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Mantuve a María y Juana a la distancia. No pensaba dirigirles nunca la palabra, pero Pedro se cayó del caballo y se fracturó una pierna, entonces me llamaron, porque nadie sabía más que yo de esas dolencias. Entré por primera vez a la casa que fuera mía, levantada con mis propias manos, y no la reconocí, a pesar de que los mismos muebles estaban en los mismos sitios. Juana, una gallega de corta estatura, pero proporcionada y de agradables facciones, me saludó con una reverencia de criada y me condujo a la habitación que antes yo compartía con Pedro. Allí estaba María, lloriqueando y poniéndole paños mojados en la frente al herido, que yacía más muerto que vivo. María se me echó encima para besarme las manos, sollozando de agradecimiento y susto -si Pedro moría, la suerte de ella era bastante turbia-, pero la aparté con delicadeza, para no ofenderla, y me acerqué a la cama. Al quitar la sábana y ver la pierna rota en dos partes, pensé que lo más apropiado sería amputarla por encima de la rodilla, antes de que se pudriera, pero esa operación siempre me ha espantado y no me sentí capaz de practicarla en aquel cuerpo que antes amé.

Me encomendé a la Virgen y me dispuse a remediar el daño lo mejor posible, ayudada por el veterinario y el herrero, ya que el médico había probado ser un ebrio inútil. Era una de esas desventuradas quebraduras, difíciles de tratar. Debí colocar cada hueso en su sitio tanteando a ciegas, y sólo por milagro quedó más o menos bien. Catalina aturdía al paciente con sus polvos mágicos disueltos en licor, pero incluso dormido bramaba; se requerían varios hombres para sujetarlo en cada curación. Hice el trabajo sin malicia ni rencor, procurando ahorrarle sufrimiento, aunque eso resultó imposible. A decir verdad, de su ingratitud, ni me acordé. Tantas veces Pedro sintió que moriría de dolor, que dictó su testamento a González de Marmolejo, lo selló y lo mandó guardar bajo tres candados en la oficina del cabildo. Cuando lo abrieron, después de su muerte, estipulaba entre otras cosas que Rodrigo de Quiroga debía reemplazarlo como gobernador. Reconozco que las dos mancebas españolas atendieron a Pedro con esmero, y en parte debido a esos cuidados pudo volver a caminar, aunque habría de cojear para el resto de su vida.

No fue necesario que Juan Gómez supliciara a nadie para descubrir al culpable del crimen de Sultán; a la media hora se supo que había sido Felipe. Al comienzo no pude creerlo, porque el joven mapuche adoraba al animal. En una ocasión en que Sultán fue herido por los indios en Marga-Marga, Felipe lo atendió durante semanas, dormía con él, le daba de comer de su mano, lo limpiaba y le hacía las curaciones, hasta que se repuso. Era tanto el afecto entre el muchacho y el caballo, que Pedro solía ponerse celoso, pero como nadie cuidaba a Sultán mejor que Felipe, prefería no intervenir. La habilidad del joven mapuche con los caballos había llegado a ser legendaria, y Valdivia lo tenía en mente para nombrarlo yegüerizo cuando tuviese edad suficiente, oficio muy respetado en la colonia, donde la crianza de caballos era fundamental. Felipe mató a su noble amigo cercenándole la vena gruesa del cuello, para que no sufriera, y luego lo decapitó con un machete. Desafiando el toque de queda y aprovechando la oscuridad, plantó la cabeza en la plaza y escapó de la ciudad. Dejó su ropa y sus escasos bienes en un atado en la caballeriza ensangrentada. Partió desnudo, con el mismo amuleto al cuello con que llegara años antes. Lo imagino corriendo descalzo sobre la tierra blanda, aspirando a pleno pulmón las fragancias secretas del bosque, laurel, quillay, romero, vadeando charcos y arroyos cristalinos, cruzando a nado las aguas heladas de los ríos, con el cielo infinito sobre su cabeza, libre al fin. ¿Por qué cometió ese acto bárbaro con el animal que tanto quería? La sibilina explicación de Catalina, quien nunca le tuvo simpatía, resultó exacta: «¿No ves que el mapuche se está yendo no más con los suyos, pues, mamitay?».

Supongo que Pedro de Valdivia reventó de ira ante lo sucedido, jurando el más horrible castigo contra su caballerizo favorito, pero luego debió postergar la venganza porque tenía asuntos más graves entre manos. Acababa de obtener una alianza con su principal enemigo, el cacique Michimalonko, y estaba organizando una gran campaña al sur del país para someter a los mapuche. El viejo cacique, a quien los años no dejaban huella, había comprendido la conveniencia de aliarse con los huincas, en vista de que había sido incapaz de derrotarlos. El escarmiento de Aguirre lo dejó prácticamente desprovisto de hombres para sus huestes; en el norte quedaban sólo mujeres y niños, la mitad de los cuales eran mestizos. Entre perecer o pelear contra los mapuche del sur, con quienes había tenido problemas en los últimos tiempos porque no pudo cumplir la promesa hecha de destruir a los españoles, optó por lo segundo, así al menos salvaba su dignidad y no tenía que poner a sus guerreros a labrar la tierra y sacar oro para los huincas.

Yo, sin embargo, no pude quitarme a Felipe de la mente. La muerte de Sultán me pareció un acto simbólico: con esos golpes de machete asesinó al gobernador, después de eso ya no había vuelta atrás, rompía con nosotros para siempre y se llevaba la información que había adquirido en años de inteligente disimulo. Recordé el primer ataque indígena a la naciente ciudad de Santiago, en la primavera de 1541, y me pareció dar con la clave del papel que desempeñó Felipe en nuestras vidas. En esa ocasión los indios se cubrieron con mantos oscuros para avanzar de noche sin ser vistos por los centinelas, tal como hicieran en Europa las tropas del marqués de Pescara con sábanas blancas sobre la nieve. Felipe escuchó a Pedro contar esa historia en mas de una ocasión y transmitió la idea a los toquis. Sus frecuentes desapariciones no eran casuales, correspondían a una feroz determinación, casi imposible de imaginar en el niño que era entonces. Podía salir de la ciudad a cazar, sin ser molestado por las huestes hostiles que nos mantenían sitiados, porque era uno de ellos. Sus excursiones de cacería servían de pretexto para reunirse con los suyos y contarles de nosotros. Fue él quien llegó con la noticia de que la gente de Michimalonko estaba concentrada cerca de Santiago, él quien ayudó a preparar la emboscada para alejar a Valdivia y la mitad de nuestra gente, él quien avisó a los indios del momento propicio para atacarnos. ¿Dónde estaba ese chiquillo durante el asalto a Santiago? En el bochinche de ese día terrible nos olvidamos de él. Se escondió o ayudó a nuestros enemigos, tal vez contribuyó a avivar al incendio; no lo sé. Durante años Felipe se dedicó a estudiar los caballos, domarlos y criarlos; escuchaba con atención los relatos de los soldados y aprendía sobre estrategia militar; sabía usar nuestras armas, desde una espada hasta un arcabuz y un cañón; conocía nuestras fuerzas y flaquezas. Creíamos que admiraba a Valdivia, su Taita, a quien servía mejor que nadie, pero en realidad lo espiaba, mientras en su interior cultivaba el rencor contra los invasores de su tierra. Tiempo después supimos que era hijo de un toqui, el último de una larga línea de jefes, tan orgulloso de su linaje de guerreros como Valdivia lo estaba del suyo. Imagino el odio terrible que oscurecía el corazón de Felipe. Y ahora este mapuche de dieciocho años, fuerte y delgado como un junco, corría desnudo y veloz hacia los bosques húmedos del sur, donde le esperaban las tribus.

Su nombre verdadero era Lautaro y llegó a ser el más famoso toqui de la Araucanía, temido demonio para los españoles, héroe para los mapuche, príncipe de la epopeya guerrera. Bajo su mando, las huestes desordenadas de los indios se organizaron como los mejores ejércitos de Europa, en escuadrones, infantería y caballería. Para derribar a los caballos sin matarlos -eran tan valiosos para ellos como para nosotros-, utilizó las boleadoras, dos piedras atadas a los extremos de una cuerda, que se enredaban en las patas y tumbaban al animal, o en el cuello del jinete para desmontarlo. Mandó a los suyos a robar caballos y se dedicó a criarlos y domarlos; lo mismo hizo con los perros. Entrenó a sus hombres para convertirlos en los mejores jinetes del mundo, como lo era él mismo, de manera que la caballería mapuche llegó a ser invencible. Cambió los antiguos garrotes, pesados y torpes, por macanas cortas, mucho más eficaces. En cada batalla se apoderaba de las armas del enemigo para usarlas y copiarlas. Estableció un sistema de comunicación tan eficiente, que hasta el último de sus guerreros recibía las órdenes de su toqui en un instante, e impuso una disciplina férrea, sólo comparable a la de los célebres tercios españoles. Convirtió a las mujeres en guerreras feroces y puso a los niños a acarrear víveres, pertrechos y mensajes. Conocía el terreno y prefería el bosque para ocultar a sus ejércitos, pero cuando fue necesario levantó pucaras en sitios inaccesibles, donde preparaba a su gente, mientras sus espías le informaban de cada paso del enemigo, para adelantársele. Sin embargo, no pudo cambiar la mala costumbre de sus guerreros de embriagarse con chicha y muday hasta quedar aturdidos después de cada victoria. De haberlo logrado, los mapuche habrían exterminado a nuestro ejército en el sur. Treinta años más tarde, el espíritu de Lautaro todavía anda a la cabeza de sus huestes y su nombre resonará por los siglos, nunca podremos vencerle.

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