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En esos días llegó a la isla la noticia de que Francisco Pizarro necesitaba refuerzos en el Perú. Su socio en la conquista, Diego de Almagro, había partido al extremo sur del continente con la idea de someter las tierras bárbaras de Chile. Los socios tenían temperamentos opuestos: el primero era sombrío, desconfiado y envidioso, aunque muy valiente, y el segundo era franco, leal y tan generoso, que sólo deseaba hacer fortuna para repartirla. Era inevitable que hombres tan diferentes, pero de igual ambición, terminaran por enemistarse, a pesar de haberse jurado fidelidad comulgando ante el altar con la misma hostia partida en dos. El imperio incaico quedó chico para contenerlos a ambos. Pizarro, convertido en marqués gobernador y caballero de la Orden de Santiago, se quedó en el Perú, secundado por sus temibles hermanos, mientras Almagro se dirigía, en 1535, con un ejército de quinientos castellanos, diez mil indios yanaconas y el título de adelantado, a Chile, la región aún inexplorada, cuyo nombre, en lengua aymara, quiere decir «donde acaba la tierra». Para financiar el viaje gastó de su peculio más de lo que el inca Atahualpa pagó por su rescate.

Apenas Diego de Almagro se fue con sus bravos a Chile, Pizarro debió enfrentar una insurrección general. Al dividirse las fuerzas de los viracochas, como llamaban a los españoles, los nativos del Perú tomaron la armas contra los invasores. Sin pronta ayuda, la conquista del imperio inca peligraba, así como las vidas de los españoles, obligados a batirse con fuerzas muy superiores. El llamado de socorro de Francisco Pizarro alcanzó a La Española, donde lo oyó Valdivia, quien sin vacilar decidió acudir al Perú.

El solo nombre de ese territorio -Perú- evocaba en Pedro de Valdivia las inconcebibles riquezas y la refinada civilización que su amigo Alderete describía con elocuencia. Admirable, en verdad, pensaba al oír las cosas que se contaban, aunque no todo era digno de encomio. Sabía que los incas eran crueles, controlaban al pueblo con ferocidad. Después de una batalla, si los vencidos no aceptaban incorporarse por completo al imperio, no dejaban a nadie vivo, y ante el menor asomo de descontento trasladaban aldeas completas a mil leguas de distancia. Aplicaban los peores suplicios a sus enemigos, incluso a mujeres y niños. El Inca, quien desposaba a sus hermanas para garantizar la pureza de la sangre real, encarnaba a la divinidad, el alma del imperio, pasado, presente y futuro. De Atahualpa se decía que tenía miles de doncellas en su serrallo y una multitud incalculable de esclavos, que se divertía torturando a los prisioneros y que solía degollar a sus ministros con su propia mano. El pueblo, sin rostro y sin voz, vivía sometido; su destino era trabajar desde la infancia hasta la muerte en beneficio de los orejones -cortesanos, sacerdotes y militares-, que vivían en un fausto babilónico, mientras el hombre común y su familia sobrevivían apenas con el cultivo de un terruño que les era asignado pero no les pertenecía. Contaban los españoles que muchos indios practicaban la sodomía, que en España se paga con la muerte, aunque los incas la habían prohibido. Buena prueba de la lujuria de esa gente eran las cerámicas eróticas que los aventureros mostraban en las tabernas para regocijo de los parroquianos, quienes no sospechaban que se pudiese holgar de tan variadas maneras. Aseguraban que las madres rompían la virginidad de sus hijas con los dedos antes de entregarlas a los hombres.

Nada repudiable hallaba Valdivia en aspirar a la fortuna que podría encontrar en el Perú, pero no era ése su incentivo, sino la obligación de luchar junto a los suyos y alcanzar la gloria, que hasta entonces le había sido escurridiza. Eso lo distinguía de los demás participantes de la expedición de socorro, que iban encandilados por el brillo del oro. Así me lo aseguró él mismo muchas veces, y se lo creo, porque esa conducta era consecuente con las demás decisiones de su vida. Impulsado por su idealismo, abandonó años más tarde la seguridad y la riqueza, que por fin había obtenido, para intentar la conquista de Chile, empresa en la que Diego de Almagro había fracasado. Gloria, siempre gloria, ése fue el único norte de su destino. Nadie amó a Pedro más que yo, nadie lo conoció más que yo, por eso puedo hablar de sus virtudes, tal como más adelante deberé referirme a sus defectos, que no eran leves. Es cierto que me traicionó y conmigo fue cobarde, pero hasta los hombres más íntegros y valientes suelen fallarnos a las mujeres. Y, puedo asegurarlo, Pedro de Valdivia fue uno de los hombres más íntegros y valientes de los que han venido al Nuevo Mundo.

Valdivia se dirigió por tierra a Panamá y allí se embarcó, en 1537, junto a cuatrocientos soldados, rumbo al Perú. El viaje demoró un par de meses, y cuando llegó a su destino la sublevación de los indios ya había sido sofocada por la oportuna intervención de Diego de Almagro, quien regresó de Chile a tiempo para unir sus fuerzas a las de Francisco Pizarro. Almagro había atravesado las cumbres más heladas en su avance hacia el sur, había sobrevivido a increíbles padecimientos y había regresado por el desierto más caliente del planeta, arruinado. Su expedición a Chile alcanzó hasta el Bío-Bío, el mismo río donde los incas habían retrocedido setenta años antes, cuando pretendieron en vano adueñarse del territorio de los indios del sur, los mapuche. También los incas, como Almagro y sus hombres, fueron detenidos por ese pueblo guerrero.

Mapu-ché, «gente de la tierra», así se llaman ellos mismos, aunque ahora los denominan araucanos, nombre más sonoro, dado por el poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no sé de dónde lo sacó, tal vez de Arauco, un lugar del sur. Yo pienso seguir llamándolos mapuche -la palabra no tiene plural en castellano- hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas. Alonso era un mocoso en Madrid cuando los primeros españoles luchábamos en este suelo; llegó a la conquista de Chile un poco atrasado, pero sus versos contarán la epopeya por los siglos de los siglos. Cuando de los esforzados fundadores de Chile no quede ni el polvo de sus huesos, nos recordarán por la obra de aquel joven, quien no siempre es fiel á los hechos, ya que en su deseo de rimar los versos suele sacrificar la verdad. Además, no nos deja bien parados, me temo que muchos de sus admiradores tendrán una idea algo errada de lo que es la guerra de la Araucanía. El poeta acusa a los españoles de crueldad y desmedida ambición de riqueza, mientras exalta a los mapuche, a quienes atribuye bravura, nobleza, caballerosidad, ánimo de justicia y hasta ternura con sus mujeres. Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura. El amor romántico que tanto exalta Alonso es bastante raro entre ellos. Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias. Admito, eso sí, que los españoles no tratan mejor a las indias destinadas a su holgura y servicio. Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado. Otra virtud que les celebro es el cumplimiento de la palabra dada. No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra. El peor castigo es el exilio, la expulsión de la familia y de la tribu, más temida que la muerte. Los crímenes graves se pagan con una ejecución rápida. El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo.

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