté al cuello, lo besé en la boca y lo llevé de la mano a la cama. Esa noche comenzó verdaderamente nuestro amor, lo anterior fue entrenamiento. En los meses siguientes aprendimos a conocernos y darnos gusto. Mi amor por él era distinto al deseo que sentí por Juan de Málaga y a la pasión por Pedro de Valdivia, era un sentimiento maduro y alegre, sin conflicto, que se volvió más intenso con el transcurso del tiempo, hasta que no pude vivir sin él. Terminaron mis viajes solitarios al campo, sólo nos separábamos cuando la urgencia de la guerra llamaba a Rodrigo. Ese hombre, tan serio frente al mundo, era tierno y chacotero en privado; nos mimaba, éramos sus dos reinas, ¿te acuerdas? Así se cumplió la profecía de las conchas mágicas de Catalina de que yo sería reina. En los treinta años que habríamos de vivir juntos, Rodrigo nunca perdió el buen humor en nuestro hogar, por muy graves que fuesen las presiones externas. Compartía conmigo los asuntos de la guerra, el gobierno y la política, sus temores y pesares, sin que nada afectara nuestra relación. Tenía confianza en mi criterio, pedía mi opinión, escuchaba mis consejos. Con él no era necesario andar con rodeos para evitar ofenderlo, como sucedía con Valdivia y sucede en general con los hombres, que suelen ser quisquillosos en lo que se refiere a su autoridad.

Supongo que no deseas que hable de esto, Isabel, pero no puedo omitirlo, porque es un aspecto de tu padre que debes conocer. Antes de estar conmigo, Rodrigo creía que la juventud y el vigor bastaban a la hora de hacer el amor, error muy común. Me llevé una sorpresa cuando estuvimos la primera vez en la cama, pues se comportaba apurado como un chico de quince años. Lo atribuí al hecho de que me había esperado mucho tiempo, amándome en silencio y sin esperanzas durante nueve años, como me confesó, pero su torpeza no dio señales de disminuir en las noches siguientes. Por lo visto, Eulalia, tu madre, que lo amaba celosamente, nada le enseñó; la tarea de educarlo recayó sobre mí, y, una vez libre del rencor por Valdivia, la asumí muy gustosa, como puedes imaginar. Lo mismo había hecho con Pedro de Valdivia años antes, cuando nos conocimos en el Cuzco. Mi experiencia en capitanes españoles es limitada, pero puedo decirte que los que me tocaron fueron muy poco sabidos en materia amorosa, aunque bien dispuestos a la hora de aprender. No te rías, hija, es cierto. Te cuento estas cosas por si acaso. No sé cómo son tus relaciones íntimas con tu marido, pero si tienes quejas, te aconsejo que hablemos del tema, porque después de mi muerte no tendrás con quién hacerlo. Los hombres, como los perros y caballos, deben ser domesticados, pero pocas mujeres son capaces de hacerlo, ya que ellas mismas nada saben, no han tenido un maestro como Juan de Málaga. Además, la mayoría se enreda en escrúpulos, acuérdate del célebre camisón con el ojal de Marina Ortiz de Gaete. Así se multiplica la ignorancia, que suele acabar con los amores mejor intencionados.

Apenas había regresado a Santiago y empezaba a cultivar el placer y el bendito amor con Rodrigo, cuando un día la ciudad despertó con la corneta de alarma de un centinela. Habían encontrado una cabeza de caballo ensartada en la misma pica donde tantas cabezas humanas fueron expuestas a lo largo de los años. Al examinarla de cerca, se vio que pertenecía a Sultán, el corcel favorito del gobernador. Un grito de horror quedó atascado en todos los pechos. Se había impuesto el toque de queda en Santiago para evitar robos; ningún indio, negro o mestizo podía circular de noche, so pena de cien azotes a carne desnuda en el rollo de la plaza, la misma pena que se les aplicaba si hacían fiestas sin permiso, se emborrachaban o apostaban en el juego, vicios reservados a sus amos. El toque de queda descartaba a toda la población mestiza e indígena de la ciudad, pero nadie imaginaba que un español fuese culpable de semejante aberración. Valdivia ordenó a Juan Gómez aplicar tormento a quien fuese necesario para descubrir al autor del ultraje.

Aunque me había sanado del odio por Pedro de Valdivia, prefería verlo lo menos posible. De todos modos, nos encontrábamos con frecuencia, ya que el centro de Santiago es pequeño y vivíamos cerca, pero no participábamos en los mismos eventos sociales. Los amigos se cuidaban de invitarnos juntos. Cuando nos topábamos en la calle o en la iglesia, nos saludábamos con una discreta inclinación de cabeza, nada más.

Sin embargo, la relación de él con Rodrigo no cambió; Pedro siguió prodigándole su confianza y éste respondió con lealtad y afecto. Por supuesto que yo era el blanco de comentarios maliciosos.

– ¿Por qué será la gente tan mezquina y chismosa, Inés? -me comentó Cecilia.

– Les molesta que en vez de asumir el papel de amante abandonada me haya convertido en esposa feliz. Se regocijan al ver humilladas a las mujeres fuertes, como tú y yo. No nos perdonan que triunfemos cuando tantos otros fracasan -le expliqué.

– No merezco que me compares contigo, Inés, no tengo tu temple -se rió Cecilia.

– Temple es una virtud apreciada en el varón, pero se considera defecto en nuestro sexo. Las mujeres con temple ponen en peligro el desequilibrio del mundo, que favorece a los hombres, por eso se ensañan en vejarlas y destruirlas. Pero son como las cucarachas: aplastan a una y salen más por los rincones -le dije.

Respecto a María de Encio, recuerdo que ninguno de los vecinos principales la recibía, a pesar de ser española y manceba del gobernador. Se limitaban a tratarla como a su ama de llaves. En cuanto a la otra, Juana Jiménez, se burlaban a sus espaldas diciendo que su señora la había entrenado para realizar en la cama las piruetas que ella misma no tenía estómago para hacer. Si eso era cierto, me pregunto en qué vicios enredaron a Pedro, que era hombre de sensualidad sana y directa, nunca le interesaron las curiosidades de los libritos franceses que hacía circular Francisco de Aguirre, excepto en la época del pobre muchacho Escobar, cuando quiso aturdir su culpa rebajándome a la condición de ramera. Y a propósito, que no me falte decir en estas páginas que Escobar no llegó al Perú, pero tampoco murió de sed en el desierto, como se suponía. Muchos años más tarde me enteré de que el joven yanacona que lo acompañaba lo condujo por derroteros secretos a la aldea de sus padres, escondida entre los picos de la sierra, donde ambos viven hasta hoy. Antes de partir al destierro, Escobar le prometió a González de Marmolejo que si llegaba con vida al Perú se haría sacerdote, porque sin duda Dios lo había señalado con el dedo al salvarlo de la horca primero y del desierto después. No cumplió la promesa, en cambio tuvo varias esposas quechuas e hijos mestizos, propagando así la santa fe a su manera. Volviendo a las mancebas que trajo Valdivia del Cuzco, supe por Catalina que le preparaban cocimientos de yerba del clavo. Tal vez Pedro temía perder su potencia viril, que para él era tan importante como su valor de soldado, y por eso bebía pociones y empleaba a dos mujeres para estimularlo. Aún no estaba en edad de que disminuyera su vigor, pero le fallaba la salud y le dolían sus antiguas heridas. La suerte de esas dos mujeres fue aventurera. Después de la muerte de Valdivia, Juana Jiménez desapareció, dicen que la raptaron los mapuche en una redada en el sur. María de Encio se volvió de mala índole y se dedicó a torturar a sus indias; cuentan que los huesos de las desdichadas están enterrados en la casa, que ahora pertenece al cabildo de la ciudad, y que por las noches se oyen sus gemidos, pero ésa también es otra historia que no alcanzo a contar.

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