– Dicen que todo está descubierto en esas partes del mundo -argumentaba yo, con ánimo de disuadirle.
– ¡Qué ignorante eres, mujer! Falta por conquistar mucho más de lo ya conquistado. De Panamá hacia el sur es tierra virgen y contiene más riquezas que las de Solimán.
Sus planes me horrorizaban porque significaban que tendríamos que separarnos. Además, había oído de boca de mi abuelo, quien a su vez lo sabía por comentarios escuchados en las tabernas, que los aztecas de México hacían sacrificios humanos. Se formaban filas de una legua de largo, miles y miles de infelices cautivos esperaban su turno para trepar por las gradas de los templos, donde los sacerdotes -espantajos desgreñados, cubiertos por una costra de sangre seca y chorreando sangre fresca- les arrancaban el corazón con un cuchillo de obsidiana. Los cuerpos rodaban por las gradas y se amontonaban abajo; pilas de carne en descomposición. La ciudad se asentaba en un lago de sangre; las aves de rapiña, hartas de carne humana, eran tan pesadas que no podían volar, y las ratas carnívoras alcanzaban el tamaño de perros pastores. Ningún español desconocía estos hechos, pero eso no amedrentaba a Juan.
Mientras yo bordaba y cosía desde la madrugada hasta la medianoche, ahorrando para casarnos, los días de Juan transcurrían en tabernas y plazas, seduciendo a doncellas y meretrices por igual, entreteniendo a los parroquianos y soñando con embarcarse a las Indias, único destino posible para un hombre de su envergadura, según sostenía. A veces se perdía por semanas, incluso meses, y regresaba sin dar explicaciones. ¿Adónde iba? Nunca lo dijo, pero, como hablaba tanto de cruzar el mar, la gente se burlaba de él y me llamaba «novia de Indias». Soporté su conducta errática con más paciencia de la recomendable porque tenía el pensamiento ofuscado y el cuerpo en ascuas, como me ocurre siempre con el amor. Juan me hacía reír, me divertía con canciones y versos picarescos, me ablandaba a besos. Le bastaba tocarme para transformar mi llanto en suspiros y mi enojo en deseo. ¡Qué complaciente es el amor, que todo lo perdona! No he olvidado nuestro primer abrazo, ocultos entre los arbustos de un bosque. Era verano y la tierra palpitaba, tibia, fértil, con fragancia de laurel. Salimos de Plasencia separados, para no dar pie a habladurías, y bajamos el cerro, dejando atrás la ciudad amurallada. Nos encontramos en el río y corrimos de la mano hacia la espesura, donde buscamos un sitio lejos del camino. Juan juntó hojas para hacer un nido, se quitó el jubón, para que me sentara encima, y luego me enseñó sin prisa alguna las ceremonias del placer. Habíamos llevado aceitunas, pan y una botella de vino que le había robado a mi abuelo y que bebimos en sorbos traviesos de la boca del otro. Besos, vino, risa, el calor que se desprendía de la tierra y nosotros enamorados. Me quitó la blusa y la camisa y me lamió los senos; dijo que eran como duraznos, maduros y dulces, aunque a mí me parecían más bien ciruelas duras. Y siguió explorándome con la lengua hasta que creí morir de gusto y amor. Recuerdo que se tendió de espaldas sobre las hojas y me hizo montarlo, desnuda, húmeda de sudor y deseo, porque quiso que yo impusiera el ritmo de nuestra danza. Así, de a poco y como jugando, sin susto ni dolor, terminé con mi virginidad. En un momento de éxtasis, levanté los ojos a la verde bóveda del bosque y más arriba, al cielo ardoroso del verano, y grité largamente de pura y simple alegría.
En ausencia de Juan se me enfriaba la pasión, se me calentaba la ira y decidía expulsarlo de mi vida; pero tan pronto reaparecía con una excusa leve y sus sabias manos de buen amante, volvía a someterme. Y así empezaba otro ciclo idéntico: seducción, promesas, entrega, la dicha del amor y el sufrimiento de una nueva separación. El primer año se nos fue sin fijar la fecha para la boda, el segundo y el tercero también. Para entonces mi reputación andaba por el suelo, porque la gente comentaba que hacíamos cochinadas detrás de las puertas. Era cierto, pero nadie tuvo nunca prueba de ello, éramos muy prudentes. La misma gitana que me anunció larga vida, me vendió el secreto para no quedar preñada: introducirme una esponja empapada en vinagre. Estaba enterada, por los consejos de mi hermana Asunción y de mis amigas, que la mejor forma de dominar a un hombre era negarle favores, pero ni una santa mártir podía hacer eso con Juan de Málaga. Era yo quien buscaba ocasiones de estar a solas con él para hacer el amor en cualquier sitio, no sólo detrás de las puertas. Él tenía la habilidad extraordinaria, que nunca encontré en otro hombre, de hacerme feliz en cualquier postura y en pocos minutos. Mi placer le importaba más que el suyo. Aprendió el mapa de mi cuerpo de memoria y me lo enseñó para que disfrutara sola. «Mira qué bella eres, mujer», me repetía. Yo no compartía su halagüeña opinión, pero estaba orgullosa de provocar deseo en el hombre más majo de Extremadura. Si mi abuelo hubiese sabido que hacíamos como los conejos hasta en los rincones oscuros de la iglesia, nos habría matado a ambos; era muy quisquilloso respecto a su honra. Esa honra dependía en buena medida de la virtud de las mujeres de su familia, por eso, cuando las primeras murmuraciones de la gente llegaron a sus peludas orejas, montó en santa cólera y me amenazó con despacharme al infierno a palos. «Una mancha en la honra, sólo con sangre se lava», dijo. Mi madre se le plantó al frente, con los brazos en jarras y esa mirada suya capaz de detener a un toro en plena carrera, para hacerle ver que por mi parte existía la mejor disposición para el matrimonio, sólo faltaba convencer a Juan. Entonces mi abuelo se valió de sus amigos de la cofradía de la Vera Cruz, hombres influyentes de Plasencia, para doblar el brazo a mi reticente novio, quien ya se había hecho de rogar en demasía.
Nos casamos un luminoso martes de septiembre, día del mercado en la plaza Mayor, cuando el aroma de flores, frutas y verduras frescas impregnaba la ciudad. Después de la boda, Juan me llevó a Málaga, donde nos instalamos en un cuarto de alquiler, con ventanas a la calle, que procuré embellecer con cortinas de bolillo y muebles hechos por mi abuelo en su taller. Juan asumió su papel de marido sin más bienes que su fantasiosa ambición pero con entusiasmo de padrillo, a pesar de que ya nos conocíamos como un matrimonio antiguo. Había días en que las horas volaban haciendo el amor y no alcanzábamos ni a vestirnos; hasta comíamos en la cama. A pesar de los desafueros de la pasión, pronto me di cuenta de que, desde el punto de vista de la conveniencia, ese casamiento era un error. Juan no me dio sorpresas, me había mostrado su carácter en los años anteriores, pero una cosa era ver sus fallas a cierta distancia y otra convivir con ellas. Las únicas virtudes de mi marido que puedo recordar eran su instinto para darme contento en el lecho y su empaque de torero, que no me cansaba de admirar.
– Este hombre no sirve de mucho -me advirtió mi madre un día que fue a visitarnos.
– Con tal que me dé hijos, lo demás no me importa.
– ¿Y quién va a mantener a los chiquillos? -insistió ella.
– Yo misma, que para eso tengo hilo y aguja -repliqué, desafiante.
Estaba acostumbrada a trabajar de sol a sol y no faltaban clientas para mis costuras y bordados. Además, preparaba pasteles de masa, rellenos de carne y cebolla, los cocinaba en los hornos públicos del molino y los vendía al amanecer en la plaza Mayor. De tanto experimentar, descubrí la proporción perfecta de grasa y harina para obtener una masa firme, flexible y delgada. Mis pasteles -o empanadas- se hicieron muy populares, y al poco tiempo ganaba más cocinando que cosiendo.
Mi madre me regaló una estatuilla tallada en madera de Nuestra Señora del Socorro, muy milagrosa, para que bendijera mi vientre, pero la Virgen seguramente tenía otros asuntos más importantes entre manos, porque desatendió mis súplicas. Hacía un par de años que no usaba la esponja con vinagre, pero de hijos, nada. La pasión que compartía con Juan fue transformándose en disgusto para ambas partes. En la medida en que yo le exigía más y le perdonaba menos, se fue alejando. Al final, casi no le hablaba, y él lo hacía sólo a gritos, pero no se atrevía a golpearme, porque en la única ocasión en que me levantó el puño le di con una sartén de hierro en la cabeza, tal como había hecho mi abuela con mi abuelo y después mi madre con mi padre. Dicen que por ese sartenazo mi padre se fue de nuestro lado y nunca más le vimos. Al menos en este respecto mi familia era diferente: los hombres no pegaban a sus mujeres, sólo a los hijos. A Juan le propiné apenas un papirotazo de nada, pero el hierro estaba caliente y le dejó una marca en la frente. Para un hombre tan presumido como él, esa insignificante quemadura resultó una tragedia, pero sirvió para que me respetara. El sartenazo puso término a sus amenazas, pero admito que no contribuyó a mejorar nuestra relación; cada vez que se palpaba la cicatriz, un brillo criminal aparecía en sus pupilas. Me castigó negándome el placer que antes me daba con magnanimidad. Mi vida cambió, las semanas y los meses se arrastraban como una condena a las galeras, puro trabajo y más trabajo, siempre afligida por mi esterilidad y la pobreza. Los caprichos y las deudas de mi marido se convirtieron en una carga pesada que yo asumía para evitar la vergüenza de enfrentar a sus acreedores. Se nos terminaron las noches largas de besos y las mañanas perezosas en el lecho; nuestros abrazos se distanciaron y se volvieron breves y brutales, como violaciones. Los soporté sólo por la esperanza de un hijo. Ahora, cuando puedo observar mi vida completa desde la serenidad de la vejez, comprendo que la verdadera bendición de la Virgen fue negarme la maternidad y así permitirme cumplir un destino excepcional. Con hijos habría estado atada, como siempre lo están las hembras; con hijos habría quedado abandonada por Juan de Málaga, cosiendo y haciendo empanadas; con hijos no habría conquistado este Reino de Chile.