El guerrero camina en círculos, con el peso del mundo en los hombros y dice: «Nosotros somos el sueño de la Tierra, ella nos sueña a nosotros. También en las estrellas hay seres que son soñados y tienen sus propias maravillas. Somos sueños dentro de otros sueños. Estamos casados con la Naturaleza. Saludamos a la Santa Tierra, madre nuestra, a quien cantamos en la lengua de las araucarias y los canelos, de las cerezas y los cóndores. Que vengan los vientos floridos a traer la voz de los antepasados para que se endurezca nuestra mirada. Que el valor de los toquis antiguos navegue por nuestra sangre. Dicen los ancianos que es la hora del hacha. Los abuelos de los abuelos nos vigilan y sostienen nuestro brazo. Es la hora del combate. Hemos de morir. La vida y la muerte son la misma cosa…». La voz pausada del guerrero habla y habla durante horas en una incansable rogativa, mientras el tronco se balancea en sus hombros. Invoca a los espíritus de la Naturaleza para que defiendan su tierra, sus grandes aguas, sus auroras. Invoca a los antepasados para que conviertan en lanza los brazos de los hombres. Invoca a los pumas del monte para que presten su fortaleza y valentía a las mujeres. Los espectadores se cansan, se mojan con la llovizna tenue de la noche, algunos encienden pequeñas hogueras para alumbrarse, mascan granos de maíz tostado, otros se duermen o se van, pero después vuelven, admirados. La vieja machi salpica a Caupolicán con una ramita de canelo untada en sangre del sacrificio, para darle entereza. Tiene miedo, la mujer, porque la noche anterior se le aparecieron en sueños la culebra-zorro, ñeru -filú, y la serpiente-gallo, piwichén, a decirle que la sangre de la guerra será tan copiosa, que teñirá de rojo el Bío-Bío hasta el fin de los tiempos. Fresia acerca a los labios resecos de Caupolicán una calabaza con agua. Él ve las manos duras de la amada en su pecho, palpándole los músculos de piedra, pero no las siente, tal como ya no siente dolor ni cansancio. Sigue hablando en trance, sigue marchando dormido. Así pasan las horas, la noche entera, así amanece el día, colándose la luz entre las hojas de los altos árboles. El guerrero flota en la niebla fría que se desprende del suelo, los primeros rayos de oro bañan su cuerpo y él sigue dando pasitos de bailarín, la espalda roja de sangre, el discurso fluido. «Estamos en hualán, el tiempo sagrado de los frutos, cuando la Madre Santa nos da el alimento, el tiempo del piñón y las crías de los animales y las mujeres, hijos e hijas de Ngenechén. Antes del tiempo del descanso, el tiempo del frío y del sueño de la Madre Tierra, vendrán los huincas.»
Se ha corrido la voz por los montes y van llegando los guerreros de otras tribus y el claro del bosque se llena de gente. El círculo donde camina Caupolicán se hace más pequeño. Ahora lo avivan, de nuevo la machi lo rocía con sangre fresca, Fresia y otras mujeres le lavan el cuerpo con pieles de conejo mojadas, le dan agua, le introducen un poco de comida masticada en la boca, para que trague sin interrumpir su poético discurso. Los viejos toquis se inclinan ante el guerrero con respeto, nunca han visto nada igual. El sol calienta la tierra y despeja la niebla, se llena el aire de mariposas transparentes. Encima de las copas de los árboles se recorta contra el cielo la figura imponente del volcán con su eterna columna de humo. «Más agua para el guerrero», ordena la machi. Caupolicán, quien ya ha ganado la contienda hace rato, pero no suelta el tronco, sigue caminando y hablando. El sol llega a su cenit y empieza a descender hasta que desaparece entre los árboles, sin que él se detenga. Miles de mapuche han ido llegando en esas horas y la multitud ocupa el claro y el bosque entero, vienen otros por los cerros, suenan trutucas y cultrunes anunciando la hazaña a los cuatro vientos. Los ojos de Fresia ya no se desprenden de los de Caupolicán, lo sostienen, lo guían.
Por fin, cuando ya es de noche, el guerrero toma impulso y levanta el tronco sobre su cabeza, lo mantiene allí unos instantes y lo lanza lejos. Lautaro ya tiene su lugarteniente. «¡Oooooooooooom! ¡Oooooooooooooom!» El grito inmenso recorre el bosque, resuena entre los montes, viaja por toda la Araucanía y llega a los oídos de los huincas, a muchas leguas de distancia. «¡Ooooooooooooom!»
Valdivia demoró casi un mes en alcanzar el territorio mapuche, y en ese tiempo logró reponerse lo suficiente como para montar a ratos, con gran dificultad. Apenas instalaron el campamento empezaron los ataques diarios del enemigo. Los mapuche atravesaban a nado los mismos ríos que bloqueaban el paso de los españoles, incapaces de cruzarlos sin embarcaciones por el peso de sus armaduras y pertrechos. Mientras algunos se enfrentaban a pecho desnudo con los perros, sabiendo que serían devorados vivos, pero dispuestos a cumplir la misión de detenerlos, los demás se abalanzaban contra los españoles. Dejaban docenas de muertos, se llevaban a los heridos que pudieran tenerse en pie y desaparecían en el bosque antes de que los soldados alcanzaran a organizarse para seguirlos. Valdivia dio orden de que la mitad de su reducido ejército montara guardia, mientras la otra mitad descansaba, en turnos de seis horas. A pesar del hostigamiento, el gobernador siguió adelante, venciendo en cada escaramuza. Entró más y más en la Araucanía sin encontrar partidas numerosas de indígenas, sólo grupos dispersos, cuyos ataques sorpresivos y fulminantes cansaban a sus soldados pero no los detenían, estaban acostumbrados a enfrentarse a enemigos cien veces más numerosos. El único intranquilo era Michimalonko, pues sabía muy bien con quiénes tendría que habérselas pronto.
Y así fue. El primer enfrentamiento serio con los mapuche se produjo en enero de 1550, cuando los huincas habían alcanzado la ribera del Bío-Bío, línea que demarcaba el territorio inviolable de los mapuche. Los españoles acamparon junto a una laguna, en un sitio bien resguardado, de modo que las espaldas estaban protegidas por las aguas heladas y cristalinas. No contaron con que los enemigos llegarían por el agua, rápidos y silenciosos lobos de mar. Los centinelas nada vieron, la noche parecía tranquila, hasta que de pronto oyeron un barullo de chivateo, alaridos, flautas y tambores, y la tierra se remeció con el golpe de los pies desnudos de miles y miles de guerreros, los hombres de Lautaro. La caballería española, que se mantenía siempre preparada, les salió al encuentro, pero los indígenas no se amedrentaron, como antes sucedía ante el ímpetu de los animales, sino que se plantaron al frente con una muralla de lanzas en ristre. Los caballos se encabritaron y los jinetes debieron replegarse, mientras los arcabuceros lanzaban su primera andanada. Lautaro había advertido a sus hombres que cargar las armas de fuego demoraba unos minutos, durante los cuales el soldado estaba indefenso; eso les daba tiempo de atacar. Desconcertado ante la absoluta falta de temor de los mapuche, que combatían cuerpo a cuerpo contra soldados en armadura, Valdivia organizó su tropa como lo había hecho en Italia, escuadrones compactos protegidos por corazas, erizados de lanzas y espadas, mientras por detrás cargaba Michimalonko con sus huestes. El feroz combate duró hasta la noche, cuando terminó con la retirada del ejército de Lautaro, que no se desbandó en una huida precipitada, sino que se replegó ordenadamente a una señal de los cultrunes.
– En el Nuevo Mundo no se ha visto nada igual a estos guerreros -opinó Jerónimo de Alderete, extenuado.
– Nunca en mi vida tuve enemigos tan feroces. Hace más de treinta años que sirvo a su majestad y he luchado contra muchas naciones, pero nunca había visto tal tesón como el de esta gente en pelear -agregó Valdivia.
– ¿Qué hacemos ahora?
– Fundar una ciudad en este punto. Tiene todas las ventajas: una bahía sana, un río ancho, madera, pesquería.
– Y miles de salvajes también -apuntó Alderete.